Los rastros del amor en la ciudad
Estación Violeta
I.
siendo honestos,
sin necesidad de pájaros,
yo sobrevivo esta ciudad
(como el amor
cayendo)
en sus jacarandas
II.
qué no me ves aquí
con la mirada quebrada cayendo?
como lilas sobre un campo nevado
detrás de una vieja verja de madera
y abajo adentro
en la tierra algo quemándose en secreto
no?
ni al caballo relinchando lo oyes?
qué no escuchas mi risa turbulenta
derribarse sobre lo que pronto ha de vencerse
(las nubes
la nieve púrpura
las palabras bonitas)
a jicarazos?
porque abro los ojos y descubro
(estás enfrente)
qué tibia es la derrota y la caída
(qué no me ves a mí cayendo?)
qué suave el sortilegio del azúcar
(o al día abriéndose como una mano?)
qué cosa más terrible ver crecer
(aprisa)
frente a mí
plantada por tus pasos
una florecita en la banqueta
III.
ámame como la jacaranda
de pronto, de lavanda
deslava el invierno, lava morada,
ávida y fugaz acacia
con furia púrpura, pródiga, instantánea
ámame como la jacaranda
y cuando la temporada acabe,
el follaje caduco de tu cuerpo lo llevará el barrendero al mausoleo de las alcantarillas
pero no importa la muerte intempestiva
¿acaso no todo placer se derrumba?
ahí, con quieta impaciencia, en lo oscuro
esperarás un tiempo nuevo en la avenida
y vendrá el tiempo nuevo con tu motín de flores
y abrirás con tus puños de seda este cuerpo
esta ciudad de nuevo
estación violeta
La tromba
Recuerdo la calle. El cielo escondía un grito
y los faroles nos miraban preguntando.
Recuerdo cómo desfilaban los hoteles
y la calle se volvía de arena
porque buscábamos asilo,
—nuestros pasos dando tumbos—
los dos oscuros bajo la noche sola.
Entre las sombras desfilaban los hoteles:
nos habíamos cansado de hacer guarida con manos y ramas
como dos pájaros inquietos
y no había quién recibiera nuestros restos.
De pronto me sumí en una oscuridad sin nombre
y desapareció tu rostro
y sólo se escuchaba las risas de los borrachos.
Abrí los ojos. Recuerdo.
Apareciste al otro lado de la calle
pero la calle era un precipicio.
Todo se arrojaba hacia su boca:
la música, las envolturas, los vagabundos.
Caminábamos cada quien en el filo de un cuchillo
hiriéndonos
con la mirada puesta al otro lado de la calle
porque el beso había sido frágil,
delgado, luminoso,
como si fuera un huérfano,
como si fuera la tundra,
como si fuera vela encendida
en medio de la tormenta,
y habíamos, por alguna razón que no recuerdo,
habíamos de salvarlo.
Nos arrojamos.
Para entonces ya llovía
y volvió la oscuridad sin nombre.
Recuerdo un golpe.
Recuerdo también los candados,
la lluvia.
Cuando abrí los ojos sólo estabas tú que te agotabas
en una eme que dolía,
sobre las tablas, agonizando,
y nuestras manos agarradas eran una rosa
de flamas en medio del océano.
(De pronto estábamos a metros de las costas de Cuba,
huyendo,
rezando a Santa Bárbara).
De pronto habíamos vuelto
a la ciudad que se desmoronaba
con un coro de sábanas
y lo único real era tu cuerpo
desgajándose.
El mundo se cerró dentro de un trueno.
Regresé de la oscuridad sin nombre:
tus pestañas dormían furiosamente
y pensé: “sobrevivimos la catástrofe”.
Recuerdo la calle,
el día siguiente
y la violencia de la mañana en su blancura
(porque lo blanco siempre encierra algo de violencia:
el relámpago,
los dientes,
la sal,
el semen).
Salí corriendo por la calle que seguía siendo calle
porque pensé que tendría tiempo de escribirlo,
que había que salvarlo,
que la rosa había florecido,
que alguien nos esperaba en alguna parte
escondido entre las sábanas.
Tú ya no estabas.
Recuerdo los charcos en la calle
y en mi boca el sabor,
los náufragos.
Réquiem por el Parque Hundido
adoro todo lo que no es mío
tú por ejemplo
Blanca Varela
hay una banca en un parque
hundido en sus ausencias
entre sílices montañas y peseros
allí me siento a caminar entre los árboles
hay longitud matinal
la luz es como miel de liquidámbar
bañada por partículas de polvo
como pequeños días que se desploman
como una piel radiante que se descama
todo es femenino y hojas secas
una atmósfera de música lumínica
y observo a través de la luz
por la ranura de esa mañana
entre esas motas ingrávidas meneándose
una habitación sin fondo con un niño
—como los niños que también hay en el parque—
los columpios solitarios que aún se mueven
y el otoño repetido sobre las piedras
alguna vez entre esas paredes ¿lo recuerdas?
introdujiste una caracola entre mis labios
susurrando si silbaban las sirenas
y la habitación se volvió ráfaga
mis nervios, alga marina
la ciudad entera se levantaba húmeda y satisfecha
pero amaneciste un día con tu rostro de verano enfermo
y el cáncer ya bailaba en las cornisas
afuera
el mundo se desmoronaba como la luz en este día
y los dos dábamos vueltas con las manos sobre el eje de la ruleta
en medio de la vorágine y el tornado
de objetos sin raíces que volaban azotándose
lo único fijo eran tus ojos de tabaco
ahora la esfera que gira se ha parado
persiste sólo el vértigo
tampoco es parque el parque, me dicen:
se abrió el boquete en la tierra para dar hogar al barrio
y la Madre fue ladrillera
descarnó su pecho
y donó de adobe al caserío
ahora tampoco hay rastros de las casas devoradas por la sarna citadina
reposaba el hoyo cubriéndose de hiedra
abierto al cielo redondo de Anáhuac
cuando le dijeron al ingeniero:
“No, señor, este hoyo no es bueno ni para sementera. Han plantado un par de árboles
[los vecinos; le llaman el bosque de la Noche Buena. Habrían de hacerlo parque”
y se hizo parque la herida abierta
el despojo se vistió de verde
los hombres olvidaron el saqueo
yo no
esta primavera es un último intento de olvido
porque yo podría fumar aún ese tabaco
y exhalarte por mis poros nicotinos
como se escapan los balidos de la piel del día en que hoy me asomo
a aquella habitación llena de humo
a tus axilas de siesta
a los miembros entumecidos
el niño se ha quedado allí encerrado no hay manera de sacarlo
nadie responde el zaguán calla
pero hace años que tumbaron esa calle
sólo el parque resiste al tiempo
¿para qué entonces tantas palas?
¿dónde la casa que construimos
al borde de la ladrillera?
mi pecho sigue abierto prodigando nochebuenas y polillas
¿quién barrerá la hojarasca
si tus barbas sacuden
otros cuerpos?
regreso a mi banca
todo es femenino y hojas secas
y risas muertas en el suelo
y niños ahogados en una esfera
y oyameles violentos en silencio
y los días colapsando entre el follaje
regreso porque soy un vagabundo
que habita un parque hundido en sus ausencias
acorralado entre peseros montañas y sílices
porque sólo sé regresar
porque cuando me canse
de volver
a tu rostro de musgo por las noches
¿a dónde llegaré si tu recuerdo
no descalabra la madrugada con su filo?
ha partido la mañana
y regresa tu nombre crepuscular
tres sílabas nocturnas
que anidan sobre las hojas del liquidámbar
el parque sólo resiste al tiempo
¿cuál parque?
¿alguna vez hubo parque?
lento el viento se derrama
en su escándalo de árboles
un pájaro de ruido atraviesa el vacío
y me siento a caminar por los escombros
Daniel Salazar Ramos (Ciudad de México, 1993). Pasante de la licenciatura en Lengua y Literaturas Hispánicas de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, así como miembro honorario del Seminario de Lenguas Otomangues de la misma institución. Ha participado tanto en proyectos comunitarios de lectura en voz alta como en talleres culturales y de desarrollo sustentable, al igual que en diversos foros académicos y poéticos. Incursiona en la poesía y el ensayo.