No. 142/CUENTO

 
Malestar


David Pruneda Sentíes
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM



Better a sick heart than none.

Samuel Beckett




Los vasos sanguíneos reventados debajo de la piel lo teñían de púrpura; pequeños puntos más oscuros que el resto del moretón salpicaban la superficie rodeada de un mar hecho de leche. Era inútil buscarle una forma a aquella violenta mancha en el costado izquierdo de su cadera; era redonda en su mayor parte, pero en dos sitios un par de protuberancias rompían la armonía de la silueta.

Lo tocó con dos dedos de la mano izquierda, sintió la inflamación; hundió lentamente los dedos en el bulto de su carne. Inmediatamente, una sensación tan fría que quemó su piel le nubló la vista. Tardó un segundo en retirar la presión.

pruneda1.jpgSu mano empezó a recorrer la esbelta cintura, subiendo lentamente hasta los senos también amoratados; uno de los pezones estaba casi negro, el derecho. Dos pares de surcos delgados penetraban tanto en la parte superior de la areola como en la inferior. Prefirió no tocarlos.

El piso del baño se enterró en las plantas de sus pies como miles de agujas heladas. Retorció los dedos; uno tronó. Su cuerpo desnudo frente al espejo parecía una estatua de mármol después de haber llovido. Gotas de agua poblaban gran parte de su piel y pequeños arroyos corrían desde su cabello hasta los senos, deteniéndose en el pliegue de sus bases.

Miró su rostro en el espejo el tiempo suficiente para dejar de reconocer su propia cara; por más que intentó verse directamente a los ojos, le resultó imposible lograrlo. Tenía un derrame en el ojo derecho que volvía roja, casi marrón, gran parte de la esclerótica. El pómulo, hinchado.

Se dio vuelta y vio el reflejo de su espalda manchada. Contorsionó el cuerpo y casi pudo sentir cada uno de los impactos; las escápulas se desplazaron debajo de su piel como un par de placas tectónicas.

La regadera goteaba, como siempre.

Estiró las sábanas lo mejor que pudo, las sacudió con la mano: lagañas, polvo y cabellos se elevaron hasta ser cap­tu­ra­dos por el rayo de sol que entraba por la ven­­tana a un lado de la cama.  Le dio forma a las dos almohadas golpeándolas con el pu­ño; fue como si sus nudillos se estrellaran con­tra una pared. En la almohada del lado iz­quier­do, la suya, había dos manchas pe­que­ñas y re­dondas de color café; pro­venían de su nariz. Tomó la colcha del suelo y cuando la ex­tendió levantándola en el aire, sintió que sus brazos se rompían, desprendiéndose del cuer­po; pero no lo hicieron.

Recogió la ropa tirada: un par de calzones, un brasier, una falda y tres blusas, lo suyo. Una camisa, dos pan­ta­lones, un par de calcetines y una corbata, lo de él. Cada vez que se enderezaba, después de haberse agachado para to­mar una prenda, un leve mareo la sacudía. Llevó todo al cesto de la ropa sucia. Sacó la corbata: él se eno­jaría si la lavadora la arruinara. La lavó a mano.



No desayunó; tenía el estómago revuelto.



—¿Bueno?
—Buenos días, vecina, ¿cómo estás?
—Bien, ¿y tú?
—Bien también, gracias. ¿Cómo está tu marido?
—Bien, trabajando—, suspiró.
—Qué bueno, salúdamelo mucho por favor, luego le doy las gracias por ponerme el cortinero; ¿puedes decirle que dejó su martillo aquí?
—Sí, yo le digo.
—Gracias. Oye, te hablaba para preguntarte algo.
—¿Qué pasó?
—Anoche oí golpes y unos como gritos. No sé si venían de tu departamento o del de arriba. ¿No los oíste?
—¿Como a qué hora?
—Ya bien tarde, como a la una.
—No, yo creo que ya estaba dormida a esa hora.
—Se oyeron bastante cerca. Digo, yo pre­gunto porque el que me vendió el de­par­ta­mento dijo que era un edificio muy tran­qui­lo.
—Hasta ahora no nos quejamos, además llevas bien poquito tiempo aquí, ¿no?
—Mañana son tres semanas.
—Vas a ver que es tranquilo.
—Oye, a ver cuándo nos tomamos un café o algo.
—Sí, claro.
—Sale pues, bueno, entonces nos ponemos de acuerdo. Gracias, vecina, perdón por la molestia.
—No te preocupes. Nos vemos.
—Bye.


Barrió la sala y el comedor, acumuló la su­cie­dad en un montón que luego succionó con la aspiradora. Hizo lo mismo con las tres recá­maras y el pasillo. Todo per­ma­ne­ció intacto debajo de los muebles y en las esquinas; siempre que intentó inclinarse sintió su cuerpo rígido como fibra, lo que le impidió llegar a esos lugares.

El quehacer la acaloró y se quitó el suéter de cuello de tortuga que tenía pues­to. Quedó cubierta por una blusa de tirantes que dejaba ver las marcas de nudillos en sus hombros.

En su cuarto ordenó los zapatos y el cajón de ropa interior de su marido. Levantó dos argollas y una cadena color plateado del suelo y las guardó en el segundo cajón de la cómoda.

Lavó los baños. Prácticamente los limpió sentada en el suelo; cuando intentó hin­carse para fregar el excusado, un hormigueo apareció en sus rodillas y fue ex­ten­dién­dose hasta sus muslos, las piernas le temblaron y no pudo continuar arrodillada.
 

Comió una manzana a mediodía para no tener el estómago vacío hasta la cena.


pruneda2.jpgEl cansancio la obligó a recostarse en el sofá de la sala. Se tapó con una cobija; te­nía las manos y los pies helados. Cayó dormida.


Despertó sobresaltada gracias al timbre. Volteó a ver el reloj de la sala, marcaba las cinco de la tarde.

Se puso de pie con trabajo.

—¿Quién?
—Soy yo, vecina, Carla.

Se puso el suéter y abrió la puerta.

—¡Válgame Dios, qué te pasó en la cara!
—No es nada, me dieron un balonazo de básquetbol ayer en el parque.
—Se ve horrible, ¿no te duele?
—Pasa, por favor.
—Gracias, vecina. Vine a darte el martillo y para ver si tomábamos un café.

Cogió el martillo con una mano, pesaba tanto que tuvo que ayudarse con la otra; lo puso sobre un sillón de la sala.

—Mejor lo tomamos aquí, me siento un poco mal.
—Claro, vecina, también vine por eso, es que tu marido me habló hace poquito.
—¿En serio?
—Sí, me pidió que viniera a ver­te; me dijo que no te sentías muy bien que di­ga­mos. Es muy atento tu marido.
—Sí. Siéntate, ahorita pongo el café.
—¿No quieres que te ayude con algo?
—No, está bien, gracias.

Fue a la cocina, llenó la cafetera con agua y sacó los filtros de la caja, al hacerlo, uno de ellos cortó su dedo pulgar, una línea es­carlata del grueso de un cabello apa­reció en la yema. La vio, presionó los lados de la herida hasta que sintió una pun­za­da; se llevó el dedo a la boca.

—¿Te gusta cargado o más o menos?
—Como tú lo hagas está bien, vecina— la con­ver­sa­ción iba de la co­cina al co­medor.
—¿Y cómo te sientes en el departamento?
—De maravilla, todavía está un poco vación, porque me falta colgar cosas en las pa­redes, pero estoy muy contenta.
—Qué gusto.
—Sí, ya era hora de tener mi propia casa.
—¿Con quién vivías antes?
—Con mis papás.
—¿Cuántos años tienes?
—Veintidós.
—Estás bastante chica para vivir sola.
—Ya sé, lo que pasa es que ya no aguantaba vivir con ellos, los quiero y todo, pero a veces son insoportables.
—Como todos los padres.
—Y tú, ¿qué edad tienes, vecina?
—Veintinueve.
—¿Y de casada?
—Dos.
—Qué bien. Qué bueno que por fin tenemos tiempo para platicar.
—Sí.

Sirvió dos tazas.

—¿Azúcar, crema, leche?
—Leche, por favor.
Llevó las tazas, la leche y el azúcar a la mesa.
—Yo lo tomo con azúcar nada más.
—Cuando era chica yo también lo tomaba con azúcar, con mucha leche y mucha azúcar, pero poco a poco se me ha ido quitando eso.
Las dos dieron un sorbo a la taza.
—Está rico, ¿dónde lo compras, vecina?
—Aquí a la vuelta hay una cafetería, no me acuerdo cómo se llama.
—Ya sé cuál, en la esquina, ¿no?
—Ahí.

Dieron un sorbo más.

—¿No quieres nada más?
—No, gracias, nada más el café.
—¿Y de dónde habrá sacado mi marido tu teléfono?
—Ah, yo se lo di un día que me lo pidió, a la semana de que me cambié; me dijo que lo hacía porque tú se lo habías pedido.
—No me acuerdo de eso.
—Bueno, eso me dijo.
Se quedaron unos segundos en silencio.
—Vecina, yo quería hablarte seriamente de algo.
—¿De qué, Carla?
—De cómo se comporta tu marido conmigo.
—¿Cómo?
—Pues siempre que me lo encuentro es muy simpático.
—¿Y qué tiene de malo?
—Demasiado simpático, diría yo.
—¿A qué te refieres?
—Pues... la otra vez, la del cortinero, em­pezó a coquetear conmigo, pero muy abiertamente.
—Mmmh— asintió lentamente.
—Yo te lo digo, vecina, porque no quie­ro problemas con nadie y menos contigo, porque sé que eres con quien más voy a tra­tar y me gustaría que nos lleváramos bien.
—Ya veo, gracias por decírmelo.
—¿Verdad que estuvo bien?
—Sí, claro. ¿Entonces fue muy abierto?
—Sí, muchísimo, me tocaba el hombro y todo.
—¿Te tocó?
—Sí.
—¿Y te gustó?
—¿Qué?
—Sí, que si te gustó cómo coqueteó y que te tocara.
—Pues no, al principio pensé que era de esas personas que son muy buena gen­te y amistosas, pero luego me di cuenta de que estaba buscando algo más.
—La verdad es que coquetea muy bien, ¿no crees?, así me conquistó a mí. Y no es lo único que hace bien...
—Pero creo que deberías ver eso, vecina. Yo te aseguro que lo voy a parar en seco, pero tú también deberías decirle algo.
—Sí, gracias, Carlita. ¿Segura que no quieres nada de comer?, de todas ma­ne­ras ya voy a hacer la cena para mi marido, te puedo hacer algo a ti también. De ve­ras, con confianza, pídeme lo que quieras.

pruneda3.jpgSe levantó de la mesa y fue a la coci­na. En el camino, puso por un segundo su mano en el hombro de Carla.

—No, no te preocupes, casi nunca ceno.
—Bueno, si quieres algo, dímelo, siéntete como en tu casa.
—Gracias. Oye, también quiero decirte otra co­sa.
Carla se paró y entró a la co­cina; se recargó en el refrigerador.
—¿Qué pasó?
—Ya sé que no me concierne, pero también deberías hacer algo con ese golpe.
—Sí, ya me puse una pomada.
—No me refería a eso, vecina. Reconozco una trompada cuando la veo y no tienes por qué soportarlo...
—Hazme un favor, Carla... Ve a dejar el martillo al despacho, está al fondo a la izquierda, junto a la recámara principal.
—Está bien, pero en verdad tienes que hacer algo, vecina.
—Ve, por favor.
Carla tomó el martillo, fue hasta el despacho y lo dejó sobre el escritorio.
—¿Y puedes traerme unos calentadores para los tobillos, por favor? Están en la cómoda— gritó desde la cocina.

Carla entró a la recámara y abrió el primer cajón de la cómoda, estaba lleno de sué­teres y sudaderas.

Un sonido de llaves vino desde la puerta del departamento. Ésta se abrió y un mo­mento después se cerró.

Desde la recámara, Carla escuchó lo que se decía en la sala:

—Hola, amor, ¿cómo te fue?
—Muy bien, guapa, ¿cómo estás?
—Bien, se ve peor de lo que se siente, ¿y tú, ya no te duele tanto?
—No, preciosa, ya sabes que yo soy de largo aguante. Anoche estuvo increí­ble— casi fue un susurro.

Carla abrió el segundo cajón de la cómoda y vio un par de argollas unidas por una cadena de acero y una espiral de cuero negro.

—¿Vino Carla?
—Sí, amor, está en la recámara.
—¿Tan pronto? Qué bien, fue más fácil de lo que esperaba.