No. 141/ENSAYO |
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Un cigarrillo en Trieste
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Eduardo Uribe |
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM
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Muchas cosas podrían referirse para legitimar la grandeza de esta ciudad: que Stendhal vivió y concibió allí Le rouge et le noir, que fue la última residencia de Maximiliano antes de embarcarse a México; que Joyce pasó su juventud y trazó los primeros capítulos del Ulises en ella… Y podríamos seguir, pero nada igualaría la magia del héroe inútil llamado Zeno Cosini, que dedicó toda su vida a dejar de fumar en un Trieste que, para la época, era uno de los puertos comerciales más importantes de Europa. Fue Italo Svevo un comerciante de origen judío que, desilusionado por la pésima recepción de sus dos primeras novelas, decidió no volver a escribir. Dejó, así, en un olvido parcial Una vida (1893) y Senilidad (1898). Debió llegar a Trieste, en 1905, un muchacho irlandés a darle clases de inglés para convencerlo de volver a escribir. Su nombre era nada menos que James Joyce; el resultado fue La conciencia de Zeno, que luego de muchas dudas llegó a la imprenta en 1923. Mereció la crítica generosa de Eugenio Montale y Valéry Larbaud, entre otros; en los periódicos el autor era llamado “el Proust italiano”, ya que comparte con el francés la genialidad que consiste en hacer de la evocación y el tono personal, casi egoísta, una obra maestra. ¿Dejar de fumar? Parece, sin duda, y expresado así,un argumento más bien flaco para una novela. Pero la maestría de Svevo es tal que a lo largo de ocho capítulos el personaje se sumerge en el autoanálisis y comienza a indagar, a hurgar en su propia vida, con la desesperación y el desencanto de quien tiene la impresión de haber perdido algo, pero sin saber qué ni en dónde. He llamado a Zeno Cosini un “héroe inútil” porque se trata de un personaje sin sentido —un sin- sentido capaz de nombrar un mundo, claro está. No es un emprendedor, pero tampoco un fracasado en el sentido estricto de la palabra. Es apenas un ser mediocre que se deja vivir y se cree todo el tiempo enfermo. Su enfermedad no es otra cosa que un estado del alma, el espíritu o la mente, como quiera llamársele: la acidia, que en el cristianismo medieval tenía su lugar en el altar de los pecados capitales. Pero, ¿qué es la acidia? En el fondo no es gran cosa, y en eso radica su principal problema. “Pocas cosas nos consuelan porque pocas cosas nos afligen”, sentenció Pascal. Esa es, exactamente, la verdadera enfermedad de quien padece la acidia: nada lo consuela porque pocas cosas lo inquietan y lo afligen realmente; conoce el desorden del reposo total, el spleen de Baudelaire, la sensación de fines del siglo XIX, pretende ser sano y decide que la vida carece de acontecimientos —de que no pasa nada—, la tristeza banal y medio profunda que paraliza, pero nada más. Así, la grandeza de Svevo consiste en vislumbrar uno de nuestros más grandes males: la pérdida de la voluntad, no saber qué queremos, despertar y sentir que el sueño que soñamos nos ha hecho perder otros sueños… El filósofo italiano Giorgio Agamben, sin hacer referencia a Svevo, expresa con claridad el problema. Para él, quien padece la acidia moderna no pierde el deseo sino la voluntad para conseguir las cosas; anhela, pero de tal forma que se obstruye a sí mismo el camino para realizar lo que anhela. El deseo está allí, pero le falta la voluntad, y el resultado es ese sinsabor que dejan los sueños imposibles, los fracasos… He aquí la Odisea del siglo XX —y el panorama no parece cambiar para el XXI: salir de lo real mediante los deseos y propósitos, y volver, pero sin aventuras ni grandes logros; mantener apenas la sensación de que hemos pasado toda la vida detenidos entre Escila y Caribdis.
Zeno Cosini es, a su manera, el personaje de la novela que Spinoza no escribió. En su Ética, el paciente pulidor de lentes traza el mapa de aquel que espera, y espera tanto lo esperado que, al no realizarse, vive con pasiones tristes. Esta idea ha persistido en la historia moderna con tal fuerza que podríamos encontrar muchas afinidades. Así lo confirma Goethe cuando dice que el hombre fracasa porque tiene aspiraciones; Pessoa también hizo las suyas cuando escribió que “vivir es no alcanzar”; Svevo lo llevó al extremo al trazar la vida de un personaje que se propone ser un padre ejemplar, alguien que, dentro del reciente descubrimiento de la higiene a fines del siglo XIX, pretende ser sano y decide dejar el cigarro. A ese propósito vano dedicó toda su vida. Una vida que, como el humo de los cientos de cigarrillos que fumó con una mezcla de remordimientos, reproche y ansiedad, se le fue.
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Las ciudades, a través de la literatura, suelen erigirse en mitos modernos. Praga está trastocada por las imposibilidades de Kafka; Lisboa tiene a los andares metafísicos de Pessoa; Dublín tiene el recorrido moroso y detallado de Joyce; París… es casi infinito. Un destino no menos complejo pero más tímido le fue reservado a Trieste: las páginas de Italo Svevo.|
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