El osito del aparador resalta entre todo lo demás; es una de esas tiendas donde sin empacho han exhibido mezclados una corbata, una licuadora, el último disco de baladas, un maniquí a la moda otoño-invierno de este año y el osito de peluche que Mena mira asombrada cada que pasa frente a la vidriera con su madre.
Es un osito que tiene más pelos que todos los ositos, piensa Mena, a quien le gusta imaginarse que va sola y por eso se adelanta cinco o seis pasos a los de su madre; así puede enfrascarse en sus pensamientos, que los últimos días son protagonizados por el osito del aparador.
A veces aparece también en ellos el maniquí que acompaña al peluche: a Mena no le sorprende la última moda de la estación, ni las grandes pestañas de la mujer de plástico, lo que sorprende a la niña es la fija atención en un punto desconocido que tienen esos ojos. A Mena no sólo le sorprende, sino que le enoja que el maniquí no mire al osito, tan tierno éste, tan deseable juguete, como mascota que no le ha pedido a su madre (ella querrá comprarle un libro en vez del peluche en el aparador y Mena no quiere otro libro, ni una muñeca; no un helado ni algo barato como dice su madre, tampoco un premio de consolación. Mena quiere el osito del escaparate).
Seguramente el peluche la acompañaría durante las noches en que Mena tiene pesadillas —no de monstruos, sueña que su abuela muere, sueña sangre, sueña adultos que molestan niños— y cuando despierta sobresaltada necesita abrazar algo o a alguien, el osito del aparador sería ideal: una perfecta combinación entre juguete, almohada y compañero de sueños donde las niñas de la escuela se ríen de ella por no haber atrapado una pelota; donde alguien corta con tijeras de jardinero su pelo; donde su madre se aleja por un pasillo lleno de puertas, como de hospital. No más. Mañana mismo pedirá que se lo compren.
Saliendo de la escuela le digo, y me va a decir que cuando lo vea lo va a pensar, pero nada más puede verlo cuando vamos por los pastelitos de chocolate, siempre pasamos por ahí, pero no creo que hoy quiera otra vez pastelitos de chocolate, todavía han de quedar de los de ayer, mejor le digo mañana, o el sábado, pero el sábado va con sus amigos los vagos, dice mi abuelita, a lo mejor sí le digo al rato, a ver de qué humor viene, o a ver si no viene mi abuelita por mí, y ya en la noche ni modo de decirle a mi mamá que vayamos a ver el osito.
Una treinta de la tarde, frente a la primaria se estacionan grandes camionetas último modelo de las que bajan señoras que van por uno o dos niños a la escuela bilingüe y de tradición en la colonia, buena colonia; niñas llenas de pulseras y adornitos para el pelo esperan a sus mamás de uñas largas pintadas de colores fosforescentes, las esperan niños con juegos de video portátiles, niñas con Barbis unas, con bebés de plástico casi reales otras; y Mena, que no tiene flecos parados ni pulseritas ni adornos en el pelo, piensa que si tuviera el osito del aparador las niñas le hablarían, le pedirían que se lo prestara, no se burlarían de ella; también piensa que si su mamá se pintara las uñas y fuera como esas señoras, o como el maniquí otoño-invierno de la tienda, las niñas la respetarían, su mamá se llevaría bien con las otras mamás, irían a casa unas de las otras mientras las pequeñas jugarían en el jardín, ella sería una de esas pequeñas, pero mi mamá no es como esas señoras ni como el maniquí, y además hoy ha llegado la abuela por ella, no mamá.
Por la noche vuelven las pesadillas y Mena no tiene a quién abrazar; piensa en el osito pero el recuerdo de los ojos del maniquí la distrae, se enoja como cuando pasa frente a la vidriera y la mujer con ropa de moda no se inmuta ante la visión del peluche, le molestan los ojos perdidos, le molesta que el maniquí no proteja al oso, no sabe explicar por qué últimamente sus pesadillas contienen más plástico que sangre, ahora sí, mañana le pido el osito a mi mamá.
Mañana, cuando Mena y su madre pasen frente al aparador, la pequeña no adivinará los pensamientos de la mujer que mira cómo su hija camina metros adelante, se para frente a una vitrina con licuadoras, corbatas, el último disco de baladas y un maniquí a la moda, mientras anhela el osito de peluche que desde hace tiempo su madre sabe que quiere pero no ha podido comprarle.
Mena no imaginará los pensamientos de su madre, la mente de la mamá moviendo ideas, considerando matices y macerando martirios, como el esfuerzo mismo de mantener a Mena matriculada en esa escuela, la molestia de mirar en las mañanas y a veces en las tardes a miles de mamás maquilladas y con metros y metros de pasos meticulosamente medidos, desde que era niña maldiciendo a la abuela de Mena, y más en este momento en que manifiesta casi en voz alta los motivos: mi mamá mantendrá mejor a Mena, mañana martes, por mucho el miércoles, unos martinis, medicamentos, de modo simple, la manera es lo de menos, y Mena, el día después de mañana mirando a mamá muerta con la mirada fija, como el maniquí que no miraba al monito, mamá con mirada fija sin mirar a Mena, que se pregunta si la abuela le comprará el osito, le preguntará mañana.
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