No. 148/ENSAYO

 
Fernando Pessoa, la máscara del otro






soy otro cuando soy, los actos míos
son más míos si son también de todos,
para que pueda ser he de ser otro,
salir de mí, buscarme entre los otros,
los otros que no son si yo no existo,
los otros que me dan plena existencia

Octavio Paz, Piedra de sol

La primera vez que leí (o, más bien, me leyeron) unos versos de Fernando Pessoa, yo asistía a un taller literario. Eran unos versos que decían: “el poeta es un fingidor,/ […]/ finge que es dolor/ el dolor que de veras siente”. Unas semanas después adquirí una antología de dicho autor. No tenía más datos del poeta que su nombre, por lo que al notar que en el índice aparecían tres poetas más, me sentí estafado: “¿Qué es esto? —me pregunté—, yo pagué por una antología de Pessoa, no me interesan los demás.” Sin embargo, los leí; los encontré a todos diversos, a todos fascinantes.

Ese encuentro me dejó perplejo y maravillado. Comencé a leer más sobre el autor y me sentí como un tonto. Comprendí por qué se incluía, en el volumen de poemas, a otros poetas: eran sus heterónimos, eran él mismo.

Conforme avanzaban las semanas, los meses, mi lectura de y sobre Pessoa se hacía más frecuente y abarcadora: narrativa, ensayo, teatro, biografías. Incluso comencé a tomar clases de portugués para poder leerlo en su propia lengua. Con el tiempo descubrí que su nombre era como un signo; el rasgo más revelador de su creación: Pessoa, en portugués, significa persona.

Esto me lleva a recordar que persona viene del latín persona/personae, que tiene la acepción, entre otras, de máscara del actor. Esto es, la persona era un vacío que sólo se animaba si un actor se vertía en él. Pessoa, extraño gesto inmóvil echado a andar por una fuerza que no es sí mismo.

Quisiera detenerme en otros términos para ejemplificar mejor lo que digo. Actualmente entendemos la palabra persona como un individuo de la especie humana, es decir, un ser real, verificable a través de los sentidos. De personaje tenemos un concepto un poco diferente, ya que por ello entendemos el resultado de la construcción de una inteligencia superior, por ejemplo, los personajes de una obra literaria. Estos serían inventados por una inteligencia superior representada en la figura del autor. Sin embargo, existen otros personajes cuya existencia puede ser, como la de las personas, verificable gracias a los sentidos. Cuando alguien es muy famoso o, cuando menos, destacado, decimos que es “todo un personaje”, esto es, un ser que queda investido de cualidades extraordinarias, poco comunes, que lo hacen salir de la realidad chata, de la medianía. No obstante, señalaba líneas arriba que para conformar a un personaje es necesaria una inteligencia superior; y lo diferenciaba de su homónimo literario por su verificabilidad física. Me parece que dicha inteligencia, en el caso del segundo personaje, sería la masa, quien se encargaría de confirmar aquellas cualidades que se le imputan, es decir, la masa sería esa fuerza superior que daría la vida al personaje que, sin su soplo divino, no sería más que un individuo. Decía anteriormente que tal personaje se podía corroborar en nuestro plano de la realidad. He dicho mal; lo que se puede corroborar es su existencia personal, que es a lo que siempre regresa, desnudo de los calificativos extraordinarios del personaje.

Fernando Pessoa, el hortónimo, fue un poeta excelente, genial. Desde sus primeros años increpó a la realidad, cuestionó su valor frente a otros planos de la existencia: “Todos tenemos dos vidas: / la verdadera, que es la que soñamos en la infancia,/ y que continuamos soñando, adultos, en un sustrato de niebla;// la falsa, que es la que vivimos en convivencia con los demás,/ que es la práctica, la útil,/ aquella en la que acaban por meternos en un ataúd”. Estos versos me parecen la configuración esencial de la vida del poeta, ya que le dio una importancia relevante a la “vida verdadera”. Habitante de latitudes metafísicas más que físicas, Pessoa es la posibilidad de otros en sí mismo, o tal vez, la posibilidad de otros sobre sí mismo.

Con la creación de los heterónimos más famosos y lo-grados (hay quien señala la existencia de 72) —Alberto Caeiro, Álvaro de Campos y Ricardo Reis—, el autor legitima el pretexto que es él mismo. Pretexto para sí, para su creación y para su estancia, más o menos equilibrada, en el plano de realidad que siempre creyó confuso, ininteligible y sin sentido. El poeta contaba en diversas ocasiones que cuando era niño tendía a vivir en una realidad difusa, indiscernible, en la cual convivía con otros seres: “No sé, por supuesto, si ellos son los que no existen o si soy yo el inexistente: en estos casos no debemos ser dogmáticos”, señalaba. Así, toda su vida fue un interminable ir y venir de una realidad a otra, de un plano vivencial a otro.
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Regreso al ejemplo del vacío que es la máscara antes de ser habitada por el autor. Afirma Heidegger, en su ensayo “La cosa”, que hay que atender al vacío de los entes y no quedarnos con la pura forma. “¿Qué es una jarra?” se pregunta, “¿cuál es el ser de la jarra?” Contener y escanciar son las funciones de un instrumento tal, como es la jarra para el alemán, quien afirma que es gracias al vacío, más que a ninguna otra cosa, que se pueden llevar a cabo las funciones de la jarra. De la misma forma, el vacío detrás del gesto petrificado que es la máscara es lo que permite la conformación de un personaje que la sustente. El vacío: una nada que más que no-ser es un hueco posibilitador de ser.

Personne, en francés, significa a un tiempo alguien y nadie. Por un lado, alguien: generalidad, comunidad, anonimato; por el otro, nadie: indeterminación, espacio abierto, vacío. Al buscar acepciones para el término anónimo, detuvo mi atención uno de los varios significados: el de sociedad anónima. En él, es un cúmulo de individuos el que da vida al concepto de sociedad; como en el caso de nuestro poeta, esa sociedad está constituida por los heterónimos que conforman un ente cóncavo, animado por ellos, sin el cual éste no tiene medios de existencia. Sin embargo, lo que me tienta, lo que me mueve a reflexión más profunda es, de nuevo, el vacío, y más, el ocultamiento del Yo en el vacío. Para Pessoa era necesario ser indeterminado, en el sentido del Yo, es decir, tener un Yo tan plástico, tan ilimitado, que tuviera la posibilidad de albergar a otras personalidades distintas, incluso contradictorias, pero bien definidas, dentro de sí mismo. Entonces, lo que constituiría al poeta no sería su Yo, propiamente hablando, sino el vacío, el espacio ávido de ser. Como en el ejemplo de la jarra heideggeriana, el vacío, más que no-ser, se torna ser que posibilita: posibilidad de ser.

Hay un ejemplo magnífico en la literatura clásica que evidencia las posibilidades de ese hueco llamado Nadie. Cuando Odiseo, de vuelta a Ítaca, atraca en una isla y entra a un antro oscuro, jamás se imagina que acaba de caer en manos de un antropófago: el cíclope Polifemo. Éste inquiere a los navegantes los motivos por los que se encuentran en su morada y, como debe ocurrir en toda buena literatura épica, les pregunta sus nombres. Les anuncia el monstruoso personaje que los irá comiendo, uno a uno, y que dejará para el final al jefe, pues le causó buena impresión. El astuto líder, que se caracteriza por sus ardides, urde un plan para salvarse: a la hora de dar su nombre al cíclope, lo cambia por el de Nadie. Este acto lo sume en la indeterminación, lo elimina, lo hace invisible. Después de embriagar al cruel anfitrión, éste es cegado con una lanza hecha para tales fines. El monstruo, al pedir ayuda, grita desesperado: “Nadie me mata con engaños y no con sus propias fuerzas.” Los demás cíclopes, que acudían en su ayuda, atendiendo sus lamentos previos, le dicen que si nadie le hace daño seguramente está loco, y regresan a sus grutas. Este plan salva la vida de los marineros que, posteriormente, se ven libres. Es interesante cómo trama Odiseo la utilización del vacío para ocultar su Yo. Así, Nadie se convierte en la máscara perfecta que despersonaliza al ejecutor de la acción. No es Odiseo quien acomete contra Polifemo, es la máscara impulsada por el marido de Penélope quien lleva a cabo la obra que le permitirá salvar el propio pellejo y el de sus compañeros. De esta forma, el gesto petrificado, la máscara, la persona, es impulsada por una fuerza superior a sí misma, y esta fuerza es la que lleva a cabo la acción; pero es una fuerza siempre despersonalizada, despojada de sus atributos particulares: es un personaje investido de otras características que lo hacen, en este caso, ser invisible, ser inexistente. Y es que la máscara no es más que una suma de características potenciales en espera de un impulso exterior a ella; es un conducto que permite la metamorfosis: no es más el astuto líder el que actúa, sino su transformación, su otro, su extensión: Nadie: la invisibilidad, la impunidad.

De un modo paralelo, Fernando Pessoa es la máscara que echan a andar sus heterónimos, es decir, un impulso ajeno a ella. ¿Exterior a ella? Puede ser, ya que éstos, en sentido estricto, se encuentran fuera de su Yo; son posibilidades, alternativas. El drama, en este caso, estriba en que el portugués es un individuo que respira, que fuma y bebe como endemoniado, que cuestiona la realidad. Pessoa es una máscara que es un ser vivo que espera completarse siempre en los otros, que espera que los otros le den el ser que, en su condición de máscara, no alcanza. Y es que Pessoa es el personaje central en el dramático monólogo de su vida, es la persona que toma forma gracias a los heterónimos que vienen de más allá, de la “vida verdadera”. En este sentido, Pessoa no es más que la máscara inmóvil y rígida colgada tras bambalinas en el escenario de la “vida real” que es este mundo, tablado donde se monta la obra del Fernando Pessoa tenedor de libros de Lisboa; esa máscara que se ve animada por los heterónimos y por Pessoa ele-mesmo, sin embargo, todos ellos vienen de otro lado, de la “vida verdadera”, y no es sino al representar este drama que dan vida al personaje habitado por una multitud. Y es gracias a ella que puede completarse, llegar a ser.



Luis Paniagua Hernández (San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979). Poeta. Estudia la carrera de Letras Hispánicas en la UNAM. Poemas suyos fueron incluidos en las antologías Crimen confeso (Daga Editores, 2003) y Un orbe más ancho. 40 poetas jóvenes de México (UNAM, 2005). En el año 2000, obtuvo el premio de poesía en el certamen José Emilio Pacheco (FES-Zaragoza); en 2004, el premio por el mismo género en el concurso de la revista Punto de partida, y el segundo premio de ensayo en la emisión 2007 del mismo certamen. Ha colaborado en las revistas Acequias, Rocinante, Opción y Literal, así como en el suplemento Arena del periódico Excelsior. Ha publicado el poemario Los pasos del visitante (UNAM, 2006)