Título original: “L’autre Alceste”, de Alfred Jarry, publicado en Oeuvres,
Gallimard, París, Bibliothèque de la Pléïade, 1972
Personajes
Salomón
Balkis, reina de Saba
Doblemano
Roboam
El visir Asaf
I
Relato del visir Asaf
El ángel de la muerte se apareció a mi señor econ seis rostros, con los que corta las almas de los habitantes del oriente, del occidente, del cielo, de la tierra, de los países de Zhadzhudi y Madzhudi y del país de los creyentes. Y volvió hacia mi señor su rostro. Pues bien, los dzhinis que trabajan en el templo cortando los metales sin ruido con la piedra samur procurada por el cuervo, oirán la caída del cuerpo del profeta sobre el entarimado de la sala de cristal, y no querrán terminar de construir. Ven a mi señor de pie entre las murallas transparentes, apoyado en su bastón de cedro, y si el ángel le quita el alma en esa postura, el entarimado luminoso no vibrará al contacto con su cuerpo terrestre, hasta después de la ruptura del bastón, roído por los gusanos. Y quizá el templo estará terminando. le aconsejé a mi señor que sostuviera sus palmas en un cayado de oro incorruptible, para que los dzhinis lo supieran eternamente de pie en la sala de cristal. Pero el profeta no quiere impedir que los gusanos desmientan una mentira eterna, y el ángel ha preparado el envoltorio de seda verde donde será insuflada su alma, confiada a un ave verde que la llevará al tribunal de los dos ángeles Ankir y Menkir. Pero elevé la mirada al cielo, y la reina Balkis, la mujer de salomón, que por él abjuró del culto al sol, estará de acuerdo en confiarle su propia alma al ángel que la insuflará, en el envoltorio de seda verde, y el ángel de la muerte, bajo cualquier forma que aparezca, recibirá un alma envuelta para ofrecerla al ave simurg, pues el alma debe alcanzar el paraíso de los creyentes, por la región del aire y del fuego, y un cuerpo astral para el barquero monstruoso, que la transportará por el país de los pantanos. Así, salomón vivirá en cuerpo y alma hasta la conclusión del templo.
II
Relato de Doblemano
He visto errar al visir Asaf con su cimitarra en la mano, alrededor de la sala de cristal, pues la sala tiene trescientos sesenta y cinco puertas, y no sabe por cuál entraré para ir hacia su señor. No quiero tomar enseguida el alma de Salomón, pero querría algo que de él emana y participa de su sabiduría y del esplendor de su cuerpo. Quiero con mis tijeras verdes cortar un mechón del candor de su barba, por lo menos: y es que su cráneo cierra como una bóveda pulida el almacén de su cerebro, allí donde unos dzhinis sabios agitan su inteligencia. Pero cuando con mis tijeras haya trozado ese tentáculo visible del espíritu del rey de los profetas, la hoja de la cual pende el principio de su vida se desplomará del árbol Sidrat-Almuntaha, el ave verde, absorberá su alma y su cuerpo astral navegará a la sombra de mis remos sobre las aguas calmas que mensulan el paraíso de los creyentes. dios quiera que esta satisfacción me sea permitida y que no encuentre al tocar una de las puertas de la salida de cristal —preferiría cruzar mis minúsculas tijeras con la cimitarra circular del visir— el cadáver extendido sobre el entarimado transparente, el alma volando hacia las alturas donde se posa el simurg y el cuerpo astral flotando en el aire móvil para venir a sentarse al frente de mi barca, detrás de mí, advirtiéndome por su peso ligero, pero en mi barca todavía más endeble, que debo remar hacia la justicia de Ankir y Menkir.
III
Relato de Balkis
Mi guía me esperaba en la barca parecida al caparazón de un escarabajo disecado.
Y al principio no vi el pantano, semejante al plumaje de un pavorreal verde, por las apretadas miríadas de ojos de lentejas, y no vi el rostro de mi guía, como tampoco él vio el mío. Su espalda me apareció laminada en bronce o cubierta de escamas muy semejantes a las hojas del mirto, como lo son las de la culebra. Y sus brazos muy largos se perdían en el agua lateral, como si el gran escarabajo de los pantanos cuyo caparazón era nuestra barca hubiera remado con el velludo par central de sus patas. Y después de la visión de su espalda verde, hombres rojos con cara de pájaro y con vestidos rectos pasaron sucesivamente frente a mis ojos por ambos lados de la barca, y en muchas ocasiones lo llamaron por Doblemano.
Y con el movimiento percibí el agua y el fin de la toba de lentejas, a lo que siguió un hielo más móvil.
Seres como huevos de mercurio sólido escribían y describían todos los números y el signo del infinito, deslizando sus relámpagos en la capa de arena. Por ellos aparté la mirada del remero, y reaparecieron los hombres rojos. Uno dijo:
—¡Doblemano! ¿Qué llevas en tu barca roída? ¿No será a Salomón? ¿Qué hay más hermoso que lo útil y que macetas espléndidamente colocadas?
Y ese ser aún no salido de los limbos dijo que su nombre de hombre será en el futuro Jenofonte.
—¡Paz! —exclamó mi guía, hablando a los hombres rojos o advirtiendo a los patinadores de hidragirio que precedían la barca—, ¡paz! o el agua tersa, con mi voz se tornará lodosa y móvil, y sus pies de acero se hundirán en los huesos de la tierra. Dicho esto, rema.
—¿Qué hay más hermoso —dijo Jenofonte—, que platos geométricamente dispuestos?
Y se aleja, echado por un gran insecto largo que andaba por el agua con miembros en forma de hilos.
Con las voces y los ruidos, los huevos de mercurio giradores estallaron en el agua desplegando alas de carne y sangraron en el aire la sangre de los pinos; seres planos, semejantes a pies cornudos que arrastran taloneras desplumadas, se elevaron hacia la superficie del agua como las escamas del cieno. Doblemano murmuró que ya era tiempo de que sumergiera sus brazos hasta el libro y hojeara a Hidrófilio.
Y exhumó de las profundidades un escarabajo monstruoso, del color de la pez, con el vientre triangular vidriado, como una ventana sobre su corazón; lo colocó en la barca sobre el caballete de sus patas y, abriendo de par en par los élitros, hojeó las alas desdobladas. Al desviar la mirada hacia el pantano, vi reaparecer la forma roja y Jenofonte se mofó:
—No inscribirás a Salomón.
Doblemano, inclinado sobre el tríptico viviente, lo levantó furioso; pareció que sostuviera en el frente de la barca una proa; en medio de la barca una vela crujiente y sonora, encima de la vela una oriflama desenrollada y, en medio, una linterna rojiza. Y crucificó en el mástil al gran escarabajo con las alas abiertas flotando, los costados triangulares y vidriados brillando rosados. la barca bogó más rápido y se hundió en la niebla gris entre formas cenicientas. Y en el momento de abandonar la región clara, Jenofonte dijo:
—¿Qué hay más hermoso, oh Doblemano, que pares de zapatos alineados según el orden militar? llevas a salomón, ah, ah, y su alma.
Y estuvimos en un agua desierta, con el carrusel de metal siempre girando, ahora detrás de nosotros, con el cielo bajo. Unas burbujas explotaban con un poco de humo. Contra nosotros zumbaba el suplicio del escarabajo.
Y volvimos en medio de la huida dispersa de los seres del agua, con Doblemano de regreso en la barca puntiaguda de dos extremos que no había virado, remando frente a frente, y diciendo:
—¡Perdóname, Hidrófilio! Me postro frente a tu espalda curva y al ángulo diedro de tu vientre. Permite que me acerque sin miedo y te desclave. El zumbido de tus alas alrededor de tu cuerpo estridente es horroroso. Libro, cierra tus pliegos donde estuve a punto de inscribir el horror sin alma. ¡Helena! ¡Helena! Éste es el cuerpo artificialmente estrangulado en el medio cuya pretensión es configurar el signo del infinito cuando está acostado; en la parte superior, las dos glándulas flageladas y excoriadas del centro que se descomponen y se disuelven cuando un ser inconsciente, antes de haber adquirido la nobleza para triturar huesos, debe comenzar a vivir de putrefacción, después de haber eclosionado de la sangre y de la sanies de un tumor horadado, porque un hombre orinó desconsideradamente en la mata de musgo que disimula la vergüenza y la llaga siempre supurante de la ampulosidad inferior. ¡Helena! el hombre sólo puede plagiar el uso de esta llaga ofreciéndola como simulacro a la salida condenada por dios para excretar las inmundicias del cuerpo. (Hidrófilio desapareció bajo el agua, hacia el país de los vivos, petrificándome entre sus patas.) No veo elevarse en dirección de la superficie del agua la burbujita que explota entre humo y prueba que el cuerpo sabe expirar un alma.
Cuando lo hubo dicho, sobre nuestra huida glauca planeó el vuelo quebrado del reflejo de sus remos.
IV
Relato de Salomón
En vano tengo un anillo formado con las cuatro piedras que me dan total autoridad sobre los mundos de los espíritus, de los animales, de la tierra y de los vientos. Ya no recuerdo las divisas inscritas en las cuatro piedras, pero sí la máxima del águila de que, por larga que sea la vida, no es sino un largo retraso de la muerte. Y recuerdo también la sentencia del gallo: Piensen en dios, hombres livianos. Pero la máxima más hermosa de todas es la del halcón, de que se debe tener piedad de los otros hombres. Para obedecer a las dos máximas, la del halcón y la del gallo, querría haber terminado mi templo, para que dios sea glorificado dignamente después de mí por los hombres. Después de mi muerte, ningún hombre podrá manipular mi anillo sin ser reducido a cenizas, y los espíritus que a mis órdenes edifican el templo se dispersarán en un torbellino.
No sería injusto, como me lo aconsejó mi visir Asaf, que alguien tomara mi lugar frente al enviado del ángel de la muerte. ¡Ah, si hubiera imitado a ese hombrecito, que murió en mi presencia después de haber deseado al paso de una estrella fugaz vivir hasta encontrar al más grande profeta! Mi padre David ha muerto, y le he pedido a dios que hiciera posible disolver el piadoso subterfugio de mi mujer Balkis, pues no se debe dar un alma de mujer a cambio de la de un profeta, y recuerdo que antes de desposarla, la hice entrar en una sala entarimada de espejos para ver si no tenía pies de burro.
Roboam, mi hijo, está en la fuerza de la edad del cuerpo y del espíritu, y tengo por él amor que sería sacrílego prostituir en una mujer, pues a través de él vuelo a atisbar en mi pasado; observo con mi sabiduría centenaria el crecimiento de mi cuerpo y de mi espíritu de veinte años, y quizá él haya penetrado lo suficiente en el reflejo de amor de mi sabiduría para —luego de haberse ofrecido para rescatar la vida terrestre de mi alma— atreverse a luchar por el acero contra el enviado del ángel de la muerte, y volver a tomar, bajo la mía, su hoja vital de la rama de Sidrat-Almuntaha.
V
Relato de Roboam
Doblemano vendrá con tijeras de barbero o la arista cortante de sus antebrazos y desprenderá un bucle de mi cabellera para consagrarlo al ángel de la muerte, y así no tocará un pelo de la barba de salomón, mi padre, y el ángel que vela con los ojos fijos el árbol Sidrat-Almuntaha, no verá amarillear y ondularse la hoja que germinó la simiente de David.
Inmerso en estos pensamientos vine al pantano y, como en los sueños de verano, uno corre, en un espasmo doloroso o enamorado, en la arena seca, hacia el reflujo al que el flujo ya no hace equilibrio del mar; y uno aleja frente a sí desbandada de las olitas blancas que murmuran sálvese quien pueda, y no vi el pantano, sino un poco de agua en una pradera cerca de una pequeña roca entre dos hierbas secas, y la lubricidad del fondo de ésta cerca de una pequeña roca entre los libros de mi padre y de mi abuelo, zarandeado en ese lugar por los luminosos animales de las charcas, que lo levantaban por instantes, llevados a la superficie por la burbuja que respiran, y la abandonaban por un poco de aire vital. Quise tomar el libro, entonces la charca se secó, el hielo aplanó los intervalos bifurcados de los gladiolos, los animales del agua cavaron la tierra. Y Doblemano vino sin caminar, con los pies unidos formando la figura de los dos caudales natatorios un pez erguido, deslizándose hacia enfrente con el susurro de los cristales de la escarcha fragmentada. Y lo mismo que la mujer de mi padre, Balkis, no vi su cara. Dicen que no se ve su rostro con los ojos del cuerpo. Tenía un rostro de aparente terciopelo verde, y yo sentí tejerse hasta mis sienes una especie de telaraña, una máscara de terciopelo verde, con un prurito delicioso, siguiendo una línea que partía de lo alto y de la mitad de la frente, y por la sien derecha cosquilleaba el ala de la narina derecha. Fue tan voluptuoso, bajando al contacto horizontal de mis labios donde la piel roja es más delgada, que hice rechinar mis dientes y vi que nuestras dos máscaras eran dos máscaras de esgrima, la mía tejida con amonado pelo de gato, o con plumas cincunorbitales de aves nocturnas, o más exactamente con el pelo semejante a las plumas del pecho de los perros del país de Sin, que son comestibles. Doblemano tenía un techo sobre el rostro, y por esto lo reconocí plenamente, escamas de bronce parecidas a las hojas del mirto. Y cruzamos nuestras espadas tan cerca que no podíamos parar en las hojas, sino en nuestros antebrazos. Vi también que Doblemano tenía en los brazos dos codos, un segundo brazo nacía de los huesos de su muñeca, y a medida que levantaba o bajaba los codos, de cada uno de sus hombros nacía una M o una W.
Contratacaba extendiendo la extremidad de su brazo, que era ya todo un brazo, y cuando me sentía retroceder, sin separar sus piernas soldadas, desenvolvía los cuatro huesos de su brazo doble en la horizontalidad sinuosa de un relámpago verde triplemente quebrado.
Y paré el primer golpe segando de un hachazo cerca del codo la mano que sostenía la espada, y me pareció ver turbio, como si una segunda telaraña se extendiera en la visera de mi máscara, enrejado no protector, y Doblemano intentaba parar con los tres huesos de su muñón, y con un segundo golpe de filo de mi hoja golpeé su brazo en el segundo húmero, y creí tener la satisfacción de ver reducidos a la normalidad sus miembros extraordinarios. Pero mi máscara se hizo más oscura y vi la noche poblada de hombres rojos, y extendiendo mi estoque hacia el adversario con la mano derecha, quité mi falso rostro de la izquierda, mirando la visera que, como los ojos de mi cara, se cerraba y se pegaba y soldaba sus cejas, y golpeé por tercera vez gimiendo y temblando con todo mi cuerpo. Y sobre la silueta verdusca del recuerdo el muñón de un solo hueso rojo. El velo orbicular volvió a cerrar muy lento, uniendo en una espesa membrana las dos barbas blancas. Y yerro ciego en la barca del remero manco, cuyo brazo derecho sangra a mi izquierda para alimentar los animales metálicos del pantano muerto, y Doblemano rema poderosamente con su mano siniestra, y mientras que Salomón, mi padre, vigilia a los dzhinis que terminarán el templo, la barca regresa dextrorsum, como un girino gigantesco al que le hubieran quitado la mitad izquierda del cerebro.
23 de agosto de 1896.
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