Poesía / No. 199

Dos poemas

 



El ciruelo

I

El ciruelo había resistido la sequía, el casi eterno vendaval, e incluso aquella plaga de roya, herencia de diminutos hongos que en él encontraron vida y sustento.
Pese a ello, y con obstinación de roble, permaneció en pie, sin fruto alguno y con hojas negras salpicadas de enfermedad.
La roya que robó al ciruelo su verde algarabía hizo de él un trebejo de entretenimiento para las niñas que ahí fuimos. Quizá por ello mi madre —en contra de su obsesión por llenar la casa sólo de árboles majestuosos y fuertes— le concedió más vida.

El ciruelo, anclado en aquella agudeza esquinal, nunca se quejó. Durante meses hizo frente a las malquerencias de ella y las travesuras de nosotras; recuerdo las hendiduras de victorias y derrotas que apuntamos en su cuerpo, la corteza casi lisa, signo de nuestros pies que hicieron de él un barco encallado, una oscilante fortaleza; a la que trepamos en eternos juegos que yo lanzaba no por ser la más sagaz, ni la más viva; todo lo contrario.


II

En la cercanía con ese árbol, con el negro en sus hojas, vislumbraba un consuelo para la extrañeza que me causaba ver mi piel en el espejo de cuerpo entero en aquellas exploraciones matutinas, buscando el asomo, la irrupción de nuevas manchas: bloques de sangre congelados que develaban la deficiencia de la misma. La alteración de la médula ósea que en su trayecto se olvidó de abastecer con diligencia —al cuerpo que le fue confiado— de aquellas diminutas y tan problemáticas plaquetas, causantes de inacabables hemorragias externas y hematomas que se anidaron bajo mi piel.
Días de ese olor incierto —pero no lejano— a muerte que se instaló en la cabecera de mi cama, la tristeza de mi pequeña cómplice de juegos y el coraje de mi madre por no poder erradicar todas las enfermedades de su casa bastaron: el ciruelo fue derribado.


III

No sobra decir que cuando estuve en pie odié al ciruelo, lo desprecié por no haber resistido la mano de mi madre, por no ser más espejo y refugio de mi cuerpo, por ser árbol y no quedarse.


IV

En este patio ya añoso pienso en el ciruelo, en la bondad de sus hojas negruzcas que nunca antes le agradecí, en ese rumor vertical que fue y por el que ahora me nace un charco de culpa, en la mirada.

I

El ciruelo había resistido la sequía, el casi eterno vendaval, e incluso aquella plaga de roya, herencia de diminutos hongos que en él encontraron vida y sustento.

Pese a ello, y con obstinación de roble, permaneció en pie, sin fruto alguno y con hojas negras salpicadas de enfermedad.

La roya que robó al ciruelo su verde algarabía hizo de él un trebejo de entretenimiento para las niñas que ahí fuimos. Quizá por ello mi madre —en contra de su obsesión por llenar la casa sólo de árboles majestuosos y fuertes— le concedió más vida.

El ciruelo, anclado en aquella agudeza esquinal, nunca se quejó. Durante meses hizo frente a las malquerencias de ella y las travesuras de nosotras; recuerdo las hendiduras de victorias y derrotas que apuntamos en su cuerpo, la corteza casi lisa, signo de nuestros pies que hicieron de él un barco encallado, una oscilante fortaleza; a la que trepamos en eternos juegos que yo lanzaba no por ser la más sagaz, ni la más viva; todo lo contrario.

II

En la cercanía con ese árbol, con el negro en sus hojas, vislumbraba un consuelo para la extrañeza que me causaba ver mi piel en el espejo de cuerpo entero en aquellas exploraciones matutinas, buscando el asomo, la irrupción de nuevas manchas: bloques de sangre congelados que develaban la deficiencia de la misma. La alteración de la médula ósea que en su trayecto se olvidó de abastecer con diligencia —al cuerpo que le fue confiado— de aquellas diminutas y tan problemáticas plaquetas, causantes de inacabables hemorragias externas y hematomas que se anidaron bajo mi piel.

Días de ese olor incierto —pero no lejano— a muerte que se instaló en la cabecera de mi cama, la tristeza de mi pequeña cómplice de juegos y el coraje de mi madre por no poder erradicar todas las enfermedades de su casa bastaron: el ciruelo fue derribado.

III

No sobra decir que cuando estuve en pie odié al ciruelo, lo desprecié por no haber resistido

la mano de mi madre, por no ser más espejo y refugio de mi cuerpo, por ser árbol y no quedarse.

IV

En este patio ya añoso pienso en el ciruelo, en la bondad de sus hojas negruzcas que nunca antes le agradecí, en ese rumor vertical que fue y por el que ahora me nace un charco de culpa, en la mirada.



Los zapatos

Siguen en la misma caja
resistieron el tiempo, las mudanzas,
el abandono y su ira.

Los recorre con la vista
con sus dedos toca las suelas,
las correas, el intacto negro.
Aún recuerda la escena;
apenas ocho años y largas trenzas,
apenas los juegos y la presunción:
acomodó sus pies de tal forma
que cupieran en ese par de zapatos
brillosos de pulcritud, el triunfo
de semanas de súplica a sus padres.

Nadie sospechó que la felicidad
es una tragedia contenida,
mucho menos ella y su mala costumbre
de aspirar a tenerlo todo:
la gama completa de colores,
los mapas de toda la república,
el primer par de zapatos
entre las amigas de “a huarache”.

Llenó los patios de la escuela
y las calles del pueblo con sus pasos
negros de charol, cual reina sin trono,
horas de sendas sin misericordia
de pausas para que las amigas
se turnaran para verlos.
Sintió que lo poseía todo,
que lo merecía todo, aunque los pies
le sangraran, aunque sintiera formarse
debajo del charol
lacerantes ampollas que no quiso
mermar a su tiempo, callos
gruesos y endurecidos
que prefirió mantener en sus pies
a no ser el apabullante asombro
de todas.

Nunca le perdonó al par de charol
que el encanto no durara más días,
que deformaran sus pies con abundantes
bulbos que ve con vergüenza y coraje.
Aun así los limpia y guarda
en su caja, deseando regresar
a esos días, los únicos, en los que fue
la maravilla andante.

Todos saben que la gloria nace
de un sacrificio, sobre todo ella
y su mala costumbre
                            de desearlo todo.




Nadia López García (Oaxaca, 1992). Ha publicado poemas en diferentes medios nacionales e internacionales. Colabora en la organización del Primer Encuentro Mundial de Poesía de los Pueblos Indígenas. Traduce del español al mixteco para la Enciclopedia de la literatura en México y es becaria en el área de Poesía de la Fundación para las Letras Mexicanas.