La muerte del rey salsero
–No te diré nada.
El que habla es Manzanita I, un hombre menudo de cara rojiza y aspecto morisco, con las arrugas colgadas. Manzanita I se llama en realidad José Manuel Cullel y es el presidente del comité de los exreyes del Carnaval de Veracruz, que más que un comité es un pequeño grupo de cincuentones que sólo cobra importancia cuando se acerca el Carnaval de Veracruz, entre febrero y marzo.
Manzanita está afuera de un velorio. Es enero de 2014 y le acabo de preguntar si es cierto lo que se rumora en las calles: que a Tavo Rumbas, el Rey del Carnaval de 2008, lo cortaron en pedazos después de asesinarlo; que lo dejaron en la puerta de la casa de su mamá como un paquete postal, dentro de una caja de zapatos.
Tavo Rumbas fue coronado Rey del Carnaval cuando Fidel Herrera Beltrán todavía era gobernador. El Rey es una tradición singular: serlo durante un año significa que se encarna la alegría, la amabilidad que supuestamente caracteriza al Puerto y nos distingue en todo el país. Se dice, por eso mismo, que quien se convierte en Rey sólo muere de viejo o por alguna enfermedad.
El Carnaval de Veracruz nos hace creer importantes. Los turistas vienen a contemplar el jolgorio y las clases se suspenden mientras las ofertas de cerveza se apoderan de las calles y los políticos no paran de hablar sobre “la derrama económica”. Lo cierto es que la ciudad se llena de riñas y vómito; los turistas no saben que las playas en las que nadan son el desagüe de nuestros desechos.
La muerte de Tavo Rumbas no apareció en ningún periódico, pese a que era uno de los timbaleros más reconocidos de un puerto que se asume salsero. Había tocado con Celia Cruz, ganado un concurso nacional de timbaleros en la Ciudad de México y conseguido un buen puesto en las oficinas de Tránsito Municipal.
A Manzanita se le cuelga de la boca una sonrisa nerviosa. Los mosaicos verdes y mal iluminados de la funeraria Huerta enmarcan su rostro compungido. No esperaba esa pregunta, sobre todo porque esta noche le pertenece a Daniel Rergis, El Catrín, otro Rey del Carnaval, quien murió fulminado por un paro cardiaco hace unas horas y a quien velan en un ataúd sencillo. Nadie más ha escuchado mi pregunta. La gente remoja el pan dulce en sus tazas de café mientras recuerda anécdotas de El Catrín, famoso por haber interpretado a Carmelo, el amor platónico de María Rojo en la película Danzón.
Antes de que me muestre la espalda sin despedirse, le pregunto a Manzanita por qué no puede decirme nada.
—Porque no puedo —responde seco—. No quiero que mañana salga en el periódico que yo te dije eso y me vayas a meter en un problema.
José Manuel Cullel regresa con sus compañeros, los demás exreyes que han llegado a despedirse de El Catrín —Papaíto, Bembé, Jiribilla, Jorge Negrote, Montenegro—, y me evita durante toda la noche.
Jamás volverá a dirigirme la palabra.
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Todos los que lo conocieron lo saben; no lo dicen claramente pero a veces lo cuentan en voz baja, como si ese nombre —Tavo Rumbas— fuera un vocablo prohibido capaz de hacerlos merecer la horca. Aunque su muerte no es lo único en esta ciudad que se cuenta entre murmullos: con cada hecho violento ocurre lo mismo. Ésta es la tierra del susurro, del eufemismo, donde las cosas pierden su nombre. A los Zetas, por ejemplo, no se les dice así, Zetas; se les menciona como Aquellos, Los de la Letra. Y aquí no existe el cártel de Jalisco, sino Los Malandros. Es como si los nombres fueran una conjura, una invocación que tiene que evitarse a toda costa.
Hace tiempo que a las muertes tampoco se las llama ya con ese término. Los asesinatos aquí son ejecuciones. Y cuando alguien muere, decimos que “ya fue”. Si alguien pregunta a cualquiera: oye, loco, ¿qué pasó con Tavo Rumbas?, le responderán que nada, que ya fue, que ya mamó.
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La mamá de Tavo Rumbas, Consuelo Almazán, cuenta siempre la historia de sus cacerolas arruinadas. Cuando era niño, Tavo solía improvisar sobre ellas, usando unas cucharas de peltre como baquetas; una y otra vez las golpeaba con ritmo y sabor, hasta dejarlas inservibles. Desde entonces pintaba para timbalero. Gustavo Delgado Luna —su verdadero nombre— nació el 19 de enero de 1971 en una familia anclada, como muchas en el Puerto, a la cadencia salsera. Se inspiró en su tío El Mango, que tocaba con la Sonora Veracruz.
Su primer empleo fue con el grupo La Clave, a los catorce años; meses después sería reclutado por los Sembradores del Son, una de las orquestas más solicitadas en el Puerto, donde Tavo tocaría hasta cumplir veintidós.
La educación sentimental de Tavo Rumbas fue forjada en una ciudad que era ya la capital mexicana de la salsa. La vida en el Puerto era una extensión de la música, del baile, por lo que esa fiebre por la rumba despertó en Tavo una ambición. Entonces, además de timbalero, figuraba ya como segundo coro. Pero quería más: quería cantar y hacerlo bien. Por eso y por muchas otras cosas, cuentan que dejó a los Sembradores del Son; por eso también cambió de mujer y se fue a Xalapa a probar suerte con el grupo Combo Ninguno.
Pero el Puerto no lo dejaría ir tan fácil. Tavo Rumbas estaría de vuelta a los pocos meses, listo para forjar su nombre, su leyenda y su desgracia.
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La violencia nunca fue tan salvaje como en esos meses de 2011, el mismo año en que Tavo Rumbas fue asesinado. En 2010 se contaron treinta y cuatro asesinados; ese año fueron ciento setenta y seis.
Hubo rumores memorables. Un día de agosto, por ejemplo, todos estábamos seguros de que los Zetas habían esparcido niños muertos sobre la arena de Playa Norte. Niños desollados en la playa, sí, como una suerte de ofrenda salvaje ante una ciudad que, de pronto, exigía ritos mórbidos.
Estas leyendas, sin embargo, se fundaban en un horror real. El año en que Tavo Rumbas murió, pero el 20 de septiembre, pasadas las cinco de la tarde, treinta y cinco cadáveres fueron arrojados sobre una concurrida avenida de Boca del Río, como si fueran bolsas de basura, a unos metros del lugar donde se llevaría a cabo el Encuentro Nacional de Presidentes de Tribunales de Justicia y Procuradores Generales de Justicia.
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Fue la ilusión de cantar lo que trajo a Tavo de regreso al Puerto. Con sus hermanos Irene y Ricardo, dos amigos y su hija pequeña formó un nuevo grupo: Candela. Cada 31 de diciembre, el grupo tomaba una camioneta de batea y navegaba por toda la ciudad. Tocaban donde podían, toda la mañana y tarde, para recolectar dinero con la tradición de “El Viejo”, la cual consiste en que una persona se disfraza de viejito encorvado y baila bajo el influjo de ritmos latinos mientras recolecta dinero.
En 1998, Tavo había ganado el título de “mejor timbalero a nivel nacional”. Solía presumir al respecto: “esos chilangos me pelaron la verga”, decía. Por eso cuando se enteró del concurso Cantar es Superior, que reuniría decenas de cantantes del sureste mexicano, Tavo Rumbas quiso demostrar que su gaznate también era de oro y se inscribió.
Ni siquiera llegó a las finales.
Las decepciones comenzaban. Porque tocar en un grupo no era lo mismo que dirigirlo. A los problemas financieros pronto se sumaron su alcoholismo y su adicción a la coca. Y el mal de amores.
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Debido al mal de amores compuso una canción. La escribió en una servilleta, la tituló “Mírame, cariño”. En un inicio, la dedicó a la madre de su hija Esbeydi. Tavo, eso cualquiera lo sabe, tenía facilidad para el romance; pero su exesposa era la única mujer a la que buscaba siempre, hasta que ella decidió abandonarlo definitivamente.
Tavo Rumbas era ya parte de una de las orquestas de salsa más famosas en el Puerto: La Selecta, de Fallo Argumedo, con quien tocaría hasta poco antes de su muerte.
—Yo no lo quería contratar porque tomaba mucho —recuerda Argumedo, quien lo ayudó a grabar la canción en un disco de aniversario de la orquesta—. No fue hasta que vi que había dejado la bebida que lo acepté. Y es que todo mundo le invitaba; al principio, él aceptaba las copas por cortesía pero no las bebía. Tomaba el vaso, agradecía y lo dejaba en algún lugar del escenario. Se dedicaba a tocar nomás. Y es que era tan amiguero que a él las pedas no le costaban. Comenzó a tocar con nosotros y, durante buen tiempo, no bebió. Pero recayó a los pocos meses.
Su hija de quince años, Esbeydi, se suicidó; según dicen algunos familiares lejanos, por el amor de una bailarina.
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El día que Tavo Rumbas murió, el 9 de abril de 2011, Javier Duarte declaró que Veracruz era una tierra segura para sus habitantes y los vacacionistas. A pesar de ser un hombre de la vida pública, y haberle dado notas a la prensa durante su reinado del Carnaval, ningún periódico publicó algo sobre su desaparición. Todavía hoy, años después, cuando se habla de él es siempre cuidándose la espalda. Su muerte es aún una asignatura pendiente.
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Entre sus muchas derrotas, Tavo perdió también la batalla contra el alcohol y la coca. Tantas veces entró y salió de centros de rehabilitación que la cuenta se pierde en la memoria de sus amigos cercanos. “Allá me tienen siempre trabajando, siempre me tienen ocupado, y no me gusta vivir así”, se quejaba cada vez que prometía jamás volver al anexo.
Ya era, entonces, uno de los músicos más célebres del Puerto y sus contrincantes en la batalla por el trono del Carnaval —La Beba, El Nene y Mi Sangre— perdieron por una diferencia contundente de, por lo menos, mil votos. Cuando fue coronado, celebró con los brazos extendidos como un atleta que llega triunfal a la meta. Por una semana, Tavo Rumbas fue el hombre más feliz de la Tierra.
Un año después, y gracias a su creciente fama, el músico fue nombrado Jefe de Patrullas de Tránsito Municipal. El jarocho alegre, el timbalista carismático y bullanguero, se convirtió en “un hombre importante”. A partir de ese día, bastaba una llamada al buen Tavo Rumbas para que tu auto no cayera en el corralón; si un oficial te sorprendía ignorando el semáforo en rojo, mentar su nombre era suficiente para no recibir una infracción: la corrupción, antes privilegiada para los hombres de abolengo, se había democratizado.
Nadie lo decía, pero no era un secreto que la oficina de tránsito guardaba la caja chica de los Zetas —Aquellos—. Si uno intenta rastrear la relación de multas de esos años, la oficina argumenta que “los archivos correspondientes de enero-junio de 2011 tuvieron que incinerarse debido a las inundaciones de 2014”. Sin embargo, al edificio de Tránsito Municipal jamás le llegó ninguna inundación.
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Si no fuera por una solicitud de información al Comité de Carnaval, en la que se reconoce su muerte —por un paro cardiaco—, Tavo Rumbas aún estaría vivo para las instituciones. Y aunque para sus familiares y gente cercana su muerte es un hecho —ocurrió un 9 de abril de 2011, coinciden todos—, las versiones sangrientas sobre su asesinato parecen desmesuradas. Sus más allegados aseguran que, simplemente, a Tavo “nunca lo regresaron” y que una llamada anónima al celular bastó para enterarse. Y cuando eso sucedió, su familia nunca quiso denunciar “por temor a represalias”. Uno de sus hermanos prefirió exiliarse en Nueva York. A su hermana la han buscado periodistas, pero los evita. En la prensa, incluso en el internet, todavía está silenciada su muerte. Han pasado ya cinco carnavales desde entonces, y funcionarios, amigos y conocidos de Tavo Rumbas prefieren sólo murmurar o callar.
Para ser Veracruz una tierra en la que se escucha salsa desde la mañana hasta la noche, se ha callado la desaparición de quien fue uno de sus más grandes salseros locales. Nadie quiere que le corten la lengua por andar diciendo que a Tavo Rumbas los Zetas lo hicieron cachitos.
Juan E. Flores Mateos. Es reportero en el Puerto de Veracruz. Egresado de la licenciatura en Comunicación de la Universidad Veracruzana. Obtuvo la Beca Prende (Prensa y Democracia) en Periodismo Judicial que otorga la Universidad Iberoamericana en la Primavera de 2015. Sus crónicas sobre violencia y derechos humanos han aparecido en medios locales y nacionales.