Qumrad (Siglo I d.c.)
“Hemos pormenorizado hasta el último detalle la vida en la Comunidad”, se dijo el intérprete, mientras caía la tarde y escribía con carbón sobre el pergamino en su cuarto de estudio.
“Vinimos a aislarnos en el desierto para purificarnos y dejar lejos a la escoria de los viciosos y a los detritos de los malvados que pululan por las callejuelas de Jerusalén, y quienes ensucian, con su obscenidad hipócrita y su avidez tiránica por el dinero y el poder político, suelo y paredes del gran templo.
“En la Comunidad no somos más de doscientos. Comemos frugalmente y cumplimos varias veces al día el ritual del baño para borrar toda mácula. Unos realizan los trabajos agrícolas y otros espesan el líquido del bálsamo para volverlo ungüento curativo o aceite de aroma. Nadie como nosotros ha medicado los remedios para las enfermedades del cuerpo y encontrar alivio para las purulencias del espíritu.”
Todos sabían que ningún miembro de los Hijos de la Alianza, como el intérprete, había insistido en la austeridad extrema para llevar una vida que agradara a Dios. Ninguno fue más persuasivo que él y en ninguno creyeron más que en él. Pero algo (temblaba al escribirlo) lo perseguía desde hacía tiempo. Como polvo corrosivo la duda quemaba la piel de su alma: los infinitos sacrificios a los que se había obligado y había obligado a los miembros de la Comunidad ¿valieron el esfuerzo? ¿Dios los tomaría en cuenta y les abriría el camino? ¿Pero cómo saber siquiera si Dios existía?
Nervioso salió del cuarto y salió de las escuetas construcciones de la ciudad. Se detuvo al pie de las montañas, volvió el rostro y vio allá abajo las aguas minerales sin movimiento del mar que se volvían azules al atardecer. El cielo era amarillo y azul y comparó el declive del día con el declive de su espíritu.
No debían ver los Hijos de la Alianza el manuscrito pero no podía tampoco dejar de decirse la verdad a sí mismo.
Regresó a su cuarto y esperó la noche. Acabó de escribir lo que pensaba. Palpó el cuchillo que llevaba siempre bajo la túnica. Volvió a salir y anduvo por esas montañas que conocía incluso a ciegas. Entró en una magra cueva y ocultó muy bien el rollo detrás de una roca. Algún hombre de una generación futura hallaría el manuscrito y acaso sabrían entonces si sus dudas eran verdad o mentira. Sin embargo no percibió a un joven que lo había visto y seguido.
Regresó a su cuarto. Aliviado, feliz, durmió esa noche como nunca antes.
En la mañana, mientras escribía reglas de mayor dureza para la vida en la Comunidad como una manera de ser más severo consigo mismo, oyó gritos afuera. Eran dirigidos a su persona. Se supo perdido. Salió, y al pie de la montaña, vio reunida a la colectividad vociferando contra él y a un joven con el rollo del manuscrito en la mano.
Antes de ser humillado y afrentado, de ser llevado a un juicio inmediato del que ya se sabía la sentencia, sacó un cuchillo de su túnica y con las dos manos se lo hundió en el pecho.
Masada (73 d.c.)
“Está bien, es correcto…”, dijo el general romano al cronista al mirar, helado por el terror, las huestes suicidas de los sicarios que resistieron hasta el último instante. Cadáveres de hombres, mujeres y niños se hallaban esparcidos por los recintos del palacio. El hedor era poco menos que insoportable.
“Hace cosa de un siglo, Herodes, amigo de Roma, hizo alzar esta fortaleza y alzó palacios de estilo romano en la Cesárea mediterránea y amplió el templo de Jerusalén de tal manera que ocupaba hasta hace tres años la sexta parte de la ciudad. Herodes, como su hijo del mismo nombre, colaboraron con nosotros y le dimos a este pueblo numerosas libertades, menos la peligrosa independencia, que hubiera arruinado la política imperial en la región. Pero hay siempre sectas de dementes o fanáticos, que a pesar de que le vaya bien al pueblo, acusan al rey o al príncipe o al tirano que los gobierna de traidor o colaboracionista.”
Para no ver los cuerpos descompuestos el cronista alzaba la mirada hacia las montañas desérticas que se erguían poderosas delante de él. Volvió el rostro y vio el cielo desvaído y la sal del mar Muerto haciéndose cristales en el agua, y el agua, al evaporarse, emblanqueciendo el aire.
“Al colaborar los dos Herodes con nosotros, hicieron fuerte a su país, pero los nacionalistas ciegos, con su resistencia demencial condenaron a sus ciudadanos a la muerte, al exilio o a la humillación de una nueva servidumbre.”
El general, que ya no soportaba la fetidez, volvió los ojos hacia el cronista:
“¿No cree usted que estarían mucho mejor ahora con nosotros, que sin país, sin templo, sin tierra para sembrar, sin casa donde vivir?”
El cronista vio al general con angustia.
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Marco Antonio Campos (México, D.F., 1949) es poeta, narrador, ensayista y traductor. Ha publicado los libros de poesía Muertos y disfraces, Una seña en la sepultura, Monólogos, La ceniza en la frente, Los adioses del forastero y Poesía reunida (1970-1996); de cuento: La desaparición de Fabricio Montesco y No pasará el invierno; las novelas Que la carne es hierba, Hemos perdido el reino y En recuerdo de Nezahualcóyotl; los libros de ensayos Señales en el camino, Siga las señales, El café literario en ciudad de México en los siglos XIX y XX, Los resplandores del relámpago y Las ciudades de los desdichados; de entrevistas: De viva voz, Literatura en voz alta y El poeta en un poema; el volumen de crónicas De paso por la tierra y el cuaderno de aforismos Árboles. De 1973 a 1988 fue jefe de redacción y luego director de la revista Punto de partida.
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