No. 146/POESÍA DE COLOMBIA

 

 Lucía Estrada
(Medellín, Antioquia, 1980)

 


Poética

Saber que no se alcanza, que la escalera es infinita, que se multiplican sus pelda­ños cada vez más en la medida en que ascendemos. Que no bastan todos los len­guajes, que la voz suele traicionarse, que desconocemos el timbre, la modulación inicial… Podría pensarse que el oficio del poeta termina en la página, en los li­bros, en la copa oxidada del verso, en la escritura. Pero, ¿qué hace a ciertas ho­­ras mirándose fijamente como si contemplara un sol desconocido y lejano? ¿Qué hace al filo de su noche intentando cruzar un espejo roto? Nadie que haya ex­perimentado en la oscuridad de su cuerpo, en la frágil corriente de su sangre, en los laboratorios subterráneos de su alma el peso sin fin de la poesía, su exigencia implacable, podría referirse a ella en estos términos. Todo poeta sabe que al es­cri­bir deja siempre, del lado de lo oscuro, la mejor parte, no porque quiera ha­cer­lo, sino por la im­posibilidad de que la visión permanezca intacta. No hay lenguaje que no sea ruptura; no hay pa­labra que no traiga consigo la muerte por inani­ción. Sin embargo —y esto también lo sabe el poe­ta—, es preciso merecer el silencio a través de la imperfección de la palabra dicha, del lenguaje co­mo piedra ritual donde vienen a caer, fragmentados, los vestigios de un sueño mayor. Es con esta mí­nima parte con la que el poeta debe trabajar siempre. Un ángel terrible cuyo ros­tro debemos en­contrar entre las ruinas de lo que una vez fuimos, y cuyo gesto se per­fila a cada instante sin otor­gársenos plenamente. Siempre a la búsqueda, siem­pre, sabiendo que la verdad y la belleza son incomunicables. Sin embargo, es pre­c­iso mantenerse fiel a esta precariedad, porque es en la medida de nuestra per­ma­nen­cia que el árbol imperfecto dará su fruto definitivo.

La poesía es conocimiento, y somos frente a ella un trazo de silencio en el polvo. 



Mary Shelley

Vivir en la cercanía de todo,
en el temblor de las hojas,
en la herida viviente del destino.
Y acercarme,
y compartir el horror de sentirse
una materia blanda,
sin lenguaje,
un cuerpo desfigurado
por la excesiva prudencia de Dios.

El viento arrastra el vacío de los ojos,
la boca condenada,
el peso de la eternidad,
el pliegue de la vida vuelta en sentido contrario,
la resistencia de las rosas,
la estrella negra del nacimiento.

¿Por qué no gritas?
¿por qué no destruyes
los castillos de la culpa?
¿por qué no arremetes
contra mi espanto?
¿Por qué no eclipsas la visión?

Hay un lugar reservado para tu abandono.

No aguardes la venida
de lo inevitable.




Clara Westhoff

Qué cercanas y distintas
las hojas de un mismo árbol.

Crecen silenciosas
en la contemplación de sí,
de sus bordes,
en el trabajo minucioso del insecto
que las hiere.

Apenas unidas por un hilo de savia
a la corteza del mundo,
a su naturaleza vegetal.

El viento las obliga a inclinarse
sobre su propia sombra
y en el misterio único
de ser Sauce o Avellano,
se adhieren, se compenetran
sin perturbarse.
Así, recibirán a un tiempo
su gota de lluvia,
el beso ígneo del verano.

Caerán también bajo la misma luz,
rodearán como sílabas diversas
de un mismo alfabeto
la profundidad de las raíces,
la grieta oscura del tronco
que las vio levantarse
y permanecer.




XXXIX

Un silencio seco rodea la palabra. Todo termina y todo vuelve a comenzar. Son estos los minutos por venir, ya en la memoria. Un tiempo pasado y un tiempo futuro reunidos. Un tiempo dentro del tiempo. Y así como el coloso inmóvil, sus pies en ambas orillas, la palabra se abrirá al paso de las olas, y el arriba y el abajo, el mar golpeará con fuerza. En este vuelo del dragón a la serpiente, agua, no aire tibio.

Habitantes de hondos sonidos, lentas sílabas sumergidas, vendrá un segundo en que las aguas se retiren, y la palabra seque sus maderas hasta convertirlas otra vez en fuego.

  
Retrato, fotografía digital, 20 X 12 cm, 2007


























SON ESTAS MIS MANOS
y la sombra que las contiene.

Son estos mis ojos y lo que aún miran
              más allá de este cuerpo mudo.

Todo transcurre sin palabras.

Lejos, como si nada ni nadie se perteneciera.

Es preciso, dijiste, avanzar en la noche,
dejarla caer tibiamente sobre nosotros
como un párpado
y grabar en ella nuestro deseo.

Pero la noche es el temor de una mano
que palpa en la oscuridad esperando encontrarse
y sólo halla el puño cerrado,
la imposibilidad de asirse,
su ausencia.





ANUDO MIS MANOS AL SIGNO INDESCIFRABLE DE LOS DÍAS:
agua que desciende,
                  bordeando el abismo.

La estrella de los que cruzan bajo un manto ciego
sube a la superficie de esta roca húmeda
y silenciosa.

Sus palabras son el polvo
y el hueso que las escribe.

Nadie pudo esclarecer la verdad de los muros,
ni escribir la palabra que hundía su alfabeto hasta reventarlo.

La piedra es movimiento,
hondos declives en los que la luz se derrota a sí misma.

Dentro, hierven las azucenas de la carne, las magnolias del fuego y la salamandra; el
alto campanario, las sílabas que son el inicio silencioso
de la tormenta.

Junto a la hiedra, el altar de los muertos resplandece.
Cuerpos de sangre y oro, densas joyas,
ruedan en sucesión
alrededor del círculo salvaje.





CUANDO LA NOCHE SE INCLINA
y parece que pronuncia tu nombre,
hundes tus manos en la oscuridad
y buscas a tientas
el cuerpo inabarcable de tu memoria.

Ese pálpito en la punta de los dedos,
la densa respiración de todo cuanto existe,
te obliga a permanecer en la sombra.

Ninguna imagen tiembla en el espejo.

Ninguna superficie se apiada de ti.

Todo está vuelto sobre sí mismo
y nada consigue reflejarte.

Una pausa, y el tiempo detenido cae sobre tu silencio.

Cuántas palabras a punto de oscurecerse bajo tu lengua.
Cuánto deseo en los ojos que se abren por última vez.

Apártate un poco y comprende
que nada podría ser el inicio ni el centro
en este cuarto cerrado,
que todo será dicho de golpe
en medio de la sombra
y muy lentamente.

 





Lucía Estrada. Ha publicado los libros de poesía Fuegos nocturnos (Lealón, 1997), Noche lí­qui­da (Colección del Ministerio de Cultura de Costa Rica, 2000), Maiastra (El Tam­bor Ar­le­quín, 2004), Las hijas del espino (Cobalto Ediciones, 2006) y El ojo de Circe. Antología (Uni­versidad Externado de Colombia, 2006). Sus poemas han aparecido también en varias antologías y pu­bli­ca­ciones del país y del exterior. Con Las hijas del espino obtuvo el Premio de Poesía Ciudad de Medellín 2005. Desde 2003 es colaboradora permanente del Festival Internacional de Poesía de Me­dellín. Actualmente forma parte del comité editorial de la revista literaria Alhucema, en Granada, España.