Un Madrid de la mente / No. 206
Langreo, 1982
1
Por la parte de Paxumal, los abedules techan el camino
y nos oscurecen.
Sólo al pasar Riparape vuelve a abrirse
y vemos el valle, otra vez, estrecho y hondo,
entre los huecos que dejan las colinas, encajadas como
nudillos.
Tenemos poco prado y es empruno. Repartos de repartos familiares que disminuyen de
hermano a hermano, de primo en primo, por todo el monte.
Cada árbol tiene su tiempo. Cuando le toca, descarga. O suben los gusanos. O las
nubes de la fábrica coinciden con la lluvia y el fruto cuece en la rama.
Vamos de un árbol a otro, pisando fruta podre, viendo qué nos queda: prunos, piescos,
manzanas de sidra, manzanas de asar, manzanas de compota.
Mi abuelo saca dos sillas de la chabola. Sabes tú que nun soy de muchu charrar, pero
le gusta que nos sentemos fuera, hacia los montes.
De cerca veo otra vez su lunar, el que se mueve. Una esquirla que le saltó en el taller,
cuando hacían hexágonos:
uno tenía por la forma, otro descargaba el pilón.
La esquirla entró en el labio y aún avanza con la sangre, azulada.
(En el monte no se entiende el camino.
Las curvas se pliegan y se estiran, a golpes.)
Una vez me enseñaron el árbol de familia, las fechas, los pueblos de
los que fuimos bajando: Perabeles en el XVIII,
Riparape,
Les Pieces al cruzar el XX
y, monte abajo, raleando entre la maquinaria,
por El Trabanquín,
hasta El Llungueru.
Treinta quilómetros en trescientos años,
como si lleváramos el valle a cuestas.
3
El dinero es el emblema.
Mírales los gestos:
la torsión,
el ángulo
del cuello con el brazo,
la longitud del movimiento —
el dinero los forma,
los precisa,
pone el eje a su espacio,
como el libro en la cabeza de la niña
que aprende a usar tacones
con una institutriz del XIX.
El dinero es el emblema—
el que aprieta sus lumbares cuando giran,
tensos como el momento antes del látigo:
“Este es mi asiento”,
“Cuidado con la bolsa”,
“¿Podrías darte prisa?”
La última vez pagaba con moneda
costera.
Ahora traigo euros,
mezclados con las libras
que me arriendan.
Hay más colores coloniales
—el naranja hipotecario,
el azul celular—
pero resiste
el blanco de los álamos,
despistados
en sus corros.
Quedan las casas de oficiales,
la pintura en musgo
y la cerveza oscura.
A esta hora no hay bailes,
les hablo de folk porque ya
no me despierta el quejido,
pobre y real,
de alguna noche,
a las tres, junto a la reja.
“No es posible la paz
mientras algún estado
pueda adquirir a otro
por herencia,
cambio,
compra
o donación”—
cito regular a Kant,
porque soy vago y terco y hábil de prejuicios.
(Y aun así hay paz mientras nos heredan, nos cambian, nos compran,
nos donan.)
Repito lo que aprendí
y no sirve.
La caída es otro nacimiento.
9
Nuestra alegría es la pena del ganado:
sol
que arrasa el pasto hasta la roca,
lo escribí hace un mes y cada día
parece que redoblan las millas,
que la isla se entrega más al mar,
ahonda
una explosión de tiempo
la aparta e impide
comunicar
el tiempo anterior.
Corto verano, talaron
el arbusto
que no supe nombrar
(tampoco ella, con su costazo leve y su temor más digno, sentada
en las escaleras)
y hay avispas en el bancal,
donde el tronco fundió tras las lluvias de julio.
Arrubiada,
rama de pecas por la nariz,
la jardinera
del peto tejano junta acelgas,
rúcula, hinojo,
tres o cuatro flores de ensalada
y tomates,
ámbar y débiles
como el sol nórdico.
El deseo no tiene lugar,
quiero decir
que ni se cumple
ni pertenece
a un espacio.
Pero la alegría es un cultivo enclenque,
agarra mal en este suelo.