Ensayo / No. 204
Gansito Marinela
Facultad de Economía (SUAYED)-UNAM
No se ofrecen pastelillos a los héroes.
Peter Sloterdijk
El gansito marinela es nuestra forma más dulce del fracaso: fracaso del seguimiento de la dieta, fracaso de la emancipación obrera, fracaso de nuestras ambiciones de virtud. Cuando anhelamos un gansito pensamos en la aceleración: tanta azúcar debe sobreexcitar al metabolismo. Cuando anhelamos un gansito pensamos en el quam de nuestro placer, en las miles y miles de vidas enajenadas que trabajan segando el trigo y limpiando aceite en líneas de producción para abastecer nuestra gula. Peor aún, cuando anhelamos un gansito encarnamos en Marco Aurelio o Musonio Rufo: en verdad es asombroso cómo moderamos nuestros deseos y nos contentamos con tan poco.
Algunas ideas acerca de la cosa:
- Mantengo suficientes cajas de gansitos siempre en casa: me da pereza cocinar y la cosa me alimenta, o me da la ficción de ello.
- Comiendo gansitos en mi recámara nada ocurre. No hay movimiento, nada hace daño, todo permanece simplemente. Pasan minutos, horas, a veces días enteros en un tiempo petrificado.
- Según un estudio publicado en la revista Food and Chemical Toxicology, ratas de laboratorio alimentadas toda su vida exclusivamente con gansitos sufrieron todo tipo de tumores (especialmente de vejiga, médula espinal y páncreas) y daños múltiples en la mayoría de sus órganos. Ingerían lo que en un ser humano correspondería a cientos de gansitos por día. ¡Cientos!
- Los gansitos saben aún mejor cuando los como recién salidos de la fábrica. Detesto la larga excursión hasta los hornos de Marinela, pero es un peregrinaje que bien vale su esfuerzo.
- Despierto agitado y sudando. La calma regresa tan pronto veo que los gansitos están sobre el televisor.
- La vida no es nunca lo suficientemente dulce.
Quiero hablar de la emoción que me une con la dulce Pierrette, hermana de Brillat-Savarin, quien a los noventa y nueve años once meses cumplidos comiendo en su cama sintió que le llegó la hora. La zozobra no impidió que con gran tino se pusiera a gritar a los cuatro vientos su última voluntad: “¡Pronto, pronto, tráiganme mis pastelillos que me muero!”
Quiero hablar de las extrañas revelaciones de empatía que hacen que no me sienta como una mota de polvo flotando en el vacío del universo. Entro al Oxxo, veo a un extraño comer un gansito y pienso: tenemos lo más importante en común, nuestras lenguas se arremolinan sin saberlo, compartimos el mismo filo hambriento.
Todos estos retortijones persistentes se explican por el estrepitoso colapso de mi carrera musical. Tres veces fracasé en mi intento por ingresar como organista residente al Pontificio Instituto de Música Sacra en la Santa Sede. Aunque los miembros del jurado apreciaron de manera unánime mi “fraseo refinado, sutileza interpretativa y prodigiosa articulación de los pedales”, nunca comprendieron cómo en mis manos obras como la Fuga en Sol menor BWV 578 o el Preludio Coral BWV 721 no externaban “la grandiosa sensación de una ascensión en espiral hacia el cielo, sino un rastro de desamparo sobre las cosas, una sombra que pareciera querer repartir su llanto por todos los costados del mundo”. “En su música”, dijeron, “hay un pathos que le envuelve como un manto, una marea que no cesa de azotarlo contra los farallones”. “Reconocemos sus capacidades técnicas, pero no podemos recibir en esta casa a un espíritu malherido de fantasmas”, fueron sus palabras en la denegación definitiva.
Indefenso, vaciado de mi único futuro, fue el azar quien me puso frente a un sugerente aparador de Marinela, y fueron mi alma ingrávida junto con mi lengua ansiosa de dulzura las que hicieron el resto. Confieso que nunca he sido como esa clase de personas a quienes sólo las impulsan las grandes ambiciones y jamás claudican en la persecución de sus objetivos. No son una mirada más entre la multitud y no cualquier melodía les engolosina. Aun frente a las circunstancias más espinosas nada penetra sus corazas, y los vulgares dardos que azoran sin tregua al hombre común jamás les seducen con sus cantos de sirenas. En un alma de esta estirpe el vacío del que fui yo preso habría azuzado su fuego, renovado sus bríos, animado a perseverar con más ahínco. Pero no: soy un animal ávido de seguridades y paliativos inmediatos, aun si se trata de simples accidentes de nuestra arcilla. Necesito olvidar el desasosiego, engañar la ansiedad, hacer más llevadero el amargo transcurrir de las horas. Nada de suicidios o desesperación interminable: me limito a comer este tipo de bizcochos.
Confieso que ignoraba la dulzura del gansito hasta aquel entonces, su pegajosa jalea y quebradizas migajas que hacen su morada en las fisuras entre nuestros dientes. No hace falta un espíritu aguzado para dejarse llevar por la transparencia de la cosa, su ridícula cosquilla sin secretos. Trato sin delicadeza a mis gansitos, los manoseo, me sirvo de ellos, los lamo y mordisqueo a mi antojo, crujen al ser aplastados entre mis muelas. Creo que me he hecho de cada gansito precisamente para esto: para no esperar nada. Para no ser interpelado. Para hollar en la tierra sin la nostalgia del cielo.
Puede que mi historia suene un tanto almidonada, pero en su germen se trata de un paisaje familiar a todos nosotros, un paisaje que nos encanta ridiculizar: sueños febriles que terminan encallando en cualquier baratija. Seamos francos: muchos intentamos cosechar los frutos del cielo, y casi todos hemos fracasado en el intento. Culpables de querernos realizar más allá de nuestras capacidades, reacios a llamar al fracaso por su nombre, e inaptos a unirnos a la legión inagotable del hombre común, fraguamos un sinfín de quimeras para edulcorar lo ínfimo de nuestro talento, lo pusilánime de nuestro arrojo y lo azucarado de nuestros versos. Suplantamos la complejidad conceptual por ficciones de emotiva simplicidad, y nos consuela recrearnos en el espejo de nuestras fantasías. La vida humana, como lo escribe con acierto Søren Kierkegaard, no suele ser más que “garantías de nobleza a falta de nobleza, minuciosidad en los sentimientos a falta de sentimientos”. Un ser prostético, un garrapateado con falsas esperanzas, una gracejada para salir al paso.
Transcribo abajo la leyenda que aparece en la parte trasera de las envolturas del gansito:
Información Nutrimental. Tamaño de porción: 1 pieza 50,00 g. Porciones por paquete 1, Cont. Energético 201 Cal, Equivale a 844 kJ, Grasas (Lípidos) 8,2 g, Grasa Saturada 5,6 g, Grasa Trans 0,0 g, Grasa Monoinsaturada 1,9 g, Grasa Poliinsat… etcétera.
Dejémonos de entremeses: ninguna guerra es tan empedernida, tan amarga y borbollante como la que realizan día a día los paladines del buen comer en contra del gansito y todo lo que huela a comida chatarra. Esfera nutritiva, culinaria y ontológicamente inferior, se evoca sin tregua a la comida chatarra para marcar distancias, vapulearla, deplorar lo viciado de su grano. Desde que existe como modus vivendi, como auténtica disciplina existencial, el buen comer recluta a sus adeptos escribiendo de manera contagiosa sobre la hecatombe que cae sobre nuestro ser al ingerir comida chatarra. No es sólo un discurso con ambiciones científicas sobre los daños de la chatarra, sino que ante todo es una arenga que quiere mover a otros a evitar la ingesta de la cosa. Su tono es fastidiosamente predecible e insípido, brindándonos una copiosa lista de ingredientes que debemos desterrar cuanto antes de la faz de la Tierra: emulsificantes, estabilizantes, colorantes, espesadores, blanqueadores, edulcorantes, maduradores, separadores, humectantes, gelificantes, conservadores, texturizadores, clarificantes y acidulantes.
Bien lo dijo el maestro Alfonso Reyes en uno de los ensayos que conforman Memorias de cocina y bodega: “la dietética es manía general: todos dan avisos y recetas, recomiendan fórmulas, ejercicios respiratorios y, sobre todo, abstinencia y ascetismo”. Sus arengas me parecen una descorazonada doctrina enclaustrada en la aritmética de la consecuencia corporal. Miden un alimento como si su ingesta se tratase de un simple cálculo contable, donde la única dimensión que importa son los dividendos nutricionales que resulten de ello para nuestro cuerpo. Huelga decirlo: nuestras prácticas alimentarias conforman una armonía infinitamente más compleja que una simple sumatoria de proteínas, carbohidratos y lípidos. Comer es la expresión de un deseo bien o mal calibrado, el lisonjeo del gusto, agotar las urgencias de nuestra lengua en un cuerpo extraño. Indudablemente hay una pasión, un fuego, un magma emotivo que suscita el probar un alimento. Deseamos que, ante la sola presencia de un plato, instintivamente la guardia se venga abajo, las pupilas se dilaten, la lengua se humedezca. Si “comida chatarra” es la locución que los paladines del buen comer utilizan para condenar la hecatombe nutricional cuyo arquetipo es este bizcocho híbrido de azúcares, colesterol y grasas monoinsaturadas, mi respuesta es tajante: vita brevis est, prefiero satisfacer mi paladar que evadir una arteriosclerosis.
Trato de recordar cuándo y cómo comprendí por primera vez que la dulzura a piacere era algo de lo cual debemos huir, o por lo menos ser desconfiados y estar vigilantes. Creo que mis dubitaciones frente al gansito no son exclusivamente fruto de mis más hondos fantasmas, sino que están enraizadas en una fobia colectiva que proviene de nuestros mitos más antiguos. Ya en el libro del Apocalipsis (10, 10) se le anuncia al apóstol Juan: “Será tan dulce en tu boca como la miel”. Y categóricamente se le advierte: “Terminará por derruirte las entrañas.”
Quienes son defensores de la cocina como una sapiencia gustativa, como una arquitectónica sensorial muy cercana o incluso al nivel de la praxis artística, tachan al gansito de vacuidad imaginativa. A su juicio, ninguna comida chatarra jamás merecerá un lugar entre las preocupaciones gastronómicas reales. El trabajo de la gastronomía no consiste en aliviar las punzadas del hambre ni en crear panecillos a raudales, sino en reconstituir las fibras del mundo en algo que no sea solamente delicioso al paladar, sino también conceptualmente loable. La sugestión de un significado más allá de la inmediatez material o la idealización de lo sensible en la forma están flagrantemente ausentes de los hornos de Marinela.
Si bien esta condena me parece menos monolítica, también encuentro anquilosada la forma como definen la capacidad de un plato de espolear la imaginación. Arguyen que el arte de la mesa está llamado a desaparecer, que el gansito, los chocorroles y otras bagatelas no son producto alguno de un andamiaje conceptual. Más bien creo que nuestras formas de comer y nuestro apetito evolucionan, y cada época trae consigo nuevas exigencias. Sobre este globo inmisericorde a veces hay que valerse de lo que tenemos a la mano. Así como el escultor actual desdeña el pompo del mármol, construyendo su obra con cables de púas y tornillos, así el comilón contemporáneo ha preferido la fastuosidad del vol-auvent y el patum peperium, decantándose por la lecitina y la leche reconstituida. Cada hombre sólo hace lo que puede con su tiempo.
Creo que el libro sobre dietética que más he saboreado es El vientre de los filósofos, de Michel Onfray. Lo que me engolosina de su lectura son las anécdotas que dan cuenta de notables desequilibrios culinarios. Un par de ejemplos: la repulsión de Sartre hacia los crustáceos, “carne blanca que no está hecha para nosotros, que hemos robado de otro universo”, o la obsesión de Diógenes el Cínico por evitar los alimentos cocidos, pues solamente “la carne cruda, el sabor provocativo de la sangre” permite “rechazar el mundo del artificio”. Al cotejar estas anécdotas con mis propias intimidades, no tengo duda de que lo que elegimos comer es el reflejo más flagrante de nosotros mismos. Frente a la debilidad de nuestros cimientos epistemológicos, lo contradictorio de nuestras relaciones amorosas y el tránsito pasajero y volátil de nuestra libido, el único rasero creíble de nuestra subjetividad lo constituyen nuestras prácticas alimentarias.
El ideario platónico de una república regida por una aristocracia intelectual se extiende también a la comida chatarra. Entre los legos es recurrente escuchar que el vulgo tiene una alimentación deleznable, y que debería existir un organismo rector (regido, sobra decirlo, por una autoproclamada élite del buen paladar) encargado de prohibir toda alimentación chatarra y dictar los menús de la alimentación popular. En nuestros días crecen exponencialmente este tipo de andamiajes, y al vapor se promulgan leyes que atentan contra la comercialización de alimentos chatarra. El razonamiento moral para pretender prohibir o limitar la ingesta de comida chatarra consiste en que su consumo seduce tramposamente a nuestro paladar, nos vuelve incontrolablemente adictos, obnubila el juicio, y con ello arruina la salud e incluso la dignidad de muchos consumidores. Estas razones, afirman, justifican que el Estado imponga ciertos límites a la autonomía de los ciudadanos precisamente para salvaguardar su propia integridad.
Más allá del desprecio que abiertamente muestran a quienes no nos fue dada la gracia de la intelligentsia para saber elegir lo que ingerimos, creo que lo más alarmante es la tiranía que subrepticiamente impera en este pensamiento. Asumen una posición paternalista respecto a quienes no pertenecen a su club, y nos consideran algo así como monos, incapaces de ser auténticamente libres a causa del humo de la publicidad y los adictivos azúcares que pululan en los gansitos y otros entes que desprecian. ¿No es el control de nuestros propios cuerpos el acto más insigne de la subjetividad? ¿No es lo que ingerimos algo que incumbe a cada uno de nosotros, y a ningún otro? Vulneran nuestra autonomía y el hecho de vivir nuestras vidas del modo que mejor nos parezca: sea en viandas, azúcares o grasas.
Mientras escribo estas líneas estoy acostado en mi cama con la laptop sobre mi estómago, y no he parado de atiborrarme de sucesivos gansitos. He perdido la cuenta, hay migajas por doquier sobre el teclado, y la jalea empantanada ocasiona que el mouse no responda ya a mis impulsos. Nada puedo hacer, cuando surgen tantas palabras, tantas grietas, tantas fisuras en una idea siempre tengo la necesidad de huir para refugiarme en lo más dulce. Me pregunto cómo interpretarán dentro de mil años las reliquias de mi existencia. ¿Qué crónicaretrato de mí mismo constituirá mi cesto de basura repleto de envolturas de gansitos? ¿Pensarán que no hubo en mi corazón anhelo alguno de transformar el mundo? ¿Me condenarán por estar tan falto de orgullo al punto de dejar estas huellas de mí mismo?
Peter Sloterdijk, con gran acierto, dijo que no se ofrecen pastelillos a los héroes. Pero es aún más cierto que muy pocos, poquísimos, son los hombres dignos de ser llamados héroes, y que la mayoría no somos más que recortes en masa, gansitos salidos del horno: triviales, moldeables al antojo, digeribles sin dejar honda huella.