No. 142/CUENTO |
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Malestar
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David Pruneda Sentíes |
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM |
Better a sick heart than none. Samuel Beckett |
Los vasos sanguíneos reventados debajo de la piel lo teñían de púrpura; pequeños puntos más oscuros que el resto del moretón salpicaban la superficie rodeada de un mar hecho de leche. Era inútil buscarle una forma a aquella violenta mancha en el costado izquierdo de su cadera; era redonda en su mayor parte, pero en dos sitios un par de protuberancias rompían la armonía de la silueta.
Estiró las sábanas lo mejor que pudo, las sacudió con la mano: lagañas, polvo y cabellos se elevaron hasta ser capturados por el rayo de sol que entraba por la ventana a un lado de la cama. Le dio forma a las dos almohadas golpeándolas con el puño; fue como si sus nudillos se estrellaran contra una pared. En la almohada del lado izquierdo, la suya, había dos manchas pequeñas y redondas de color café; provenían de su nariz. Tomó la colcha del suelo y cuando la extendió levantándola en el aire, sintió que sus brazos se rompían, desprendiéndose del cuerpo; pero no lo hicieron. —¿Bueno? —Buenos días, vecina, ¿cómo estás? —Bien, ¿y tú? —Bien también, gracias. ¿Cómo está tu marido? —Bien, trabajando—, suspiró. —Qué bueno, salúdamelo mucho por favor, luego le doy las gracias por ponerme el cortinero; ¿puedes decirle que dejó su martillo aquí? —Sí, yo le digo. —Gracias. Oye, te hablaba para preguntarte algo. —¿Qué pasó? —Anoche oí golpes y unos como gritos. No sé si venían de tu departamento o del de arriba. ¿No los oíste? —¿Como a qué hora? —Ya bien tarde, como a la una. —No, yo creo que ya estaba dormida a esa hora. —Se oyeron bastante cerca. Digo, yo pregunto porque el que me vendió el departamento dijo que era un edificio muy tranquilo. —Hasta ahora no nos quejamos, además llevas bien poquito tiempo aquí, ¿no? —Mañana son tres semanas. —Vas a ver que es tranquilo. —Oye, a ver cuándo nos tomamos un café o algo. —Sí, claro. —Sale pues, bueno, entonces nos ponemos de acuerdo. Gracias, vecina, perdón por la molestia. —No te preocupes. Nos vemos. —Bye. Barrió la sala y el comedor, acumuló la suciedad en un montón que luego succionó con la aspiradora. Hizo lo mismo con las tres recámaras y el pasillo. Todo permaneció intacto debajo de los muebles y en las esquinas; siempre que intentó inclinarse sintió su cuerpo rígido como fibra, lo que le impidió llegar a esos lugares. El quehacer la acaloró y se quitó el suéter de cuello de tortuga que tenía puesto. Quedó cubierta por una blusa de tirantes que dejaba ver las marcas de nudillos en sus hombros. En su cuarto ordenó los zapatos y el cajón de ropa interior de su marido. Levantó dos argollas y una cadena color plateado del suelo y las guardó en el segundo cajón de la cómoda. Lavó los baños. Prácticamente los limpió sentada en el suelo; cuando intentó hincarse para fregar el excusado, un hormigueo apareció en sus rodillas y fue extendiéndose hasta sus muslos, las piernas le temblaron y no pudo continuar arrodillada. Comió una manzana a mediodía para no tener el estómago vacío hasta la cena. El cansancio la obligó a recostarse en el sofá de la sala. Se tapó con una cobija; tenía las manos y los pies helados. Cayó dormida. Despertó sobresaltada gracias al timbre. Volteó a ver el reloj de la sala, marcaba las cinco de la tarde. Se puso de pie con trabajo. —¿Quién? —Soy yo, vecina, Carla. Se puso el suéter y abrió la puerta. —¡Válgame Dios, qué te pasó en la cara! —No es nada, me dieron un balonazo de básquetbol ayer en el parque. —Se ve horrible, ¿no te duele? —Pasa, por favor. —Gracias, vecina. Vine a darte el martillo y para ver si tomábamos un café. Cogió el martillo con una mano, pesaba tanto que tuvo que ayudarse con la otra; lo puso sobre un sillón de la sala. —Mejor lo tomamos aquí, me siento un poco mal. —Claro, vecina, también vine por eso, es que tu marido me habló hace poquito. —¿En serio? —Sí, me pidió que viniera a verte; me dijo que no te sentías muy bien que digamos. Es muy atento tu marido. —Sí. Siéntate, ahorita pongo el café. —¿No quieres que te ayude con algo? —No, está bien, gracias. Fue a la cocina, llenó la cafetera con agua y sacó los filtros de la caja, al hacerlo, uno de ellos cortó su dedo pulgar, una línea escarlata del grueso de un cabello apareció en la yema. La vio, presionó los lados de la herida hasta que sintió una punzada; se llevó el dedo a la boca. —¿Te gusta cargado o más o menos? —Como tú lo hagas está bien, vecina— la conversación iba de la cocina al comedor. —¿Y cómo te sientes en el departamento? —De maravilla, todavía está un poco vación, porque me falta colgar cosas en las paredes, pero estoy muy contenta. —Qué gusto. —Sí, ya era hora de tener mi propia casa. —¿Con quién vivías antes? —Con mis papás. —¿Cuántos años tienes? —Veintidós. —Estás bastante chica para vivir sola. —Ya sé, lo que pasa es que ya no aguantaba vivir con ellos, los quiero y todo, pero a veces son insoportables. —Como todos los padres. —Y tú, ¿qué edad tienes, vecina? —Veintinueve. —¿Y de casada? —Dos. —Qué bien. Qué bueno que por fin tenemos tiempo para platicar. —Sí. Sirvió dos tazas. —¿Azúcar, crema, leche? —Leche, por favor. Llevó las tazas, la leche y el azúcar a la mesa. —Yo lo tomo con azúcar nada más. —Cuando era chica yo también lo tomaba con azúcar, con mucha leche y mucha azúcar, pero poco a poco se me ha ido quitando eso. Las dos dieron un sorbo a la taza. —Está rico, ¿dónde lo compras, vecina? —Aquí a la vuelta hay una cafetería, no me acuerdo cómo se llama. —Ya sé cuál, en la esquina, ¿no? —Ahí. Dieron un sorbo más. —¿No quieres nada más? —No, gracias, nada más el café. —¿Y de dónde habrá sacado mi marido tu teléfono? —Ah, yo se lo di un día que me lo pidió, a la semana de que me cambié; me dijo que lo hacía porque tú se lo habías pedido. —No me acuerdo de eso. —Bueno, eso me dijo. Se quedaron unos segundos en silencio. —Vecina, yo quería hablarte seriamente de algo. —¿De qué, Carla? —De cómo se comporta tu marido conmigo. —¿Cómo? —Pues siempre que me lo encuentro es muy simpático. —¿Y qué tiene de malo? —Demasiado simpático, diría yo. —¿A qué te refieres? —Pues... la otra vez, la del cortinero, empezó a coquetear conmigo, pero muy abiertamente. —Mmmh— asintió lentamente. —Yo te lo digo, vecina, porque no quiero problemas con nadie y menos contigo, porque sé que eres con quien más voy a tratar y me gustaría que nos lleváramos bien. —Ya veo, gracias por decírmelo. —¿Verdad que estuvo bien? —Sí, claro. ¿Entonces fue muy abierto? —Sí, muchísimo, me tocaba el hombro y todo. —¿Te tocó? —Sí. —¿Y te gustó? —¿Qué? —Sí, que si te gustó cómo coqueteó y que te tocara. —Pues no, al principio pensé que era de esas personas que son muy buena gente y amistosas, pero luego me di cuenta de que estaba buscando algo más. —La verdad es que coquetea muy bien, ¿no crees?, así me conquistó a mí. Y no es lo único que hace bien... —Pero creo que deberías ver eso, vecina. Yo te aseguro que lo voy a parar en seco, pero tú también deberías decirle algo. —Sí, gracias, Carlita. ¿Segura que no quieres nada de comer?, de todas maneras ya voy a hacer la cena para mi marido, te puedo hacer algo a ti también. De veras, con confianza, pídeme lo que quieras. Se levantó de la mesa y fue a la cocina. En el camino, puso por un segundo su mano en el hombro de Carla. —No, no te preocupes, casi nunca ceno. —Bueno, si quieres algo, dímelo, siéntete como en tu casa. —Gracias. Oye, también quiero decirte otra cosa. Carla se paró y entró a la cocina; se recargó en el refrigerador. —¿Qué pasó? —Ya sé que no me concierne, pero también deberías hacer algo con ese golpe. —Sí, ya me puse una pomada. —No me refería a eso, vecina. Reconozco una trompada cuando la veo y no tienes por qué soportarlo... —Hazme un favor, Carla... Ve a dejar el martillo al despacho, está al fondo a la izquierda, junto a la recámara principal. —Está bien, pero en verdad tienes que hacer algo, vecina. —Ve, por favor. Carla tomó el martillo, fue hasta el despacho y lo dejó sobre el escritorio. —¿Y puedes traerme unos calentadores para los tobillos, por favor? Están en la cómoda— gritó desde la cocina. Carla entró a la recámara y abrió el primer cajón de la cómoda, estaba lleno de suéteres y sudaderas. Un sonido de llaves vino desde la puerta del departamento. Ésta se abrió y un momento después se cerró. Desde la recámara, Carla escuchó lo que se decía en la sala: —Hola, amor, ¿cómo te fue? —Muy bien, guapa, ¿cómo estás? —Bien, se ve peor de lo que se siente, ¿y tú, ya no te duele tanto? —No, preciosa, ya sabes que yo soy de largo aguante. Anoche estuvo increíble— casi fue un susurro. Carla abrió el segundo cajón de la cómoda y vio un par de argollas unidas por una cadena de acero y una espiral de cuero negro. —¿Vino Carla? —Sí, amor, está en la recámara. —¿Tan pronto? Qué bien, fue más fácil de lo que esperaba.
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