¡Órale Martita, échate otra chelita!, suplican los labios amoratados y la lengua entorpecida de un hombre a la dueña del lugar. ¡Ésa mi Martha, véngase pa’cá y me dejo planchar!, insiste, arrugando el entrecejo y los cachetes de jitomate, otro cliente de la misma mesa, donde reina el regocijo que la oscuridad y las estrellas le imprimen a la medianoche del sábado en un bar.
Después de escupir la risotada, pasan la teporocha de mano en mano con ojos colorados de perro viejo, compartiendo la caguama y respirando a bocanadas el espíritu del cigarro que ya ha cumplido su misión de ennegrecer los pulmones. Ninguno se fija quién de los cuatro amigos puso para comprar el pomito o la cajetilla de tabacos, porque lo primordial es unirse a la algarabía que trae consigo la primera semana de éxito en La Coliseo de Martha Villalobos.
¡Pus pa’que vean que yo no me quiero hacer millonaria nomás de madrearles el hígado a ustedes, pues me lo madreo yo también! Y Martha, ama y señora de la corona mundial de peso completo en la lucha libre —de dos gimnasios y de su recién inaugurado bar— se acerca a la tertulia para mezclar en su estómago grandes sorbos de caguama con los “caballitos” de tequila y vodka que le han estado cociendo las tripas desde las ocho de la noche.
En el interior de un edificio vetusto se buscó la manera de improvisar el recinto. La noche amaga, impávida y fría, tras las coyunturas oxidadas de las ventanas; los sonidos rebotan en todas direcciones, chocando de nuevo en las cabezas. Por las fosas nasales se interna no el olor a cigarro —la amplitud del lugar permite que se dispersen las espirales de cada fumada— aunque sí un fuerte hedor a cal húmeda, yeso y pintura fresca.
Dos enormes columnas azules contrastan con el blanco que impera en todo el terreno y con las escaleras de concreto que conducen al primer piso y a los sanitarios, limpios aún. Varios grupos de orificios y su maraña de cables no pierden la esperanza de que algún día lleguen sus focos. Al centro, para dar un ambiente luchístico al asunto, Martha Villalobos espera colocar un cuadrilátero, igualito al que por más de veinte años le ha servido para poner en su lugar a cuanta luchadora se le para enfrente.
Adentro de la rockola, todavía con el plástico que evidencia su reciente adquisición, esperan su turno muchas canciones que Martha, gustosa, va invitando a sus clientes. Mientras tanto, la voz de José Guadalupe Esparza y su grupo Bronco rompen el espinazo del orgullo de un hombre, el mismo que vomitaba sus penas en la mesa con Martha Villalobos, antes de que La Divase fuera a celebrar con la tropa.
El infortunado caballero —ebria mano con caguama temblorosa— revive su desventura con las estrofas de “Arráncame la vida”, ahogándose en sus mocos y en su fracaso: Para qué quiero el mundo, si me condenas a enfrentarlo solo; para qué quiero sueños, si no habrá con quién soñar. Si es verdad que te marchas, arráncame la vida, porque no quiero vivirla, ni un instante, si te vas…
El comensal, aprovechando que se encuentra junto a las escaleras, se levanta en un segundo, tambaleándose, huyendo de las miradas que se han clavado en su agonía, dispuesto a no se sabe qué. Sólo lleva consigo los versos que le han achicado el corazón: Arráncame la vida, porque será imposible vivirla soportando este tremendo dolor…
El mesero, ocupado en vaciar salsa picante y crema a un plato de chicharrones, no termina de convertir en ombliguera su playera amarilla, anudándola en la espalda, cuando se dispone a salir corriendo detrás del cliente que, para agradecer la borrachera, deja sus pertenencias —un abrigo gris de lana, perlado por las gotitas de caguama que está absorbiendo, y una bolsa de plástico donde se vislumbra un rollo de papel higiénico y un encendedor.
Todo silencio; Lupe Esparza ha terminado de arrancarse la vida. La jefa ordena: ¡Déjalo! No se va. Es que el güey anda mal porque ya lo mandaron a la chingada la semana pasada. Ayer en la noche así se salió y luego lo tuvimos que ir a meter porque no aguantaba el frío. Na’ más está allá afuera gritando puras pendejadas, pero no hace nada malo. Ai te lo encargo, no lo vaya a matar un coche por baboso…
Sigue la verbena, ahora con “Cielo rojo”, de Flor Silvestre. Martha Villalobos se acerca al mostrador para sacar un juego de dominó y volver a descansar sus más de cien kilos de peso en una mesa, desde donde vigila —a través de un espejo— quién baja y quién sube a su Coliseo romano en aquel trozo de la Avenida R-1, en Ecatepec de Morelos.
Buscando mujeres con minúsculos vestidos llegan dos tipos soberbiamente ebrios, cargando en sus panzas y pies la hinchazón de la cirrosis, lamentando que no exista todavía el pasamanos en las escaleras que suben a La Coliseo. Ambos trepan casi a rastras, para toparse de frente con la desilusión: No mames güey, aquí no hay viejas, vámonos a Las Vaqueritas… ¿Qué? Tú no eres Martha Villalobos, me canso que no. La original ha de andar luchando por ahí…
Temiendo que, en cualquier momento, de su lengua estalle en todo el universo el grito de ¡Fuera!, Martita Villalobos cuenta hasta mil y regresa a dar la bienvenida —acostumbrada a saludar chocando con fuerza la palma de las manos— a nuevos clientes. No pierde ocasión para saludar, mesa por mesa, a los que respondieron con gusto a su constante ¿Le sirvo de cenar? o a los que no se resistieron por el autógrafo.
Los dos aventureros, con las mejillas embadurnadas de mugre y sudor, piden fuerzas al alcohol para bajar las escaleras. En medio de la temblorina cada uno tiene dos pies izquierdos, incapaces de destrabarse ante la sorpresa del inminente madrazo de casi quince escalones que la embriaguez les regaló. Ahora su borrachera empieza a curarse sola con el susto y los raspones en los codos; ni modo, para atarantar de nuevo la lengua tendrán que buscar pronto otro lugar.
Esos güeyes. ¡Yo no les vendo una chela a cuarenta, se las doy a doce pinches pesos y todavía me dicen que no soy la original! Allá en Las Vaqueritas sí les van a sacar la lana a los cabrones… Y por lo de las viejas, el viernes voy a tener show de tangas mixto y todos ustedes están invitados. Va a venir Intocable, el luchador, para encargarse de las chavas, y una chica, para los viejos…
Otra mesa, donde ya el alcohol ha hecho prisioneros a tres clientes, responde: Tons’ qué, Martita, ¿tú vas a hacer el show de tangas? Y la poseedora del título “Reina de Reinas” en el ring se decide a dar muestra de su sensualidad a los invitados, utilizando como fondo musical a Thalía y su canción “A quién le importa”, la que siempre pide a los promotores para arribar a las arenas.
En sus oídos se atoran los chiflidos y los aplausos, como los que siempre recibe de los seguidores del deporte de las llaves. Muchas pupilas no dejan de dilatarse para ver a Martha revolotear gozosa con sus pasos de baile en el piso chipotudo —uno a la izquierda y otro a la derecha—, esos que le sirven para menearse igual en todas las canciones. Ahora da gusto a un cliente bailando “Golpes en el corazón” con su paso estándar, al ritmo del acordeón de Los Tigres del Norte.
La también dueña de una barriga escandalosa ha llevado hasta su bar la prueba de que ha recorrido mucho mundo. En la mesita donde se preparan las bebidas empieza una muestra fotográfica de la gladiadora, desde sus inicios en la lucha libre, cuando sus lentes oscuros, su chamarra de piel y su cabello verde dirigían a Las Rockeras. Fotografías con Paty Chapoy y Nino Canún, con otros luchadores y carteles autografiados de la revista Box y Lucha dan la vuelta al recinto.
Un añejo recorte de periódico explica, de un solo tajo: “Martha Villalobos, la mejor luchadora de 1992”… Contrastan con sus vestuarios de atrevida y su fama de ruda rompemadres las imágenes religiosas que auguran la buena suerte para el negocio y para Martha en el ring; veladoras envueltas en papel aluminio, claveles rojos y blancos…
Esta noche Marthita, regordeta de consistencia, está enfundada no en un calzonzote y medias de nylon con bolitas de colores, sino en un pantalón de mezclilla y playera negra. Ahora no ha dejado al descubierto sus pequeños pies, como lo hace cuando va a luchar. Sus ojos, agradecidos, siguen descansando de las plastas de crema y el polvo luminoso que han cargado en cada arribo al cuadrilátero.
Dos hombres, los de la mesa del rincón, están convertidos en un bloque de hielo por esas cosas del alcohol. Sumergidos en el letargo, se pierden el show que Martha Villalobos hace a Gronda, un portentoso luchador con la piel embarrada de crema roja que los profesionales del graffiti hicieron para la perpetua decoración del espacio. Esto así se hace, chava, pon atención para que deleites a tu novio, marido, amante o lo que sea, dice a la única mujer que se encuentra en el lugar, sin saber que ésta toma nota debajo de la mesa para su trabajo de la Universidad.
Martha Villalobos recarga el trasero justo en el calzoncillo de Gronda, meneándose desinhibida y con entrega plena. Aplausos, risas y gritos entre caguamas, bromas y albures; algunos clientes ya extienden su billete, imaginando que llegarán a colocarlo en la cintura de la bailarina.
Y para que lo prepares le haces esto, mira…, aconseja a la misma mujer, besándole el pezón al Gronda de la pared con la punta de la lengua y acariciándole tremendas venas en los bíceps, muy bien trabajados en el gimnasio. Ora que si quieres con dos, pus por acá anda La Parka… Y repite la operación acercando la punta de su lengua al otro graffiti, que llega al techo del recinto.
Ya pasan de las dos en el reloj y la luz neón se cuela a la diversión entre la sombra de un poste y las mesas de repuesto. La madrugada, fría en exceso, traspone las fronteras de la piel y se hunde por entre los músculos. Quienes consideran que el momento amerita otro pegue, ordenan más caguamas a la única poseedora del preciado tesoro, para ellos lo único dulce, placentero y capaz de suavizar un poco las dolientes asperezas en la lucha por la vida.
Agradecemos a la revista Box y lucha su apoyo para la ilustración de este texto con imágenes de la luchadora Martha Villalobos.
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