Del Árbol Genealógico / No. 203
Ningún escritor sabe a ciencia cierta cómo se mezclan las lecturas y las vivencias en el laboratorio de la imaginación. Por lo tanto, me limitaré a hablar por separado del óvulo y el espermatozoide que intervinieron en la gestación de Amores de segunda mano, mi primer libro de cuentos. En la adolescencia y en la juventud temprana escribí cuentos fantásticos inspirados en mis autores de cabecera (Poe, Lovecraft, Wells, Buzzati), pero en ese tiempo mi técnica narrativa era muy deficiente y no había encontrado un estilo propio. Una imaginación en estado bruto, por más fecunda que sea, sólo produce abortos o nebulosas porque el lenguaje no es un mero adorno del pensamiento: es su materia prima. Y en el cuento, como en la poesía, la tarea de condensar el significado exige un alto grado de precisión verbal. Cuando todavía estudiaba Letras Hispánicas escribí mis dos primeras novelas, en las que di un viraje al realismo, y con el oficio adquirido en esas lides reincidí en el cuento, divorciado ya del mundo académico. Simultáneamente comencé a publicar ensayos breves en un suplemento cultural mexicano, Sábado, dirigido por un agitador de la república literaria que daba libertad ilimitada a los jóvenes escritores. La presión de escribir para un público pequeño pero exigente me obligó a tensar al máximo la autocrítica y, por un efecto de carambola, di un estirón en el difícil arte de narrar.
Como la mayoría de los jóvenes rebeldes, en mis mocedades quería dinamitar un orden social podrido y creía ingenuamente que mi formación marxista me daba una sólida base para entender las relaciones humanas. Más tarde comprendí que la literatura es un medio de conocimiento y, por lo tanto, los escritores más clarividentes no son quienes creen saber cómo funciona el mundo, sino los que escriben para averiguarlo. En Amores de segunda mano, el contexto social de los personajes ya no pesa tanto como en mi novela Uno soñaba que era rey, una radiografía esperpéntica del México de los años ochenta, muy influida por el género de la crónica urbana que por entonces tenía muchos adeptos entre la juventud politizada. No había menguado mi rabia por el conjunto desesperante de rémoras seculares que padecemos (injusticia social, corrupción, impunidad, racismo), pero ya no creía necesario colocar esa opresiva circunstancia en el primer plano de mis ficciones. El hecho de tener una tribuna periodística donde podía opinar de política tal vez me alejó de la narrativa “comprometida”. Deslumbrado por las obras de Villiers de L’Isle-Adam, Oscar Wilde, Charles Baudelaire, Joaquim Maria Machado de Assis, Franz Kafka, Virgilio Piñera, Raymond Carver y Rubem Fonseca, por mencionar a algunos clásicos del cuento cruel, desarrollé una sensibilidad más o menos perversa que desde entonces ha sido la brújula de mis búsquedas literarias.
Escribí Amores de segunda mano entre los veintisiete y los treinta y tres años, cuando era un joven angustiado, con una fuerte propensión al autoflagelo, pero disfrutaba intensamente mi libertad y empezaba a descubrir las virtudes analgésicas del humor negro. Conocía en carne propia las arenas movedizas de la indefinición sexual y observaba de cerca la interdependencia neurótica en las relaciones de pareja, las máscaras altruistas del egoísmo, la avidez patológica de compañía engendrada por el miedo a la soledad, el esnobismo de las élites económicas y su proclividad a confundir los signos de estatus con los sellos de prestigio cultural. La intención satírica es un arma de doble filo, porque a veces degenera en el regaño moralizante al estilo de Juvenal. Yo me inclino más bien por la sátira cínica de Petronio, que no se creía moralmente superior a sus personajes y hasta cierto punto comulgaba con sus perversiones. A mi juicio, los baños de pureza no sólo falsean la personalidad de los escritores: también empobrecen la literatura, y tal vez por eso en el último cuento del libro, “La gloria de la repetición”, me traté con la misma crueldad que le había dispensado a mis criaturas imaginarias.
Creo, sin embargo, que ni este libro ni mis posteriores colecciones de cuentos son puramente satíricos, pues la sátira tiende a caricaturizar y yo me siento más cercano al espíritu de la comedia, pues si bien escudriño las pasiones ridículas con un regocijo maligno, las vivo tan intensamente que me conmuevo con ellas. La comedia es una sátira sentimental, y si se vale trasladar a la narrativa los conceptos del drama, creo que en este libro debuté como comediógrafo.
Enrique Serna (Ciudad de México, 1959). Es narrador y ensayista. Autor de las colecciones de cuento Amores de segunda mano (Cal y Arena, 1991), El orgasmógrafo (Plaza & Janés, 2001) y La ternura caníbal (Páginas de Espuma, 2013); de las novelas Señorita México (Planeta, 1987), Uno soñaba que era rey (Planeta, 1989), El miedo a los animales (Joaquín Mortiz, 1995), El seductor de la patria (Joaquín Mortiz, 1999; Premio Mazatlán de Literatura), Ángeles del abismo (Joaquín Mortiz, 2004; Premio de Narrativa Colima), Fruta verde (Planeta, 2006), La sangre erguida (Seix Barral, 2010; Premio Antonin Artaud) y La doble vida de Jesús (Alfaguara, 2014); y de los libros de ensayo Las caricaturas me hacen llorar (Joaquín Mortiz, 1996), Giros negros (Cal y Arena, 2008) y Genealogía de la soberbia intelectual (Random House, 2013). Antes de dedicarse de lleno a las letras fue publicista de cine, argumentista de telenovelas y biógrafo de ídolos populares. Algunas de sus obras se han traducido al alemán, al francés, al italiano y al portugués.