No. 147/EL TALLER DE PARÍS

 
La salida del metro


Vania Rosas



Las puertas se abrieron y salió al andén mirando hacia ambos lados para encontrar la salida. Frente a él estaba el cartel de una película reciente, el anuncio decía: “Bulevar de la muerte, siga la flecha”. A Sergio le pareció una señal porque la verdadera salida estaba en esa dirección, así que decidió que se sentaría a esperar. Sudaba frío. Tomó su teléfono e hizo una llamada. Ven a buscarme, dijo, estoy en el metro. No puedo moverme de aquí. Ella supo que era otra de sus crisis y después de pensarlo, decidió ir en su busca. Mientras él esperaba, las puertas de los vagones del metro se abrían una y otra vez, y la gente entraba y salía.

La percibió a lo lejos y se acercó a abrazarla. Ella lo empujó y le dijo que se sentara.

—No puedo salir, algo va a pasar. Tengo miedo de morir.

Ella sacó de su bolsa un frasco lleno de pastillas de colores. Le dio una píldora naranja y una botella de agua.

—Toma una para calmarte, te sentirás mejor.

—Este lugar encerrado es más seguro para mí que estar allá afuera, aquí tengo la certeza de estar vivo. Tienes que traerme algo de comer y algo para pasar la noche, mañana me sentiré mejor. La calle es una amenaza —dijo temblando—, no puedo irme.

Ella le dio otra pastilla y maldijo a la tía en su interior. —No te puedes quedar, la policía te sacará tarde o temprano. Además, no creo que puedas soportar este ruido por mucho tiempo.

—Pero es que… me voy a morir atravesando la calle, me van atropellar o alguien pasará, me robará y me golpeará en la cabeza tirándome en el piso. No me preguntes por qué pero esta vez es cierto. Sé que el solo hecho de dar un paso afuera me mataría.

—Cálmate, levántate, yo te acompaño a la casa. Prometo que te llevaré hasta la cama y esperaré a que te duermas— decía su hermana mientras le daba otra pastilla.

—Siento una opresión en el pecho, me cuesta trabajo respirar. Bajando del metro vi el cartel que anunciaba el “Bulevar de la muerte” ¡Es una señal!

Ella no hablaba, estaba cansada de sus trances. Los tacones de las mujeres y aquella nota persistente que indicaba que las puertas del metro se iban a cerrar, la taladraban. Le costaba soportar el olor y la cantidad de gente que iba de un lado al otro, empujándolos a veces. Tampoco lo aguantaba a él, pero le había prometido a su madre que siempre cuidaría de Sergio. No era la primera vez que él sufría un ataque de miedo por cualquier cosa y que ella tenía que sacarlo de algún lugar. Su inseguridad era secuela de la estancia en casa de su tía Josefina.

—El exterior me oprime, no quiero morir. No me dejes —gimió y se tomó otra de las píldoras.

Ella sólo escuchaba. No entendía por qué quería quedarse ahí, quizás para contrarrestar el miedo de quedarse solo.

vania1.jpgSergio vivió con la tía Josefina cuando era niño, porque era muy rica y le podía dar todo lo que necesitaba. Muy tarde, sus padres se enteraron de que una vez al mes ella se volvía loca. Cada vez que le daban esas migrañas espantosas, Sergio corría a esconderse antes de que lo mandara al sótano, pero nunca lo lograba. Una vez ahí, se quedaba solo durante un par de días, sin nada que comer y con un vaso de agua. En el cuarto había una pequeña ventana situada al nivel de la calle y a veces estaba entreabierta, lo cual le permitía ver de forma esporádica un poco de luz y la sombra de los pasos de la gente. También, ese mismo reflejo le dejó ver las ratas y las telarañas. La primera vez que las vio, gritó con tanta fuerza que una vecina que pasaba por ahí se dio cuenta de que alguien estaba encerrado en ese lugar. Unos minutos después, la mujer volvió con una bolsa llena de alimentos, una vela y cerillos que pasó a Sergio por la rendija con dificultad. El niño, a partir de entonces, dormía sobre la mesa para evitar que lo mordieran las ratas.

Cuando cumplió quince años, Sergio regresó con su verdadera familia. Su madre se dio de cuenta que era una persona muy insegura y de que tenía pesadillas todos los días. Sus crisis de miedo lo paralizaban.

—Anda, tómate una pastilla y vamos caminando poco a poco hacia la salida.

—Creo que me siento mejor, pero todavía no me puedo ir.

—Ven, yo te tomo de la mano, verás que no te pasará nada en el camino. Además, mira al señor, está quitando el anuncio del “Bulevar de la muerte”, ves que no quiere decir nada.

Sergio estuvo internado en un hospital psiquiátrico y se vio obligado a tomar tranquilizantes de por vida. Su madre, al morir, lo encargó a su hermana, a quien le pidió que siempre cuidara de él. Cuando el padre murió, ella se quedó a cargo de Sergio, lo que acabó por frustrarla. A la semana ella también empezó a tomar medicamentos para la depresión y todos los días las pesadillas la asaltaban, como a él.

—Dame otro comprimido, hermana, no me siento bien.

—Tómate dos—, dijo mientras iban saliendo del metro.

Era de noche. Sergio ya no podía hablar y ella lo iba casi arrastrando. Lo llevó por la salida que estaba más sola. Él cayó inconsciente cuando dio el último paso hacia la calle. Ella volteó a ambos lados, no había nadie alrededor. Entonces comprobó que el frasco estuviera vacío. Luego le quitó la cartera y todo lo que traía encima para que nadie lo identificara, lo vio de reojo y se fue caminando a su casa, a dormir tranquila por primera vez.

 




Vania Rosas (Ciudad de México, 1973) es doctora en Microbiología por la Universidad de París VII. Actualmente cursa un posdoctorado en aquella ciudad y participa en investigaciones en torno a la bacteria que causa la tuberculosis.