El alebrije y la ensalada
Desde muy temprano los he visto trabajar como obsesos aunque lentamente. Le meten bulla a su trabajo con una música tan obvia que da risa: “La cumbia del mole”, de Lila Downs. Pero su música es en realidad la de los utensilios al chocar entre sí, y como sucede con el trabajo creativo, cuando ves a alguien elaborando objetos a partir de su imaginación tiendes a admirarlos secretamente. O a tenerles envidia.
Ver a dos chefs trabajar rápidamente no es una particularidad en el mundo de la gastronomía. Se puede decir que es precisamente al revés, que un chef lento es una anormalidad. Pero mientras se afanan en sacar adelante su trabajo le imprimen un ritmo más lento a su cocina. Con la formación que han tenido saben que el tiempo es fundamental en toda preparación culinaria y que hay técnicas que son tan precisas como perentorias, pero se lo toman con una naturalidad y calma alarmantes; hasta donde sé, por ejemplo, no han hecho el mise en place que les ayudaría a tener sus insumos listos de antemano. En poco menos de dos horas van a recibir en promedio a cien comensales y quieren agasajarlos con todo tipo de extravagancias, pero igual están chanceando y platicando cada uno desde su respectivo lugar de trabajo. Ese abandono aterra y fascina.
Están preparando un menú mexicano con sus propias ideas sobre la gastronomía. Abundarán colores, texturas y unas propuestas que, me han confiado, serán “más artísticas que culinarias, o su mezcla, si se puede”. Pero el plato central, contra todo lo imaginado, será una ensalada. Ya desde ahí hay una enorme contradicción con las reglas del montaje y servicio que mantienen al plato de más calorías como el centro de un menú. Pero a ellos no les importa, antes bien así lo han decidido. Días antes, cuando ponderaron hacer una preparación especialmente diseñada para las actividades en festejo del Quinto Sol —una programación cultural del Estado de México con motivo de la primavera— me dijeron que harían su Ensalada Ensueño, como han dado en llamarla. “¿Cómo una ensalada?”, les recriminé. “Te va a convencer”, me aseguraron. Pero hasta este momento, cuando faltan pocos minutos para comenzar el evento, siento que el exponer una ensalada quizá nos deje a todos con la incómoda sensación de un fraude. Pienso mil cosas hasta que veo salir a uno de los chefs con un alebrije entre las manos.
Estoy en el suroriente del Estado de México, en el minúsculo municipio de Tepetlixpa. La mayor referencia es que en su demarcación se encuentra Nepantla, la tierra natal de Sor Juana Inés de la Cruz. Pero en realidad, en el imaginario de la comunidad y de la región, Tepetlixpa es conocido por la cecina. Dos kilómetros de negocios que expenden este producto cárnico a lo largo de la carretera federal que une Cuautla con la Ciudad de México se vuelven una competencia dura de roer para una propuesta, que ya no para un negocio, gastronómica.
El restaurancito de estos chefs es como una candorosa ironía. En una población de quince mil habitantes no encuentro tan redituable un restaurante contemporáneo; a menos de veinte metros hay dos puestos de tacos que en este momento se empiezan a armar para su diario trajín nocturno. Incluso afuera del local hay un vendedor ambulante de hamburguesas. “¿Cómo compiten contra la cecina?”, les pregunté alguna vez. “Es fácil. Nosotros ofrecemos una propuesta diferente. Creemos que ofrecemos, lo más legítimamente posible, la comida oriunda de Tepetlixpa”, dicen acaso recalcando que la famosa cecina proviene de un poblado del estado de Morelos que se llama —el colmo de las parónimas— Yecapixtla.
Tepetlixpa está en una región que se conoce como “de los Volcanes” por la presencia dominante del Popocatépetl y el Iztaccíhuatl en el paisaje. Es una zona con graves carencias y muchas intenciones más que verdaderos reconocimientos. La mayoría son pueblos-dormitorio para cientos de personas que trabajan en la Ciudad de México, con severos problemas de urbanización, violencia, delincuencia organizada y un problema de identidad que no permite asegurar qué es lo que específicamente une a los pobladores del lugar. Sin embargo, hay un trabajo cultural que se va incrementando en esta región. De unos años para acá igualmente ha crecido el interés por los asuntos culinarios, tanto en la creación de escuelas especializadas en esta disciplina como en foros y restaurantes de cierta propuesta, pero el objetivo primero es lo estrictamente culinario, de ahí que toparse con dos jóvenes que tengan intereses de ruptura con la comida en una zona completamente marginal para la gastronomía es interesante.
Estoy afuera del localito de Gustavo Farelas y Javier Soriano, dos jóvenes chefs de Tepetlixpa, reflexionando sobre lo que acontecerá con su convocatoria para cerrar el Festival del Quinto Sol con una muestra gastronómica contemporánea. Todo parece una gran aporía: el festival busca recuperar las expresiones genuinas de la cultura original, difunde aspectos tradicionales y promociona a los grupos indígenas. ¿Dónde encaja entonces una muestra tan alejada de estos valores como la gastronomía contemporánea? Incluso sé que, por la tarde, la Casa de Cultura local organizó una degustación de mole hecho a la usanza típica, y que viejas mayoras estuvieron guisando en un improvisado fogón en plena plaza cívica municipal.
Me impaciento. El evento de los chefs tiene programado un espectáculo musical, una plática y la presentación estelar del platillo. Sé de la capacidad de los chefs, aún muy jóvenes y sin duda talentosos, pero, ¿cómo responderá la comunidad? Pareciera que eso no les preocupa. Ya preparan la decoración, su escenografía y las mesas de su restaurante están listas para recibir a sus invitados.
Después de que oficialmente debió comenzar el evento aún pasan largos minutos hasta que al fin llegan las personas. “Es típico de nuestro pueblo”, me dice un joven, tal vez pariente de los chefs, “aquí siempre llegamos tarde”. Algunos de los asistentes son amigos, pero también hay personas de la comunidad que al pasar se preguntan qué estará sucediendo adentro. Se les invita a entrar y hay mucha duda, un miedo casi nato a enfrentarse a lo desconocido, pero algunos aceptan y todavía se sorprenden más cuando les dicen que, desde luego, si gustan un platillo especial en la carta, hay una buena selección, pero que todo lo expuesto en las mesas del escenario es gratuito y podrán comerlo sin mayor explicación. Las personas, por supuesto, eligen lo más conocido: un taquito dorado, unas gelatinas, unos vasos de pulque curado o unas tostadas de cochinita pibil, pero dejan fuera las texturas raras de las preparaciones más atrevidas o hacen comparaciones que al chef Gustavo le causan risa: “esta salsita que nos puso, ¿es chamoy?” Con una enorme sonrisa les dice que casi, sólo que él no la compra, la hace, y que en lugar de químicos usa flores de su jardín. “¡Ah!, y entonces, ¿no nos hará daño comerla?”, lo vuelven a cuestionar. “No, no. Pueden echársela a unos chicharrones y verán que sabe más rica que la de las papas de la esquina.” Quiero creer que les responde con filosofía, pero más rápido se va a atender a otros rarísimos comensales.
En un momento, el chef Javier pide la atención de los asistentes porque van a presentar el plato estrella de la noche. Y sí, es una ensalada. Bastante minimalista por lo demás y apenas saliéndose de los cánones culinarios: una cama de lechuga, una reducción de flores de bugambilia como salsa y un desplegado de flores comestibles orgánicas que se han montado sobre brochazos de unas salsas de texturas muy brillantes. Explica al público que las flores se pueden comer y veo las reacciones. Dudan, parece que lo toman a broma o piensan que los engaña, pero luego les explica con lujo de detalles que la florifagia es una práctica antigua, no sólo de Europa, sino del pueblo mismo. “¿No han comido flores de colorín, de calabaza o alaches?”, les pregunta con mucha seriedad, y el público asiente. Se vencen los temores y el chef se va ganando a su audiencia. Les explica por qué su propuesta incluye muchas flores y apenas un insumo conocido —la lechuga—; los trata de llevar a las veleidades del arte culinario pero también de sus propias raíces, de sus propios aromas y sabores. Continúa la plática Gustavo, que les muestra imágenes de algunos otros proyectos que tratan de conjugar lo gastronómico con el ámbito más antropológico de las cocinas. Van trazando un método holístico para abordar la amable composición de técnicas, productos, preparaciones, episodios, narrativas, hábitos de consumo y prácticas culturales. Para ellos, la cocina no es sino una totalidad, lo mismo científica que social; lo mismo de un mundo sofisticado que de un mundo rural.
Al oírlos comienzo a creer que resulta cierto eso del crecimiento de lo gastronómico en la región, pero dejo de ver las reacciones del público que se enfrenta a estos dos jóvenes (Gustavo es bajito, de poco menos de treinta y ocho años; Javier no llega a las tres décadas y es delgado y moreno) enfundados en sendas filipinas negras, para observar mejor su ensalada. Me habían explicado en qué consistiría, pero hasta ahora que la tengo enfrente la puedo conceptualizar.
A diferencia de otro tipo de platillos, en esta propuesta hay delicadeza, precisión, mucha destreza técnica y un elevado grado de libertad compositiva. Detrás de su montaje se aprecia la exactitud de refrenarse a tiempo para no caer en la tentación de seguir los patrones compositivos de los platos. Y ahí es cuando se revalora esa idea de la creatividad que, pese a todas las aventuras de la gastronomía contemporánea, sigue escasa: la oportunidad de explorar otras dimensiones conceptuales y sensoriales.
Ensalada Ensueño, un nombre que dice poco. Vista objetivamente, le falta más precisión y seguridad para adentrarse de lleno en una propuesta artística, pero ciertamente, la gastronomía se ha enfocado en tres factores esenciales para armar una visión crítica de cualquier platillo: el sabor, la presentación y las técnicas. El objeto gastronómico termina siendo autorreferente, animando más al gourmet que al gastrónomo, que es el profesional de la disciplina. En otras palabras, abunda una crítica que sólo abreva en los componentes nutricios y que se olvida de las funciones sociales y artísticas que la comida, si así se plantea, puede tener.
De modo que en la Ensalada Ensueño se podría ponderar su atractivo visual, el orden en el uso de las técnicas y, evidentemente, el sabor inaudito debido a las combinaciones florales y a las salsas que se han colocado como espejo en el plato. Pero fuera de este margen tan estrecho, en la propuesta hay igualmente un discurso gastronómico. “Nosotros vemos a la gastronomía como un medio de expresividad más cercano a las artes que sólo a la cocina”, me dice ambiguamente el chef Gustavo. Me hablan de sus preparaciones previas que les han valido reconocimientos en alguno de tantos concursos gastronómicos de nuestro país. “Un día presentamos una tuza encañuelada. Se trata de una preparación típica de esta zona, donde los campesinos elaboran complicadas trampas de madera para matar a estos roedores que afectan sus milpas. Sabemos que la tuza es, de hecho, comestible, pero es un guisado que se ha ido perdiendo. Lo que buscamos fue traspasar el concepto de la trampa, que es todo un mecanismo ingenioso, al plato, para renovar el concepto del animal, del platillo y, por supuesto, de la trampa. Para jugar con el comensal.”
Les pregunto qué respuesta tuvieron entonces. “Los jueces se extrañaban mucho, dice Javier, porque nos decían que un platillo así no podía ser calificado de internacional. Pero fíjate, si se los vendíamos con la idea de lo ‘exótico’ entonces sí nos ponían atención, y a Gustavo y a mí nos daba risa porque, ¡vamos!, ¡qué exótica va a ser una tuza en nuestro pueblo!”
A partir de entonces, sin caer en lo extravagante, han experimentado con esas fusiones, pero lo mismo han trabajado con la armazón de un discurso que deconstruye la gastronomía en la que se formaron.
En primer lugar buscan la oralidad como base creativa. Se nutren de sus raíces, elevan su propia cultura tradicional, pero no hacen sólo etnografía, sino que recorren la profundidad epistémica de lo que la cocina les puede permitir y las herramientas sofisticadas que los gastrónomos aplican para re-presentar los platillos a una dimensión más internacional. Juegan al juego de las rupturas con bastante atrevimiento. Saben, por ejemplo, que su ensalada no puede competir con los platos fuertes ni llevar la responsabilidad del broche de oro de los postres. Una propuesta así los obligaría a reducir al mínimo el menú, dejando la ensalada como el único plato, o bien, ser muy exigentes con los acompañamientos para que estén a la altura de la propuesta central. Pero desde ahí hay ruptura. No proponen otra cosa que la ensalada, y colocan en ella una carga emotiva y un discurso que se puede argumentar.
Su atractivo visual se basa en una extraña disposición de elementos que no puede encuadrarse con el montaje clásico ni con el minimalismo, caro en la cocina contemporánea. Se monta, sin embargo, siguiendo claramente la pauta simbólica de la regla áurea, el concéntrico vaivén del exterior al interior del plato, del fuera/comensal al dentro/significado. Y al colocar el alebrije, lo que consiguen es salirse de la extenuada “textura y altura” que los chefs tanto persiguen, para sugerir un movimiento ascendente prácticamente continuo.
Pocos chefs se atreven con una composición compleja, fuera de los terrenos de lo simétrico; y es entendible, dado que presentan un montaje destinado al consumo inmediato, pues hacen platillos, no propuestas de corte artístico. Cuando los artistas de vanguardia de inicios del siglo XX experimentaron con la gastronomía, se enfrentaron a problemas que hasta hoy siguen irresolubles: ¿cómo considerar arte un objeto destinado al consumo inmediato?, porque, ¿cómo se podría conservar más allá de lo efímero?; ¿hasta qué punto la representación artística choca con las necesidades gastronómicas para no afectar las cualidades organolépticas? Finalmente, muchos tendieron a revirar y usar a la comida para fines artísticos, que no al revés. En el mundo contemporáneo, el performance basado en comida (del Eat Art a las experimentaciones de la gastronomía molecular) es más común que una comida de tipo artístico. En el ínterin, en cambio, abundan las reproducciones facilonas, populares y de mal gusto.
De ahí la enorme expectativa de este plato, que se desliga de una gastronomía de inmediatez y, sin recurrir ni intentar hacer tendencia, busca un deleite visual, una pausa en la degustación, una apropiación, en suma, de lo más artístico que hay en la cocina. En lo personal me recuerda a Kandinsky y a la música serial. Se sale de los cánones, ensaya propuestas gustativas que se aprehenden desde antes con la vista y el olfato, una compostura fuera de la norma y de la gama básica de lo dulce y lo salado para probar con texturas fuertes, con el exceso de color sobre un fondo blanquísimo que anticipa el vacío existencial, lo efímero de toda la creación estética.
La ensalada es un platillo que lanzan ambos chefs en un trabajo de plena correspondencia y entendimiento creativo; cada uno aporta sus obsesiones, pero ambos se encuentran en el balance que persiguen entre la culinaria tradicional y lo gourmet, más allá de la intención de apostar por la fusión, por el gusto nuevo de una mezcla que resulta exótica, sorpresiva e invasiva a la garganta. A través de la plática que hemos entablado puedo ver sus aportes discursivos. Gustavo aborda la tarea de mediar las raíces y ahondar lo seminal de la cultura mediante ese elemento que no se puede capturar, pero se percibe: el saber. Saber elegir, saber cortar, saber preparar. Saber agradecer a los depositarios de las recetas. Saber el lugar que se ocupa en la escala de conocimientos culinarios.
Por eso la obstinación de defender sus propuestas a contracorriente de lo ya establecido. Su tuza en un artefacto de madera que sacó del campo lo llevó al proceso de plena descontextualización buscando lenguajes artísticos formales para que no quede todo en la tentativa de la expresión en sí misma, en la “locura” de tantos creativos que no logran aterrizar sus proyectos. Gustavo, como chef, deja ver una urgencia y una lucha contra los lastres de la tradición que lo formó, campirana, folclórica, prehispánica. Para ello contrapuso su herencia con una estancia ilegal como cocinero en Estados Unidos que abrió sus perspectivas del diálogo con lo universal, con los estilos internacionales que no pueden cegarse a la realidad concreta de una región. Pero también está el compromiso con su cultura, y por eso la insistencia de elementos indefinibles pero exactos en la cosmovisión mexicana.
“Muchos años fui bailarín de un grupo de danza folclórica; a veces doy clases con mi mujer. También hice algún día artesanías y me gusta, vamos, experimentar. He hecho cartonería y trabajado el metal”, dice con una modestia que no sé cómo calificar, pero que sin duda me permite saber de dónde viene la presencia del alebrije, ese engendro de la mente que conjuga pies de cuadrúpedo con alas de ave, picos con garras, escamas con láminas de color. Serpiente emplumada como el antiguo mito de Quetzalcóatl y delirio surreal de una creación que necesita más ojos, más elementos, más disonancia de la realidad para poder expresar una entidad del alma intraducible en signos. “Si recuerdas —me dice—, el alebrije lo hizo un maestro que vivía cerca de La Merced. Un día tuvo un sueño en el que se le aparecían monstruos que le decían ‘alebrije’, ‘alebrije’, y cuando despertó no podía sino trasladar ese sueño a la realidad, y puso manos a la obra.” “¿Por eso incluyen a este ser en la ensalada? —les pregunto—, ¿porque viene de su fantasía?” “No. Porque nos recuerda que es en el ensueño donde pueden surgir las cosas creativas.” “¿Entonces, la ensalada se les ocurrió en un sueño?, ¿eso pretenden decir?” Se toma su tiempo para responder, Javier también interviene: “¿Quién lo sabe? ¡Ni nosotros lo sabemos!”
Las personas comen frugalmente. Les convidan un coctel a base de pulque, maíz rojo y chile guajillo, que causa delicia en los asistentes. Una niña señala insistentemente la gran copa (tiene un diámetro de más de cuarenta centímetros) en la que han preparado agua de mango y de donde van repartiendo los vasos a todos los que ahí estamos. El evento ha marchado con buen ánimo. Platicaron su concepto, un guitarrista amenizó y se pudieron observar unas fotografías antiguas del pueblo, pero lo que más gusto causó fue la apreciación de la ensalada. “No hicimos más que una”, se disculpaban, “¡pero pueden probarla todos!”, repetían casi obsesivamente. Lo cierto es que, igual que con los menús vanguardistas —de Jules Mancaive a Tristán Tzara, lo mismo que con el de Los Hartos de Mathias Goeritz y compañía—, su propuesta no era digerida pero era fotografiada hasta el exceso. En cierta medida era obvio. ¿Cómo o por dónde se podía afrontar su degustación si los ingredientes van dispuestos como una cartografía, pero sin presentar su destino? “Lo que buscamos es que cada ingrediente mantenga lo más íntegramente posible su capacidad organoléptica”, explica Javier, “pero experimentando a tope con las posibilidades reales de sabor que nos ofrecen los productos comestibles inusuales, como las flores”. A este chef se deben las innovaciones de las salsas, de los productos que pueden verterse a lo digestivo desde lo sugestivo: comer flores es igual a comer colores, comer texturas y aromas. Con las propiedades concretas de cada ingrediente se entiende el proceso creativo y la justificación de llamar Ensalada Ensueño al platillo, porque lo vierte hacia el terreno onírico, que es la posibilidad de indagar en cada uno de los ingredientes como en un universo latente que puede descubrirse. La suma de las partes no es igual al todo, y aquí sucede que cada parte se descubre hacia adentro. Deconstruir su proceso de elaboración los lleva a otros ingredientes, y ésos a su vez remiten a otros ámbitos como, por ejemplo, el lugar que ocupaban las flores en el jardín de donde fueron tomadas, el simbolismo del jardín, el color y su proceso de formación en las corolas… La ensalada es un mero pretexto para el juego de los significados ad infinitum.
¿Pero qué hacen dos muchachos con el arte culinario en un pueblo como Tepetlixpa? Durante el proceso del proyecto me platicaron también de los problemas que enfrenta su comunidad y región. “Hay mucha inseguridad, mucha violencia, mucho asalto, pero lo peor de todo es que no hay formas de expresión ni de ocupación dignas.” No crecen quimeras en su cocina. No van a transformar su sociedad y en buena medida saben que los asistentes a su muestra seguirán tachándolos de “locos”, pero estos jóvenes chefs son el fermento del proceso de revitalización de la comida tanto a nivel comunidad como región. De ahí que sus ídolos sean los chefs Ricardo Zurita y Enrique Olvera, este último, papa de la gastronomía mexicana en el mundo. “Un día pude hablar con el segundo al mando de Olvera”, me dice emocionado Gustavo, “le hablé de mis propuestas y me dijo que estaban muy bien, pero que debía seguir trabajando, sobre todo porque había muchas personas haciendo méritos en su restaurante para poder aspirar a la cima”. El chef no hizo sino señalarle el largo camino en vías al pontificado.
Pero apenas se conmueve. Hace diez años, incluso hace cinco, un proyecto de esta naturaleza hubiera sido impensable, no sólo por su sofisticación sino por la casi legendaria renuencia a salir de una zona de confort. Pero Javier y Gustavo provienen de la explosión de la gastronomía, de su revalorización como actividad legítima tanto para el comercio como para la expresión artística. Su enfoque es claramente simbiótico y eso los diferencia de otros negocios de la comunidad; además, representan a una generación más ocupada por los procesos creativos que tiene la cocina. No reivindican, sino acaso dan pauta, muestran otras vías para la práctica culinaria y en el camino nos proporcionan el placer de la degustación como acto simbólico y como actividad sibarita. Pero, a través de algo inusitado para este pueblo, hacen ver que el arte tiene más caminos de los que se cree. La gastronomía como arte es un tópico del mundillo de cocinas, restaurantes y chefs, pero es muy difícil asumirla y entenderla. En su evento veía la manera en que se afanaban en la cocina y luego el proceso para montar los platillos; incluso seguí con atención la explicación del montaje, la justificación de sus lenguajes expresivos y el deleite y sorpresa de sus invitados para enfrentarse a una ensalada que más parecía para la foto que para masticar. En ese mismo proceso entiendo que su gastronomía es artística, no por el ornato, por el detalle, por la pretendida sofisticación que es bandera de la gastronomía frente a la cocina cotidiana; lo es por su expresividad, por su incesante búsqueda de trascender el lenguaje propuesto y de transmitir una idea. Las ideas más naif de la cocina —también más gustadas y abusadas— tildan el proceso creativo del chef como una ocurrencia cursilona en la que deben “sorprender” al comensal y conectarlo con una dimensión afectiva que le evoque sentimientos facilones; que sea una “comida bonita”, sustentada en valores incuestionables del “gusto”, la “presentación” e incluso de “lo bien hecho”. Se agradece que la propuesta de Javier y Gustavo sea atrevida y difícil, incluso conceptualmente. Que sea agresiva, intuitiva, colorida y simbólica; que no se hayan quedado con un sesgo romántico de perseguir el infinito o cultivar sentimientos individuales válidos en sí mismos. Su propuesta es definitoria de un camino novedoso para las artes y, desde luego, para la comida, haciendo notar que no hay otro arte que permita disfrutar de su elaboración, su exposición y su inmediata degustación como la comida.
Al terminar el evento, los chefs y sus invitados se sientan a conversar. “¿Qué les pareció?”, preguntan ansiosos al grupo de amistades incondicionales. “Muy padre”, “muy bonito”, “interesante”. Lugares comunes que no logran desanimarlos. Les pregunto por lo que sigue en su carrera. “Esperar que alguien entienda que esto no es para cambiar al mundo ni a la gastronomía, pero sí para cambiar sus experiencias.” Los últimos comensales se retiran satisfechos, saben que ahora ya tendrán un nuevo espacio de convivencia en su comunidad. “¿No es difícil competir con propuestas ya establecidas y, digámoslo así, más populares?”, les pregunto. Ambos sonríen. “Bueno, claro, por supuesto. Aquí en la esquina se venden unas tostadas de carnitas que son deliciosas. Luego, cuando no tenemos gente, vamos allá y nos comemos unas”, dicen riéndose, “pero no te creas, tal vez si estuviéramos en la ciudad tendríamos más visión, más clientes, más lana, pero entonces, ¿dónde dejaríamos nuestra propuesta? Éste es un espacio para la expresión creativa y para la cultura” cierran. Los observo. Sé que tienen candor, pero no tanto que los haga ver ilusiones. Incluso si mañana estuvieran trabajando en un restaurante de la ciudad, seguramente seguirían pensando qué hacer con su cultura, su comida y su pueblo.
Mario Alberto Serrano Avelar (Ciudad de México, 1983). Es escritor, historiador y promotor cultural. Ha desempeñado distintos cargos en torno al quehacer cultural en el suroriente del Estado de México. Autor de la novela Gude (Artefacto, 2014) y de Tepetlixpa: una monografía colectiva (Amaquemecan-PACMYC, 2015). Fue director de la Casa de Cultura de Tepetlixpa en 2014 y cronista municipal del mismo lugar hasta 2016. Ganador del segundo lugar en el concurso de cuento “Buscando a la muerte” de la Secretaría de Cultura del Estado de México en 2014 y candidato a la presea Estado de México 2015. Escribe el blog <enlacaradelcerro.wordpress.com>. Actualmente estudia la licenciatura en Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM.