Todo empezó esa fría, nublada y desapacible mañana del 5 de junio de 1967 en Buenos Aires. La gente se agolpaba en los quioscos para leer los titulares de La Nación, La Razón y El Clarín. Otros, por supuesto, acudían a conseguir El Gráfico para enterarse de los detalles de la fecha futbolera del día anterior. River Plate estaba a punto de ser eliminado de la fase final del torneo, y entre revistas, periódicos y suplementos atrasados, los bonaerenses se encontraron con un libro de portada exótica: un galeón español que flota en medio de la selva y unas flores anaranjadas y un título en negro: Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, Editorial Sudamericana.1
Nada volvió a ser lo mismo en la literatura colombiana: a partir de esa fría mañana argentina Macondo hacía universal a un país sumergido desde el mismo instante de sus gestas independentistas en la más profunda y contradictoria violencia. La epopeya de la familia Buendía con su carga de mitos y supersticiones nos devolvía, además, la memoria mutilada. Antes de Cien años de soledad, los textos oficiales omitían episodios de nuestra historia como la Masacre de las bananeras entre otros. Allí, una vez más la literatura cumplía el honroso papel de contar las cosas y los sucesos desde el lado de los vencidos y no de los vencedores como suele ocurrir en la cotidianidad.
Así, los poetas colombianos nacidos en la década de 1970 aprendieron a leer y a conocer la historia reciente de su país a través de la palabra del “patriarca” mayor de las letras nacionales. La saga macondiana les permitía entender la condición de ser nacionales en un país tropical y de reconocer una tradición que hasta ese entonces no despuntaba por fuera de sus fronteras pero que sobresalía con cierta dignidad gracias a obras como María de Jorge Isaacs, La vorágine de José Eustasio Rivera y los Nocturnos del “bogotano universal” José Asunción Silva.
Sin embargo, a pesar de la amnesia de tantas generaciones, episodios como la Guerra de los mil días, el 9 de abril, la violencia liberal y conservadora, los nacimientos de las guerrillas, las masacres paramilitares de los últimos años, el fenómeno del narcotráfico y el sicariato eran parte del imaginario común de los padres de esta nueva promoción o generación de poetas. Pero si bien estos eran episodios del pasado de la patria, fue en la década de 1980, época en la que estos poetas llegaban a la adolescencia, en la que se terminó de desangrar al país: la toma del Palacio de Justicia, el exterminio de un partido de izquierda y el auge del narcoterrorismo marcaron para siempre a las nuevas generaciones colombianas y, por supuesto, a sus poetas. Si bien los nuevos vates eran hijos de la llamada “Generación desencantada”, su escepticismo se hacía mayor ante la cruda realidad que pasaba indeleble ante sus ojos.
A los poetas colombianos nacidos en la década de 1970, al igual que a sus coetáneos en otras latitudes y hemisferios, les correspondió vivir en un mundo ancho y ajeno, con un porcentaje de hambrientos y analfabetos que supera todos los límites. El jeroglífico del mundo lo vieron de frente y las claves de acceso a los entresijos de la crisis cada día fueron más escasas. No hubo un sésamo que abriera esas puertas de la percepción, como diría el poeta William Blake. Se globalizó el hambre y la miseria y, como aldeanos globales, tuvieron el privilegio de ver en vivo y en directo el bombardeo a Bagdad, la legendaria ciudad de las mezquitas azules que conocieron a través de las páginas de Las mil y una noches. Fueron testigos de las desdichas y las guerras en la cuna de la civilización occidental por internet.
Retrato de Nicolás (de la serie Expreso de imprecisiones), óleo/tabla, 30 X 40 cm, 2006
Así, globalizados, internetizados y desutopizados son los poetas de esta nueva generación, herederos de una hermosa y compleja tradición literaria y cercanos a la sensibilidad del rock y de los nuevos héroes: Maradona, Michael Jackson, Madonna, fueron los íconos caídos en desgracia; We are the World fue el himno de una década que los involucró en el mundo, y perestroika, glasnot, Chernobil, fueron algunas de las palabras que aparecieron en la jerga común de los jóvenes.
Nunca, en sus años formativos, generación o promoción alguna estuvo expuesta a tanta información, a tantas imágenes, a tantos mensajes. Ante estos ojos se derrumbó un país y, con él, muchas verdades y certezas. Ha sido ésta, la más reciente promoción de poetas, una generación que heredó fragmentos y aplazamientos de una modernidad llena de miedos y paranoias.
Al mirarse en el espejo de la realidad, la poesía de estos años representa la fragmentación de tendencias y la consolidación de voces individuales. Cualquier reflexión sobre los acontecimientos que han marcado el final del siglo XX y los primeros años del XXI en Colombia establece de inmediato una relación con la historia de su poesía, la cual ha dibujado una diversidad de voces que, a pesar de tener similares preocupaciones por el contexto social que rodea su quehacer creativo, el manejo del idioma y un permanente nutrir de las lecturas clásicas y contemporáneas, se han diferenciado por los intereses concretos de acuerdo con las realidades personales de cada poeta. Sin embargo, se puede notar en la gran mayoría de los incluidos en este panorama una profunda preocupación por el lenguaje, la configuración de la imagen y la reinscripción en tonos o formas clásicas.
La ciudad como escenario dominante y emblema del mundo moderno es protagonista de la nueva poesía colombiana, como también lo sigue siendo el amor, la muerte, el implacable paso del tiempo y la cotidianidad con sus miserias. El viaje a la semilla, a la niñez, la elección de un lenguaje —conscientes de que es éste el vehículo a través del cual se representan y se perciben dentro del mundo—, seguirán siendo preocupaciones cardinales de los recientes poetas.
Se pueden observar en esta muestra las características de una promoción que busca respuestas en la tradición poética y presenta menos intenciones rupturistas o neovanguardistas, consiguiendo con esto una poesía cuidadosa de la unión entre forma y sentido. Es curioso que los jóvenes poetas colombianos mantengan un talante tradicional en su poética. Poco de malabarismos vanguardistas o propuestas vertiginosas e irreverentes se ven en esta poesía, y sí mucho de trabajo riguroso con el idioma y de la delimitación de mundos personales desde la emoción y la reflexión.
Sin duda se trata de una promoción que ha hecho una lectura juiciosa y afectuosa de los poetas colombianos y de muchos de los autores ya considerados canónicos por la crítica, la academia y los lectores. Permanentes correspondencias con poetas clásicos latinoamericanos y colombianos. Conexiones programáticas e involuntarias afinidades permiten ver en estas voces ecos del Siglo de Oro español, de Rubén Darío, de Neruda, de Vallejo, de Huidobro, de Borges, de poetas españoles contemporáneos como Valente, Gamoneda, García Montero, y de compatriotas como José Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob, Aurelio Arturo, León de Greiff, Héctor Rojas Herazo, Álvaro Mutis, Mario Rivero, José Manuel Arango, Giovanni Quessep, María Mercedes Carranza, Raúl Gómez Jattin, Darío Jaramillo Agudelo, William Ospina y Piedad Bonnet, entre otros.
En los últimos veinte años la poesía colombiana ha evolucionado con un rigor y una fortaleza a la par de un amplio movimiento poético y editorial, herencia de los años setenta, que se expresa a través de la creación de talleres y grupos, y en el desarrollo de nuevos espacios para la lectura de poesía, tales como recitales, encuentros, festivales y presentaciones. Vale la pena destacar la ardua labor de revistas como Golpe de dados, Ulrika, Prometeo, y festivales como los que cada año se realizan con éxito en Medellín, Bogotá, Cartagena, Manizales y Pereira, entre otras ciudades. De igual forma hay que destacar la honda huella que ha dejado una institución como la Casa de Poesía Silva en Bogotá.
Al mirar a contraluz a la nueva poesía colombiana se pueden apreciar, a pesar de tratarse de obras en marcha, unas líneas estilísticas y estéticas claramente marcadas: una primera línea crítica y autoirónica, en la que podrían inscribirse las voces de Andrea Cote Botero, Lucía Estrada y John Galán; una segunda línea coloquial, que se puede apreciar en poemas de John J. Junieles, Catalina González y Juan Carlos Acevedo, quienes demuestran que la vida diaria y la conversación cotidiana son fuentes verdaderas de la poesía de todos los tiempos; una tercera línea de talante clásico y filosófico cercana al aforismo y a la reflexión, en la que encontramos al poeta Felipe García Quintero; una cuarta línea de perfil barroco que encabezaría el poeta Alejandro Burgos Bernal; una quinta línea de corte prosaico y narrativo, en la que se ubicaría fácilmente a Ricardo Silva Romero, Felipe Martínez Pinzón y Pascual Gaviria; y una sexta línea lírica formal, que se puede vislumbrar en un poeta como Giovanny Gómez.
El presente panorama reúne, además, un azar de voces, de acentos y de tonos que considero son representativos del mapa poético del país y cuyo recorrido ya ha comenzado a alcanzar el reconocimiento nacional e internacional. A los premios internacionales de poesía Jaime Sabines en México y Casa de América en España, otorgados a dos de los poetas más significativos entre los nacidos en la década de 1960 —Juan Felipe Robledo y Ramón Cote Baraibar, respectivamente—, se suman los reconocimientos a John J. Junieles (Premio Internacional de Poesía, Ciudad Alajuela, Costa Rica), Alejandro Burgos Bernal (Premio Internacional de Poesía Gabriel Celaya, España), Felipe García Quintero (Premio Internacional de Poesía Pablo Neruda) y Andrea Cote Botero (Premio Mundial de Poesía Joven “Puentes de Struga”, otorgado por la UNESCO y el Festival de Poesía de Macedonia), entre otros.
Cuerpo (de la serie Expreso de imprecisiones), óleo/tabla, 100 X 80 cm, 2007
De ahí que estos poetas configuren la carta de navegación para un nuevo siglo en la poesía colombiana, entrecruzando diferentes tendencias de la tradición literaria de nuestro país. Son los antecedentes de una propuesta estética y ética frente al mundo, de un realismo testimonial, de una lírica decantada, presente en estos poetas nacidos entre 1970 y 1981, quienes han sabido asimilar sabiamente las luces y las sombras de sus antecesores y de cada escuela, grupo y movimiento presente en el panorama lírico colombiano. Se trata precisamente de una promoción de autores que no plantean un “parricidio”, sino que, por el contrario, asimilan y realizan una lectura crítica de sus obras, y desde su pluralidad de voces logran esbozar un nuevo croquis de la geografía poética del país, una especie de innovación ligada a la tradición. Innovación no se trata precisamente de romper, sino de indagar las raíces en sus mares profundos y secretos, y redefinirlas.
Por eso no se trata de una voluntad de grupo, generación, movimiento y corriente sino, por el contrario, de mostrar una diversidad de configuración de mundos, tópicos, lenguaje donde el tono generacional lo marca un compás especial como lo es la lectura de la tradición lírica colombiana e hispanoamericana en particular. Así podemos encontrar una poesía que regresa sobre sí misma a su matriz temática, confesional, reflexiva, testimonial, con un alto contenido de metáforas y de imágenes.
¿Podrá toda aquella emoción leída y degustada, toda aquella maravilla verbal modificarse? ¿Morirá toda aquella fuerza espiritual bajo el peso letal del consumismo? Pues no. Ni el sarampión de la tecnología ni la transformación aparente de los géneros literarios hará desaparecer esta indefinible comunión. Cuando el transporte de la diligencia se implantó en los caminos pedregosos de España, el poeta imitó su letanía de ruedas con los después famosos y monótonos poemas escritos a la cuaderna vía. Quizás en los próximos años algunas de estas voces poéticas intenten imitar los misterios sin gracia del ciberespacio, la aldea global y la realidad virtual de estos días posmodernos adversos a cualquier manifestación de la belleza.
Por eso, en estos tiempos en los que muchas mitologías han quedado atrás y resultan anacrónicas, y cuando nuestra búsqueda del origen se ha perdido en la noche de los días cibernéticos, lo divino ha encontrado en la poesía su verdadero refugio para conciliar sus certezas. La poesía de este nuevo siglo agonizante lleva en sí misma la atroz letanía de lo apocalíptico. Ya no existe la amenaza de destrucción nuclear que nos aterrorizaba hace veinte años, pero sí nos produce pesadillas la probabilidad de que el mundo moderno cercene nuestras íntimas emociones. A pesar de todo eso, y si bien la juventud es un accidente cronológico que, afortunadamente, se pasa con el tiempo, este “parte de guerra”, estas noticias de la nueva poesía colombiana, nos permiten pensar que no todo está perdido y que, como lo recordó el poeta León de Greiff, “Después de tantas y de tan pequeñas cosas busca el espíritu mejores aires, mejores aires”.
|