Dorotea se echa exhausta sobre la tumbona recién traída por los repartidores del Palacio de Hierro, dispuesta en el área destinada a la t.v. y estrenada hace unos días por los gatos y su ama, poco antes de la penalidad por la que toda la familia atraviesa ahora. El tapiz es de color carmesí y se ha cubierto del pelo delgado de los felinos. Uno de ellos, con la cola espléndidamente esponjada y erguida, maúlla y se trepa sobre las piernas hinchadas de Dorotea, quien siente un cosquilleo en la nariz, el cual intenta cancelar pasándose rápido un dedo índice por el morro. Mientras, el animal ronronea y se le pega al cuerpo. La mujer libera un denso suspiro. Mira su reloj pulsera con impaciencia, a la espera de que su padre llegue pronto. Dorotea confía en que él se hará cargo de la catástrofe, por lo menos dará los pasos iniciales hasta que se lleven a cabo las exequias.
Dorotea piensa con asco en su propia gestación, desvanecida de cualquier memoria consciente. Le provoca repulsión imaginarse nueve meses adentro de ese cuerpo ahora inerte. Se acaricia la barriga con la sospecha de que la hija de la que se encuentra embarazada experimentará, algún día a lo mejor, un rechazo parecido. En un descuido fija la mirada en una vieja fotografía de cuando su mamá y su gran amiga Toni tenían veinte años. Era la boda de Toni, quien lleva el pelo ligeramente recogido con una corona de flores y un vestido de novia muy hippie. Increíble, observaba Dorotea, que Toni haya sido tan delgada y tan joven. Deborah viste un amplio y colorido vestido de gitana, la moda de entonces. Unas ojeras muy acentuadas le ensombrecen el rostro. La acababan de operar del apéndice en aquel tiempo y, a pesar de su belleza, se le nota mala cara. Nunca como ahora, marchita sobre la king size. Parece una figura de cera. Dorotea encuentra que le hacía falta un retoque de pintura en el cabello. De la coronilla y las sienes le asoman unas canas lustrosas. Las pestañas se le han acortado y el tatuaje que le delinea los labios sucumbe ante la boca abruptamente transformada y desteñida por la muerte. La quijada le cae como la de un títere. Deborah, la verdadera, ya no está dentro de eso.
Al enterarse, los vecinos del edificio de la calle de Pestalozzi sufrieron sus respectivas conmociones. La señora del 502 tuvo un ataque de histeria. Quería a Deborah como a un sustituto de hija. Todos los condóminos se preguntaban: ¿cómo podía haber ocurrido un asesinato con muchos de ellos guardados en sus casas, inadvertidos del acto brutal, pasando a gusto la noche del sábado como si nada malo ocurriese? Nadie supo de la infausta visita. Sólo la mujer del portero había oído el timbrazo a las once de la noche pasadas, mismo que se revolvió con las voces emitidas por el televisor encendido en la portería. ¿Quién iba a pensar nada extraño, si la propia señora Deborah contestó por el interfón y permitió que entrara el que seguramente fue su asesino?
En lo que a él respectaba, al margen de los años transcurridos después del divorcio, el arquitecto Arias reconocía sus sentimientos discrepantes por Deborah. Le dispensaba un gran cariño, algo de desprecio y cierta dosis de rencor. Pero que en esos momentos estuviese tendida y muerta, le provocó un enorme desasosiego. Se quedó largos minutos inmóvil sentado en su silla giratoria, impactado por la noticia. Después se lavó la cara en su baño privado, como si el agua fría le devolviera entereza. Dejó la oficina, con temblor en las manos, para acompañar a su hija Dorotea, quien velaba ya el cadáver. Un chofer de la compañía lo condujo en el Audi. El arquitecto, que no permitía jamás que nadie manejara su coche, prefería prevenir la posible traición de sus nervios y evitar un choque de tránsito en su camino intranquilo hacia el domicilio de su ex mujer. De todas maneras, observaba todos los movimientos del conductor en un acto de control obligatorio. Iba preocupado por los siete meses de embarazo de su hija Dorotea, envuelta de pronto en un embotamiento paralizante. El ajetreo que se les venía a todos encima con la muerte inesperada de Deborah también lo congelaba a él. Entretanto, las calles se atiborraban de autos y de obstáculos. Arias dirigía al chofer. Tomaron por Parque Lira, que se condensaba; dificultosamente dieron vuelta hacia el viaducto donde permanecieron varados como ballenas por un buen rato, hasta que lograron atravesar la avenida Insurgentes para adentrarse en las calles de la Narvarte.
En el departamento de su madre, Dorotea seguía aguardando a su marido y a su padre. Sabía que los médicos forenses y la policía retardarían los funerales. El deseo enunciado en varias ocasiones por Deborah de ser cremada a su deceso, “lo más expedito posible, o sea, a la voz de ya, porque no quiero que nadie me vea, ni aunque haya muerto de cien años”, no sería concedido tan pronto como ella habría deseado. Los investigadores de su oscuro fallecimiento lo advirtieron categóricos a la familia después de examinar el cuerpo.
Al principio, cuando Dorotea la halló quieta sobre la cama, con el rostro amarillento, con la nariz excretando un fluido terroso y la mandíbula abierta, es decir, en pleno rigor mortis, pensó que había sufrido un ataque cardiaco. Fue cuando telefoneó de inmediato a su tío médico. De una manera frenética le avisó que su madre había muerto. La señora de la limpieza se había presentado tarde, con un tufillo alcohólico. Se exaltó con la noticia y se puso a llorar desconsolada y de rodillas ante el cadáver.
—Yo la dejé requetebién el sábado en la tarde, seño Doro, hasta contenta estaba.
A Dorotea le pasó de súbito por la cabeza que a lo mejor Deborah se había suicidado, pero descartó ese fogonazo de pensamiento cuando vio que en el aparato de CD reposaba The Essential Bob Dylan, que no era tan significativo para su mamá como el álbum blanco de los Beatles, con cuya música sí se hubiera despedido de la vida.
El tío Carlos, el otorrinolaringólogo casado con Marcia, la hermana menor de Deborah, acudió ipso facto a su llamado. Su consultorio se encontraba en el eje Eugenia, a unas cuadras del edificio que habitaba su cuñada. Llegó prevenido con su maletín médico. Al entrar a la habitación, con sólo verla, se convenció de que es taba difunta. Sin embargo, revisó el cadáver con cuidado, más con la mirada atenta que con el tacto. Se detuvo un largo rato en el cuello, en el rostro y en los brazos con la ayuda de una lupa. Se había percatado de la nariz color de grana, cundida por pequeñas laceraciones, y le halló, sin palparla ni moverla, un punto azulado en la garganta, un cardenal que lo intrigó.
—A mí se me hace que tuvo un choque anafiláctico. Si no recuerdo mal tu mamá era alérgica a la penicilina. Pero este moretoncito está muy raro.
Al poco rato tocaban a la puerta la desconsolada tía Marcia y una de sus hijas. Abrazaron a Dorotea, quien se precipitó en un largo gimoteo. El tío Carlos presenciaba el suceso con una fuerte sensación de abatimiento. ¿Cómo consolaría a las tres mujeres? Ya para ese momento, Carlos Dávila sospechaba que se encontraban todos en el escenario de un crimen.
—Tío Carlos, todos sabíamos que mamá era alérgica a la penicilina. Ella le tiene, le tenía, digo, pavor. ¿Cómo demonios pudo habérsela aplicado?
—Pues se rasguñó el cuerpo para rascarse, mientras se le cerraba la glotis. Son evidentes los arañazos.
—¿No habrá experimentado kinky sex, tío, o algo así?— Lo dijo con una mueca de repugnancia.
—Esas uñadas se las infligió ella misma. Estoy seguro. Ya dirá el forense, cosa muy importante, si tuvo relaciones sexuales antes de morir. Tu madre era china libre, mijita, así que no la vayas a juzgar ahora.
—No tío, ¿cómo crees? Simplemente hago suposiciones.
Los tíos y la prima interrogan a la sirvienta, mientras Dorotea escudriña los objetos familiares: el estante de perfumes, la mesa de camilla adornada con fotografías enmarcadas de la familia, el kilim de colores en el suelo, la pantalla del televisor empotrada en un armario antiguo, las lámparas que cuelgan de la pared para iluminar la lectura nocturna, la cajonera que guarda ropa interior, medias y medicinas. Atrás de la puerta del clóset, ahora abierta, cuelgan cinturones de la fallecida y collares de cuentas. Un librero largo pero de poca altura divide la recámara de una pequeña salita donde están la tumbona y el aparato de música. En los estantes descansan más fotos, piezas artesanales, un retrato en postal de Mick Jagger, otro del Che Guevara y uno de Deborah con Patricia Mercado, la activista política.
Dorotea fija la mirada en el cuarto de baño. El espejo allí se ha combinado con los rayos de luz que, como sables, atraviesan por la ventana de la habitación. Se crea un pequeño arcoiris sobre el mosaico del suelo. Dorotea coge el teléfono inalámbrico y marca compulsivamente varios números telefónicos; entretanto los dos gatos siameses de Deborah se pasean por el cuerpo tieso de su ama. En ese momento, el arquitecto entra como un vendaval para solidarizarse con su hija.
Un rato después un funcionario y un médico del ministerio público, en la compañía de dos policías, se apersonan en casa de la señora Deborah Madrigal Walter. El galeno no parece prestar atención a la información que el tío Carlos, el otorrinolaringólogo, le ofrece. Con la mano sostenida en el aire le pone un alto. El tío se incomoda, pero al cabo de unos minutos, su colega concuerda con él.
—Sea como sea, tenemos que esperar a la autopsia—, dice, sin miramientos.
Para la noche los forenses han determinado que Deborah murió de un choque anafiláctico. Encontraron apenas quinientas unidades de penicilina en su sangre, lo suficiente para que su propia producción de histamina la matara.
—Eso no es un suicidio—, especifica Martín Arias, el hijo menor de Deborah, que abandonó un retiro de escritores en Banff, Canadá, para unirse a su hermana en un momento tan aciago. —Mi mamá le tenía pánico a la penicilina.
—Alguien se la inyectó en el cuello, como coligió el tío de ustedes en la mañana. Lo curioso es que no hubo lucha. Sin embargo, explica el sargento Atanasio Lumbreras de la Procuraduría de Seguridad Pública del Gobierno de la Ciudad, también se encontró que su señora madre había ingerido cannabis indica, sin duda mezclada con comida, lo cual quiere decir que al momento de su muerte se encontraba intoxicada.
—Me parece increíble que mi mamá comiera marihuana, sargento Lumbreras. Ella odiaba toda clase de drogas. Uno de sus hermanos, yo no lo conocí, desde luego, murió de un pasón en el 73. Tenía veinte años apenas.
—La señora Madrigal Walter consumía alprazolam, casi un gramo diario, calculó el forense, y serotonina.
—Mi mamá padecía de depresión —contestó Dorotea—, pero lo suyo era más ansiedad que estados de tristeza, de allí el gramo de Tafil al que usted hace referencia. Pero no era adicta a nada. Se lo aseguro, salvo la coca cola light.
Dorotea se sienta en la esquina del sillón de tres plazas de su sala y sube las piernas, irritada con el policía.
—Hábleme de su mamá, señora. Dígame a qué se dedicaba. ¿Sabe usted si tenía enemigos, por ejemplo? ¿Una relación amorosa oculta, digamos con un hombre casado?
—Nada de eso, sargento. Mi mamá diseñaba joyería de piedras semipreciosas. Trabajaba, dos o tres veces por semana, con un artesano de Tlalpan que está muy dispuesto a que lo interroguen, ya lo sabe usted. No tenía ninguna relación amorosa de ningún tipo. Después de divorciarse de mi papá quedó, ¿cómo se dice?, escaldada. Era muy amiguera y se reunía con amigos de siempre, algunos los conocía desde la prepa. Durante la campaña de Patricia Mercado participó todo lo que pudo, que no fue mucho, porque se sentía enferma de todo. Mi mamá era una enferma imaginaria, sargento Lumbreras. ¿Quién le iba a decir cómo moriría? ¡Tanto que se cuidó de la penicilina!
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