Todo relato de un suceso amoroso lleva a la consumación de un desamor. Toda ilusión acarrea desaliento. Se dice que Rosenda (1946) es la mejor novela de José Rubén Romero porque posee uno de los personajes femeninos más genuinos de la literatura mexicana. Esta afirmación es precisa, pero Rosenda es una obra magistral no sólo por la protagonista, sino porque resulta un caso singular en el universo literario de su autor. Fue la última pieza escrita por el michoacano. En ella hay una clara expresión alegórica —señal que caracterizó toda su estética narrativa—, así como un tono pesimista que acabó por revelar la visión final del escritor. El desamor o desilusión son los ejes de esta obra. Ambos dan forma a la dualidad de una decadencia.
Rosenda confronta la poética habitual de quien la concibió. En ella no hay elementos picarescos ni malabares verbales, mucho menos el humor de un Pito Pérez o el ambiente descarnado que aparece en Desbandada (1934). Rosenda, considerada un cuento largo por algunos, es una viñeta de provincia que muestra la decadencia de dos ilusiones: la del amor y la del bienestar. El mundo individual y el ámbito político aparecen como uno solo. El desengaño de una muchacha exiliada por un error adolescente es paralelo al desencanto de un pueblo con la Revolución. La joven pierde la fe en el amor mientras que la patria, que es la otra gran intérprete de esta historia, es dañada en carne y espíritu por un puñado de hombres que hicieron de la rebelión un acto de pillería.
La estética de esta novela se vincula con otras expresiones de su época. Hay un pesimismo que retrata el desengaño causado por la verdadera gesta revolucionaria; es decir, aquella donde se conformaron muchos frentes —todos dispersos— en los que se colaban auténticos pillos o simples oportunistas. Sólo que, en este relato, el acto de incredulidad está encarnado en dos figuras: una mujer y un pueblo. Rosenda y Tacámbaro son los verdaderos personajes de esta ficción. La primera es la recreación de la tierra michoacana; el segundo personifica una colectividad que nunca vio la materialización de sus anhelos de justicia y bienestar.
El argumento es muy sencillo. En medio de la fiebre revolucionaria —la cual todavía no alcanza la totalidad de Michoacán—, Salustio desea pedir la mano de su novia. El arriero recurre al abarrotero de Tacámbaro para que éste vaya a Pino Solo y haga la petición. El mercader cumple el favor, pero el padre de la joven, ofendido por el noviazgo clandestino, la echa de casa. De vuelta al pueblo, el tendero pide a doña Pomposa que albergue a Rosenda mientras él busca al pretendiente. El prometido ha huido y ahora el comerciante tiene que mantener a la muchacha. La vieja y el nuevo tutor se encariñan con Rosenda quien, a pesar de su silencio, se muestra laboriosa y perspicaz. Pomposa fallece y la relación entre el mercader y la joven prospera hasta convertirse en intimidad. El pueblo comienza a juzgarlos. Los amantes tienen que separarse porque la violencia armada y el recelo local amenazan la vida de la adolescente. Ella emigra a Morelia y espera al dependiente en vano. El hombre, sometido a las volteretas de la Revolución, nunca logra reencontrarla.
La imagen femenina es una síntesis de la provincia michoacana. Vemos a una persona noble y abnegada; una mujer que, a pesar de sus maneras recias, no pierde la lozanía característica de la adolescencia. Toda la obra —el conjunto de lo relatado y la totalidad de la semántica que contiene— están dominados por la imagen y el temperamento de la protagonista. Además de una figura notablemente verosímil, Rosenda es un arquetipo literario de los pueblos remotos de Michoacán. Ella encarna la tierra y la delicadeza. Hay un relato análogo que comparte con Rosenda la construcción de una alegoría: La tierra pródiga, de Agustín Yáñez, novela mayor cuya arquitectura también contiene la expresión de una dualidad encarnada en el paralelismo que fundan la mujer y la provincia.
Si bien Rosenda es la materialización de un mito alegórico, también representa la lealtad de la gente michoacana, sobre todo de aquella que comparte aspiraciones trascendentes. En la novela, la sumisión de los pobladores parece una recreación de la fe colectiva. Esta convicción muestra que la tierra, alimentada por sus habitantes, semeja a una gran mujer colmada de expectativas. Cuando la desilusión amorosa de la jovencita ejerce su maleficio, la región que la circunda, también en desencanto, se desploma en episodios de temor y violencia. La dualidad de Rosenda brota del paralelismo existente entre el desamor femenino y el desaliento de la provincia por las consecuencias de la revuelta armada.
Rosenda significó un giro en la literatura de Romero por su visión en torno a la mujer. A diferencia de El pueblo inocente (1934), donde el protagonista iba a ser engañado por una adolescente, la traición no ocurre de la mano de la muchacha, sino que va en contra de ella. Rosenda es una mujer sencilla. A los ojos del abarrotero es incapaz de cometer una ingratitud. Su destino es convertirse en el terreno para la batalla de los hombres. Despojada de su familia por la tradición, la muchacha pierde a su comprometido al tiempo que surge un movimiento social presuntamente moderno. Ni el amor ni la Revolución —nada que resulte un cambio en su vida pasada— acarrean cosas favorables. De allí que la inocencia se vuelva un arma en su contra.
El choque de estos universos la obliga a la soledad. Tanto la tradición como la modernidad, el ambiente cotidiano y los cambios que se avecinan, le deparan complicaciones. En tal desamparo no hay más alternativa que el pesimismo. El pasado y el futuro aparecen sombríos. Ni siquiera el progreso —simbolizado por las lecciones que el viejo imparte a Rosenda— sirve para erradicar los males. En el andar pesaroso de la joven, así como en la miseria del pueblo de Tacámbaro, se impone la decepción al tiempo que reina el temor y la incredulidad.
La dualidad en la figura principal de la novela adquiere significado cuando ocurren cambios o tragedias. Rosenda siempre es perseguida por la moral. Primero es expulsada de su propia familia. Luego, el pueblo de Tacámbaro la mira con recelo por su romance con el abarrotero.
Si admitimos que la muchacha es una representación de la colectividad, no es difícil percibir que la tierra michoacana —trasfondo y personaje en Rosenda— también es representada como una entidad sometida a las leyes de la tradición. La joven, en tanto imagen concreta, ha perdido el amor del seno familiar y también el de sus prometidos. La tierra, como cuerpo total, no se despoja de los excesos de la ideología ni tampoco de sus carencias. Cuando llega la Revolución, la región se modifica. El segundo exilio de la joven es un andar que va del rencor a la madurez. Del mismo modo madura el pueblo michoacano.
Aunque Rosenda no es una novela de contenido social, ni mucho menos de tema político, la noción que contiene es de profundo escepticismo ante la gesta revolucionaria. Se trata de una historia de amor y desamor. Sin embargo, la concentración del carácter femenino en la protagonista apunta hacia un sentido más abarcador. Al pretenderse una personificación de Michoacán, Rosenda se descubre como una alegoría donde la mujer nativa y su pueblo fundan el pesimismo. La mirada de Romero es la de un pensador ante la historia regional. Lo que deja al lector es la versión localizada de una tragedia indeseable; la imagen de un hecho que sólo trajo caos y descontento. El hecho que separó a la mujer de su segundo amor.
Rosenda es una descripción de la metamorfosis individual y colectiva. Aquí se puede atestiguar la maduración de una mujer que, conservando sus rasgos primitivos, se adapta a numerosas circunstancias. En cuanto a la tierra y sus habitantes —en esta ocasión adheridos como recreación de Tacámbaro—, ocurre lo mismo. La existencia más o menos fortuita del pueblo, donde la gente tenía posesiones, vida y miserias, se corrompe con la Revolución. El problema radica en que, si en Tacámbaro había una ilusión por el movimiento —y si es que había insurgencia—, ésta se desenmascaró revelándose como mera pillería, como una vorágine donde delincuentes comunes y oportunistas obtuvieron provecho del desorden; sólo había malhechores que iban de pueblo en pueblo, por toda la tierra, robando hogares, asesinando familias y violando mujeres. La dualidad decadente se consuma en este acto de violencia contra la tierra.
A más de sesenta años de su publicación, y luego de haber sido llevado al cine por Julio Bracho en 1948, esta novela contiene uno de los grandes personajes de José Rubén Romero y uno de los mejores de la narrativa mexicana. Se trata de un ser que el autor descubrió durante la juventud en su pueblo natal; un ser que, convertido en literatura, es pleno y contundente. A pesar de ello, el verdadero empuje de Rosenda radica en la intensidad de los conflictos y de los sentimientos humanos que la habitan. El amor lo es todo. Encarna el principio y el fin, el ensueño y el desencanto. Como toda novela de primer orden, Rosenda logró una plasmación concreta e intensa de la condición humana.
La maduración de la protagonista es la debacle de su ilusión. Lo mismo pasa con el personaje que relata la historia. Él también padece por un amor inalcanzable. De allí que asegure, aletargado y triste, que “una mujer siempre deja hueco, y el hueco de una mujer absorbe por entero la vida de un hombre. No importa que sea fea, inculta, parlanchina y silenciosa; se aferra a nosotros como las manchas a un vestido viejo, sin que exista sustancia que nos la pueda arrancar”.
Todo relato de un suceso amoroso lleva a la consumación de un desamor. Y la historia, como el amor, es a veces una ilusión que se convierte en desencanto.
|