No. 141/EL RESEÑARIO

 
De la moral solazada


Luis Paniagua

 

 


Víctor Cabrera
Episodios célebres,
Instituto Mexiquense de Cultura
Toluca, 2006
 
paniagua.jpgSi quisiéramos rastrear la raíz de las fábulas tendríamos que irnos muy atrás, remontarnos casi hasta los orígenes del pensamiento humano, hasta la creación de símbolos y arquetipos. Si tomáramos en nuestras manos una historia de la literatura, ésta nos diría que el plazo se acorta alrededor de los tres milenios, que su cuna se puede ubicar en oriente (India, Persia), y que en occidente clásico, con griegos y latinos, dicho género alcanzó las más altas cumbres. Las enciclopedias literarias más básicas incluso mencionan algunos libros canónicos: el Libro de Calila e Dimna o el Panchatantra, entre otros. También se aventuran a soltar dos nombres como referentes obligados del género: Esopo y Fedro, ambos pertenecientes al mundo clásico.

Siguiendo la revisión de nuestra historia de la literatura, encontraríamos que el género se cultivó en la Edad Media, que mamó de las mismas ubres que los clásicos y que el máximo representante del género en nuestra lengua fue el libro del Conde Lucanor, el cual retoma anécdotas, temas y personajes típicos ya usados antes.

En la siguiente página podríamos encontrar unos cuantos nombres más: el francés La Fontaine y los españoles Iriarte y Samaniego. De ellos se dice que fueron los autores modernos más importantes para el género y que es gracias a ellos que éste tiene las dimensiones actuales. Sin embargo, no hace falta más que leerlos para percatarse de que son simplemente los continuadores de una vasta tradición.

Cerramos nuestro libro de historia y la fábula se reduce a unos cuantos nombres, unos cuantos textos y unos temas típicos.1 Cerrado el volumen, nos encontramos con unas pocas ideas y todavía menos certezas: la fábula, género moralizante, surge como estrategia para retratar y enmendar los vicios y defectos del hombre plasmados en las “personalidades” de los animales. Las fábulas cuentan pequeñas historias y las consecuencias, a veces nefastas, a veces no tanto, de actos específicos del ser humano; es decir, trazan el camino correcto.

Cerrado el volumen, la certeza más firme que nos queda es ésta: la historia de la literatura nos resume en unas cuantas páginas una serie de nombres, de textos y de temas y se acabó la fábula. La historia de la literatura fija, disecciona, petrifica. No es de extrañar que se afirme que “ya no existen cultivadores del género” pues los que existieron ya están muertos y la fábula, como nos la cuentan, también. La historia de la literatura nos dice cómo fueron las cosas, que ahora parecen inmutables. Nos cierra la puerta, nos dice que ya no hay camino, sin embargo nos queda uno: ante la afirmación de cómo fueron las cosas, nos queda una puerta abierta: cómo pudieron ser.

El Instituto Mexiquense de Cultura, a través de su colección Piedra de Fundación, nos entrega el primer volumen de prosas de Víctor Cabrera (Chiapas, 1973): Episodios célebres. Desde el título, Cabrera nos anuncia, tramposamente, el contenido: eventos celebrables, celebrados. Digo tramposamente puesto que la palabra “célebre” ya carga por sí misma un peso enorme: se celebran los ritos, se celebran las fiestas; esto es, eventos ya grabados en la colectividad. Es “célebre” aquello que ha pasado al dominio público, que se maneja y se conoce (casi) desde el corro de infancia hasta el grupúsculo elitista. ¿Y qué son las fábulas sino hechos grabados en los pueblos y en los hombres todos? ¿No son acaso eventos que los hombres recrean, en ocasiones, en carne propia ya que lo que retratan no son más que características inherentes al ser humano? ¿Dichas historias no se repiten, es decir se celebran, como los ritos que recrean una acción arquetípica? ¿No es, entonces, “célebre” un episodio presente ya ultra sabido?

Al comenzar la lectura de Episodios célebres, Cabrera nos da con la puerta en la nariz: en la primera parte del libro, la cual da nombre al mismo, el autor echa mano del formato fabulístico de personajes típicos del género e incluso retoma historias clásicas como la de La Cigarra y la Hormiga o la de Caperucita Roja y el Lobo Feroz; o mejor, el portazo estriba en hacernos creer que las historias que él cuenta son, en efecto, las de los personajes ya conocidos. (¿Qué no es muy sabido que cigarras y hormigas las hay por millones, cada cual con su historia que es a la vez tan otra y tan la misma? ¿Qué no abundan por la calle, ya no digamos por el bosque, párvulas cautivadoras enfundadas en su caperuza roja que a veces pensamos que son muchachitas encaminándose al colegio?)

Así, como buen fabulista, Víctor Cabrera hace hablar a los animales y nos replantea situaciones, si bien nuevas, que pudieron haber existido desde los mismos orígenes del género y que bien pudieran ser éstas las historias canónicas.

Salpicadas de un humor duro, irónico e inteligente, las fábulas de este apartado retratan situaciones pasadas casi todas por el tamiz metaliterario. Muchas de ellas hacen alusión a los círculos mismos de la literatura, a esos ecosistemas habitados por una fauna ferocísima que cree único su mundo. Nuestro autor, por supuesto, sabe que no es así y tal conocimiento le da la seguridad para parodiarlo fabulisándolo, esto es, encontrando en él más vicio que virtud. En el “Episodio del Ave Concursante”, Cabrera nos cuenta la historia de un plumífero cuya identidad nadie recuerda, se dice que era una cigüeña, sin embargo pudo ser una garza, la cual, afanada en los trabajos de la escritura, decide un buen día participar en un certamen literario, sin éxito. Luego en otro, con los mismos resultados. Así, conforme pasa el tiempo se hace de conocidos y de influencias; sin embargo, su suerte en cuanto a los concursos no varía.
No obstante, el tiempo, que es siempre buen juez, encumbra su obra y se convierte en una figura celebrada:
Y esa fama le valió finalmente el reconocimiento —si bien no de la manera que esperaba—, pues luego de quince o dieciséis años de ininterrumpida participación, los organizadores […] pusieron por fin los ojos en ella, y mediante una carta con mucha pompa le hicieron saber que […] había sido elegida para encabezar el jurado que ese año otorgaría tan prestigioso premio.
Al principio el Ave Concursante se puso muy contenta, pues de alguna forma veía coronados sus antiguos e infructuosos intentos, pero se desencantó cuando el teléfono, emisario de amigos nuevos y viejos que sólo querían saber cómo estaba, saludarla y de paso enterarla de que habían ya inscrito su obra en la competencia, comenzó a sonar incesantemente.
 
De esto podrá dar fe quien se encuentre medianamente conectado con el mundo literario y haya podido escuchar de por aquí y por allá algún rumor parecido.

En “Variaciones y desvaríos”, el autor vuelve a poner los ojos en temas literarios pero esta vez ya no desde la fábula sino desde la reconstrucción “apócrifa” de unos episodios que se hermanan con los anteriores por su carácter de posibilidad, es decir (retomando lo que dije líneas antes), no por contar lo que fue sino lo que pudo (podría) ser. En esta sección, Cabrera cambia de perspectiva y nos cambia los “lentes” a nosotros, sus lectores; se siente con la libertad soberana y fresca de variar momentos en la vida íntima de personajes tan célebres como en el “Monólogo de Yocasta”, quien es pintada aquí como una histérica que se lamenta por lo ocurrido con su hijo; pero estos lamentos son muy peculiares:
[…] y tuvo que sacarse los ojos el muy hijo de puta […] el muy bastardo, más le valdría haber disimulado, total qué, ¿quién se hubiera enterado?, todos felices, yo con marido y él con mujer, ¡y qué mujer! […] ay Yocasta, no habrá ya ojos de hombre que se detengan en ti, no tienes ya más hijos que te contemplen siempre bella, ninguno se fijará en esta pobre madre acongojada que sufre por su Edipo, ciego el muy hijo de puta…
Pero el autor no sólo tiene reapropiaciones y variaciones, sino también “desvaríos”. En ellos nos cuenta historias matizadas con toques fantásticos que redondean las tramas y marcan giros inesperados, que bañan con una luz particular eventos que si no tuvieran el condimento de lo maravilloso, probablemente se camuflarían en la monotonía diaria. Verbigracia, “Imagen del puerto”, episodio en que se dibuja una escena cotidiana de casi cualquier puerto mexicano: los niños sacamonedas haciendo su trabajo.
Todo es aparentemente normal, los niños en la orilla, un turista que arroja un anillo,

uno de los niños captura el regalo antes de sumergirse en el agua sucia. Todos los turistas clavan los ojos en el sitio exacto donde el pequeño se ha perdido. Esperan uno, dos, tres minutos… Cuatro. Unos a otros se miran con angustia, alguien indignado insulta al extranjero. De pronto, cuando ya algunos valientes están a punto de arrojarse al salvamento, asoma el torso el niño. Lleva en brazos el cuerpo de una muchacha que observa el mundo con ojos de asombro. Sus pechos duros apuntan hacia el hombre rubio. La muchacha le sonríe. El gordo agradece el regalo mientras la mujer del helado se aleja indignada y balbucea Focking mexican women… Mexican mermaid.
El día se acaba. Felices, los niños hacen una caravana y se despiden. La gente aplaude mientras los mira alejarse mar adentro, agitando sus negras colas de pez.

En “Tres asuntos domésticos”, tercera y última parte del libro, Cabrera nos expone tres situaciones de la cotidianidad, recuento de nimiedades y ocurrencias, de fracturas del tedio y brotes de ingeniosidad; sección en la que se plasman anécdotas tan desesperanzadoras que nos mueven a la risa casi nerviosa, al enfado o al sudor de manos, pues quién no ha experimentado una especie de amor que colinda con la resignación (como en “Vendedor de ideas”), una frustración rayana en el desamparo de no encontrar la explicación adecuada (como en “Expedición a la tierra de las explicaciones”) o un hartazgo mezclado con apatía (como en “Breve episodio del desencanto”). Es en este apartado donde se encuentran los sucesos más alejados de los temas fabulísticos que dan pretexto al libro; sin embargo, es aquí donde se ubica la mayor originalidad y fuerza pues, si bien no tienen estos episodios la estructura de la fábula, también exponen vicios de la humanidad, tal vez cubiertos por un halo de sencillez que encuadra en cotidianidad.

Es pues éste, un libro de divertimento moral más que moralizante, un recodo de humor lúcido y ameno que propone un reacomodo del género que al fin, encuentra en Víctor Cabrera un digno continuador, un observador de la moral solazada.


1 No está de más decir que en este breve comentario no se quiere ni se pretende ser exhaustivo y que los nombres de los autores no pueden reducirse a los que aparecen consignados en el presente texto. Un lector más informado que el que esto escribe seguro tendrá una lista muchísimo más amplia de autores que rubri-quen el género. Aquí sólo se intenta repasar las páginas imaginarias de una historia de la literatura que bien podría existir.