No. 136/ENSAYO

 
De tierra y luz: regionalismo, tragedia
y barroco en la prosa de Severino Salazar


Rodrigo Martínez
facultad de ciencias políticas y sociales, unam

 

 

martinez1.jpg “No espero nada de la literatura. Sólo es un juego; un pasatiempo. No escribo para vivir. Tengo un trabajo. Las letras son una actividad maravillosa que ejerzo en mi tiempo libre. No sé para qué sirven. Únicamente sé cuánto me gusta leer. Quizá la literatura sólo es un divertimento que nos enseña algo sobre el ser humano o, tal vez, un mecanismo para experimentar las vidas de los otros.” Cuando Severino me dijo esto durante una entrevista me sorprendí porque su obra parecía contradecir esa declaración. ¿Cómo una prosa tan vasta y madura podía ser producto del esparcimiento? Sólo entendí esta afirmación cuando noté que su mirada sobre la vida no era igual que la de sus personajes. Él no era trágico, sino humorístico. Por ello capté el interés de su pasatiempo cuando, como él, logré fascinarme con la vida de los otros.

Hace dos décadas, Severino publicó Donde deben estar las catedrales, obra que marcó su irrupción en las letras mexicanas pues recibió el Premio Juan Rulfo para primera novela. A partir de entonces, sus ficciones comenzaron a transformar la imagen de Zacatecas en una especie de región mítica. Tepetongo, el pueblo natal del autor, fue el bastión de esta resignificación literaria pues, igual que un microcosmos, lo contenía todo. Tepetongo era universal porque se volvió cuna de dioses y casa de mitos. Y es que Salazar, un magnífico heredero de las letras inglesas, dio forma a un mundo literario que fue comparado infinitamente con la Yoknaphataupha de William Faulkner, pero que, más bien, era el pretexto artístico para forjar una prosa repleta de símbolos; una prosa con aires de universalidad que jugueteaba con elementos ultrabarrocos. En su escritura todo tiene significado. Cada episodio, cada personaje, incluso los pensamientos y acciones, son semánticos e, invariablemente, denotan tragedia.

El autor de Los cuentos de Tepetongo intentó la difícil tarea de escribir únicamente sobre la región de Zacatecas. Éste, sin duda, fue su proyecto literario. Severino pretendió resignificar su patria. Quiso reinventarla y sacudirla con palabras e historias. Este anhelo lo convirtió en heredero inmediato de Jesús Gardea y Gerardo Cornejo, quienes protagonizaron el retorno del regionalismo en la narrativa mexicana después de la primera mitad del siglo XX. Y es que, aún cuando este género no desapareció, su calidad fue desmoronándose. Incluso hubo una época en que la prosa urbana y cosmopolita opacó a la regional. Por años escasearon obras destacadas. Sólo teníamos a los pioneros del género que, a mi gusto, son algunas de las cúspides de nuestras letras. Me refiero a Rosenda, de José Rubén Romero; El resplandor, de Mauricio Mag­daleno; Al filo del agua y La tierra pródiga, de Agustín Yánez, y las dos piezas de Juan Rulfo: Pedro Páramo y El llano en llamas.

A pesar de los nexos entre la obra de Severino y sus antecesores, varias particularidades lo hicieron diferente. Con un simbolismo muy peculiar, en el que los personajes y objetos comunican ideas trascendentes, materializó un Zacatecas mítico. Como se descubre en Tres noveletas de amor imposible, esta región literaria, que resulta entrañable por el imaginario fantástico que la circunda, rescata pinceladas sobre la historia de la antes llamada Nueva Galicia. En esta prosa asistimos a la reescritura de leyendas regionales o sucesos históricos. También se refieren problemas socioeconómicos locales, especialmente el fenómeno migratorio. A esta base —que denomino tangible puesto que es la materia de que se sirvió el autor— se adhieren otras singularidades. Por doquier hay personajes grotescos, como venidos de la era romántica. Seres marcados por la angustia y rodeados de podredumbre, de imágenes que son rastro de la condición humana; casos trágicos, escenas fantásticas y cuestionamientos ontológicos que tienen un cometido, el cual, antes que una búsqueda del sentido de la vida, es una justificación de la existencia misma. Por ello, en su última novela, El imperio de las flores, Severino retomó el fatalismo de su primera obra. Allí, Juana Gallo, aquella figurita extraviada de Donde deben estar las catedrales, resurge andando cual ermitaño en la angustia. Juana es un Sísifo femíneo, un Sísifo zacatecano cuya semántica, de nuevo, apunta a la miseria.

El imperio de las flores
, con influencia de Luisa Josefina Hernández, es una novela de desamor con base en el relato “No hay muerte mayor”, publicado en Las aguas derramadas, donde la protagonista, como he dicho, reelabora el mito de Sísifo con originalidad. En ella, Paulina Zúñiga, una profesora de preparatoria, intenta rescatar un romance pasado con su pupilo Pedro de Osio, quien había decidido marchar en brazos de otra enamorada. La profesora descubre que el muchacho sufrió un incidente catastrófico. Amargada por esta pérdida y por la muerte de un loro que le obsequió su padre en la infancia, experimenta una metamorfosis hacia la decadencia. Una metamorfosis con la que, curiosamente, Severino dio respuesta y justificación a la angustia de sus personajes. Y es que a partir de la muerte de otros, cuando brotan las añoranzas y los desvelos fúnebres, es cuando comprendemos que el vivir de los otros es una transformación ineludible hacia la ceniza; pero, al mismo tiempo, es un proceso saludable, necesario y, a menudo, patético.

En sus novelas, Severino acudió a la mitología universal. Con ello solía manifestar el sentir de sus personajes. Un sentir invadido por el absurdo; es decir, en el que cada hombre, sumergido en la vorágine del desierto y la soledad, era una suerte de antítesis plural. Antítesis que se presenta como dualidad, como un binomio de contrarios donde vida es muerte, cordura es demencia y soledad es compañía; una dualidad en la que los hombres son bestias y mitos al mismo tiempo que sólo son materia. En muchos personajes hay desamparo. En varias historias hay orfandad. Y, con excepción de Desiertos intactos, cuyo exceso de símbolos arruina la forma y temperamento de los protagonistas, esta dicotomía multiplicada por ideas y metáforas fue el bastión que distinguió a Salazar de sus colegas regionalistas. Aquí, a diferencia de Yánez en La tierra pródiga, la tragedia no es por amor y ambición terrenales; es por abandono, aquí no existe la rudeza de la gente que muestra Gardea en El tornavoz o La canción de las mulas muertas; aquí, incluso, todo arranca de lo material o lo tangible y se dirige hacia la ficción y el significado.

En su mejor novela, El mundo es un lugar extraño, el símbolo que liga los sucesos del argumento, la idea que los explica, lo encarna la huida de un loro. La pérdida del alma conduce a esa especie de Apocalipsis del Valle Encantado, o bien de un Zacatecas que también representa el Hades. Es cuando el protagonista, un carnicero llama-do Valente Reveles, pierde la cordura y comete un crimen brutal. El imperio de las flores, en cambio, explora en la significación espiritual de la flora zacatecana. Las flores dominan el relato. El jardín de la protagonista es el universo y representa un ciclo. Ese jardín que la Biblia vio como el edén y que Miguel de Cervantes usó para caracterizar el alma humana en sus Novelas ejemplares, es, en la mirada de Severino, como un círculo de fuego que gira trazando y repitiendo la misma figura hasta agotarse. Cuando las llamas ceden, el ciclo se ha consumado. Este ciclo es el acento de la novela; es Sísifo. Pero no se trata del mito de la antigua Grecia o el de Albert Camus: éste es femíneo y, además, no recibe la punición por mandato, sino que se autocastiga porque en ello descubre un sentido para la existencia.

martinez2.jpg


El matiz mitológico viajó con Severino desde su primera novela. En ella, motivado por una leyenda local, dio forma a Juana. Más tarde, en el cuento mencionado de Las aguas derramadas surgió Juana Gallo. Ambas figuras se consuman en El imperio de las flores pues descubren la indulgencia. Por ello, la mujer nota que el barril que empuja en el cerro de la Bufa contiene remedios para las flores, que si bien no rescatan el cuerpo sí ejercen maravillas en el espíritu; remedios que significan la permanencia del alma y, sobre todo, del ser. Sí, de este ser que, cada vez que comienza un relato, brota plagado de limitaciones. Este ser tan impío e infame, tan ingenuo y desolador, este ser que es como una plaga porque moldea el patetismo que caracteriza a los hombres. Este ser siempre grotesco.

Carniceros tuertos, músicos ciegos y mujeres lisiadas; mancos y locos, numerosos locos; gente sola y vieja; gente empolvada y con la piel convertida en corteza de árbol; gente extraviada en la angustia, todo esto imagen del ser en la prosa del zacatecano. Todos estos protagonistas abrevan en las novelas una y otra vez. Abrevan y zozobran como Pancracio, un trovador nómada que, en El mundo es un lugar extraño, relata la historia de un asesino despiadado, y en El imperio de las flores, resume la tragedia de Paulina —Juana— a través de sus corridos. Pancracio, el ciego, nulo ante el presente, es la voz del filósofo que reclama a la existencia un futuro menos incierto; un futuro que no perezca apuñalado por la navaja de la muerte o la demencia.

Y no sólo los seres humanos son grotescos y trágicos. Los animales, los objetos y los ambientes también beben de este cáliz. Beben del horror y la podredumbre. Descubrimos una pila de borregos muertos en una estación ferroviaria; el desmoronamiento de un edificio en cuya cima había guajolotes; el banquete de los perros cuando lamen vómito sobre el desierto; una carreta destrozada por un furgón jun­to con sus jóvenes ocupantes; el crecimiento desproporcionado de los vegetales; los cadáveres de numerosos pájaros regados en la tierra; el amontonamiento de los ga­tos sobre un cuerpo inerte; la carne fría de una familia tasajeada y, en un gran lapso de realismo mágico, la metamorfosis de una mujer en algo que es Sísifo.

El primero de estos episodios —el de los corderos hediondos, que aparece tanto en Cuentos de navidad como en El imperio de las flores— así como el extravío de una niña en un campo y la neurosis de un hombre harto por el desierto, recuerdan el poderío que la naturaleza ejercía sobre la vida animal y humana en los clásicos del regionalismo hispanoamericano. Estas viñetas semejan la representación del ambiente que Rómulo Gallegos hizo en Canaima y José Eustasio Rivera en La vorágine. Además —y esto fue importante para el proyecto de Severino Salazar—, estas secuencias unifican su obra pues, constantemente, hechos y protagonistas se repiten en distintas narraciones. Volviendo a los corderos, El imperio de las flores perpetúa, entonces, la elaboración de la Zacatecas hipotética al vincular sucesos y crea un mundo semejante a la Delicias de Jesús Gardea y el Wessex de Thomas Hardy; un mundo literario que es siempre el mismo; una saga de Tepetongo, como dijo alguna vez Ignacio Trejo Fuentes.

En esta revisión de la obra salazariana he mencionado de manera recurrente El imperio de las flores. Acaso porque se trató de su texto más acabado, especialmente después de haber escrito El mundo es un lugar extraño y Donde deben estar las catedrales, las cuales considero obras muy firmes. Acaso porque goza de un personaje contundente, de una Paulina que relata sus calamidades con un lenguaje poético que a la vez contiene voces populares y regionales. Quizá sea la mejor porque, aún cuando los monólogos pudieron ser más introspectivos y dramáticos, el personaje convence por su plenitud y por la intensidad de sus emociones. Pero también podría serlo porque lo mitológico se reduce a una sola alegoría y porque no hay exceso de símbolos. Por otra parte, al tratarse del último trabajo que publicó, podemos considerarlo como el cierre de un ciclo, como la coronación de la historia iniciada en su primera obra, aquella de las catedrales, donde Crescencio Montes, Baldomero Berumen y Máxima Benítez son conducidos a la tragedia por el amor y el desamor; aquella donde Juana sube un barril al cerro de la Bufa al mismo tiempo que un arquitecto rememora su vida pasada.

No sé, entonces, si el ciclo que cerró El imperio de las flores es lo que hizo de esta novela un documento especial, pero lo que puedo asegurar es que Paulina, o Juana, es la piedra angular de la novelística de Salazar. Ella, a diferencia de personajes tan débiles como el Sonaja de la morality play titulada Pájaro vuelve a tu jaula, es la mejor figura del autor y la más representativa. Y es que la conciencia de Paulina explora hasta el límite posible su propia existencia. Ella no sólo transmite la fatalidad, el absurdo y el barroquismo, sino que también resulta un vestigio de materia más humana y terrenal; una entidad más tangible y cotidiana; una persona e idea que, por lo tanto, se vuelve universal. Incluso, este personaje, que se suma a una lista de mujeres trágicas como Camila Natera, en El mundo es un lugar extraño; las Brillosas de Llorar frente al espejo; Yalula, de Mecanismos de luz y otras iluminaciones, y Terry Holiday, aparecida en Los cuentos de Tepetongo, es simultáneamente sobria y lírica. Como narradora de su propia verdad sólo cuenta lo necesario. No se excede. No cae en la exageración y la mentira. No es falsa y, en contraste con Sonaja, cuya historia parece extraída de Los papeles de Pickwick, de Charles Dickens, es tan intensa que se sufre con ella. Por eso, allí donde estaba Paulina o su imagen como idea, como un absoluto, no sobraban páginas, lo que sí sucedió con ese momento desafortunado que Severino tituló Pájaro vuelve a tu jaula.

En su narrativa, como se descubre al revisar cada obra, resuenan los ecos de Katherine Anne Porter, Scott Fitzgerald, las hermanas Brönte, Ann Radcliffe, Horace Walpole, Carson McCullers e Isak Dinesen. Ellos, por un lado, definieron el rumbo que Severino adoptaría. Pero, por otra parte, la estirpe de Mauricio Magdaleno, Juan Rulfo y Agustín Yánez se congrega en una nueva estética que permitió al zacatecano constituir un cuerpo literario plagado de ideas trascendentes y que combinó el fatalismo de la novela regionalista mexicana, la fantasía de la literatura escandinava y el pensamiento que inició con Sören Kierkegaard y que Camus ejemplificó con el mito de Sísifo.

Este convite de voces literarias góticas, fantásticas y regionalistas devino un estilo ultrabarroco. Un estilo que no permite vacíos semánticos o visuales. Como en la obra de Edgar Allan Poe, todo posee significado; todo es símbolo y, cuando no lo es, los seres y objetos se presentan como antítesis o alegorías. Como en el romanticismo, el autor yuxtapone opuestos: lo sublime y lo grotesco; la felicidad y la tristeza; el amparo y la orfandad: hay en toda su obra la emoción de la tragedia. El sentido de la vida en Salazar es la antítesis de la realización. El fin, como pensaban Kierkegaard y Heidegger, se halla en lo futuro; es decir, en una noción próxima al destino; en la culminación de un ciclo. Así cada personaje fluye en el río de su conciencia trayendo consigo solemnidad, misantropía y tragedia hasta completar un destino.

martinez8.jpg Para algunos, este estilo parecería anacrónico, pero a pesar de su perfil acumulativo, no es agotador o incomprensible. Salazar manejó diestramente sus influencias al combinarlas con técnicas modernas y con algunas vanguardias hispanoamericanas. Con esta exploración del pasado y el presente literarios conquistó la singularidad. Su obra es original porque contiene referentes que renovaron cierto sector de la narrativa mexicana. Por ello lo considero el pionero y, acaso, el mayor precursor del nuevo regionalismo mexicano.

“[…] un hombre es como los árboles, cuya misión es estar ahí, sólo para sacar a la superficie sus hojas verdes y sus flores y frutos del fondo de la tierra.” Esto dice Valente Reveles en El mundo es un lugar extraño, y en Donde deben estar las catedrales, una voz perdida exclama: “[…] me demostró que sólo somos tierra, que nuestra carne es tierra, que estamos hechos de tierra. Y todos somos tierra, entonces tanto ustedes como nosotros hacemos lo mismo”. Y eso que hacen los personajes de Severino es vivir y morir; es nacer de la tierra y sucumbir como polvo; es ser y rehacer materia. Eso que son, también, es destino e incertidumbre. Por su parte, el autor, con todo y que sólo hizo literatura como un pasatiempo, cosa que señalé al inicio, fue un escritor maduro y serio durante veinte años. Y, aún cuando repitió constantemente su mundo literario —que no su visión de la vida—, siempre fue capaz de sorprendernos pues supo escudriñar en símbolos totalizadores, en leyendas locales y maneras regionales para contarnos historias. Su prosa hizo votos de universalidad al dialogar con la condición humana, con los mitos que unifican el temperamento de los hombres y las bestias, y con el flujo cotidiano del pueblo donde nació. De aquí que en su última novela sentenció: “Sólo somos tierra y luz. Como las flores.”

 


 Severino Salazar. Fototeca del Conaculta / INBA / CNIPL
Fotos: Ítalo Fabricio