No. 125/CRÓNICA |
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Real de Catorce, la urbe azul |
Roberto David Torres Hernández |
ESCUELA NACIONAL DE ESTUDIOS PROFESIONAL ACATLÁN, UNAM |
Esta noche oriental eterna, toserán nuestros tuberculosos pulmones |
“He aspirado el humo persa, navegando en un vapor…”. La tremenda voz de José Cruz ruge con potencia, inundando en su plenitud el espacio contenido dentro del Metropolitan. Su voz (poderosa, tremenda, drogada voz) viene rugiendo desde hace poco más o menos dos horas, enloqueciendo a la banda, abriendo y cerrando floridas ventanas con su palabra, colándose sutil —como la esencia misma del blues— por en medio de las notas que con vulgar maestría interpretan sus compañeros e invitados, cimbrando en lo más remoto de los cimientos del viejo teatro, pero, sobre todo, imponiéndose con crueldad maestra y abrumadora sobre los gritos de cientos de gargantas que corean “La venenosa” o “Me miraba a los ojos”. A estas alturas, la noche se ha puesto acogedora, hospitalaria y fraternal; nos abraza con cercanía de hermana incestuosa. A estas alturas la muerte y el sueño se han disipado en medio de la noche omnipresente, de la noche de cálido azul; Real de Catorce está en concierto. Nos gusta beber y torear autos; llenar de blues
De ahí en fuera, de ahí para adelante, cualquier duda, cualquier cosa que se quiera saber acerca de la banda deberá investigarse por vías más bien etéreas; será necesario viajar un par de horas en tren, caminar desnudos bajo el alba del desierto, preguntar a los cactus, interrogar a las serpientes borrachas, buscar debajo de las piedras de la zona más árida de San Luis Potosí, tal vez (sugeriría Castaneda) no estaría de más visitar a don Juan, investigar qué nos puede decir al respecto.
Real de Catorce es más que un grupo de blues independiente en medio de un país lleno de dependencias, Real de Catorce es la esencia de algo que no alcanzamos a asir con palabras, algo que sólo puede construirse y comprenderse por medio de la mágica fusión de sonidos que es su música. Real de Catorce es ese sentimiento, esa extrañeza e incomodidad, la sensación de estar fuera de lugar; de no entender el mundo…de desear que se haga polvo…Real de Catorce es esas ganas de llorar en silencio y con los ojos secos: de dormir. Es el deseo imperante e impertinente de encender el cigarro y dejar que se consuma solo en medio de nuestros dedos; nuestra generosidad de solaparle el suicidio antes de consumar por nuestras propias manos su asesinato. Ese antojo de sentir cómo fuma el viento. La noche transcurre con desenfado, todos nos movemos al ritmo de “Agua con sal”, vociferamos la letra de “Anforita de blues” (una de mis preferidas, debo confesarlo), y de “El Ángel”. Ya no se trata de cientos de voces —o quizá miles, no sabría decirlo, el teatro está a reventar pero desconozco su capacidad—coreando los éxitos de su banda predilecta. Hoy, y tras seguirle la huella durante casi dos décadas a la banda, resulta que nos miramos unos a otros, en medio de la catarsis, y nos reconocemos los unos en la mirada de los otros, resulta que a fuerza de estar vibrando bajo los mismos acordes, reconocemos en el vecino inmediato nuestros miedos, nuestras ansias y todas las pasiones que nos han traído esta noche, desde puntos tan distantes, a participar de las mieles que la banda nos regala en forma de notas. Resulta que ya no se trata de cientos ni de miles de voces gimiendo al unísono, de pronto nos damos cuenta de que en realidad se trata de una sola voz, una sola ansia y un solo ímpetu blasfemando con múltiples tonalidades… Me relajo mientras me dejo caer en el asiento catorce (hermosa casualidad) de la fila dieciséis de la Preferente A —vaya necedad de los organizadores por hacer todo lo posible en aras de que uno no encuentre nunca su asiento—. Descanso un momento después de haber explotado durante no sé cuántas canciones seguidas, me viene a la mente la imagen de mi propio cuerpo exhibiendo facciones de desesperación en medio del mortal embotellamiento de la Gustavo Baz Prada (vengo desde el norte de la ciudad), apenas unas pocas horas antes. Pienso en los apretones de la multitud informe en la estación Hidalgo, en la corretiza propinada por un par de “chavos de la calle” (término de extrañas pretensiones de refinamiento, y de asquerosa corrección política con el que les ha dado por autonombrarse últimamente), y en las serias mentadas de madre que me obsequiaron mis compañeros cuando creí haber perdido los boletos. Pienso en todo ello de bulto, de manera casi instantánea, y sin hacer distinciones suficientemente claras entre un recuerdo y otro; pienso en ello mientras una voz de áspera sensualidad femenina se abre paso en medio del tumulto de sonidos (comienzan a ceder los vulgares piropos encendidos por el hermoso escote y las deliciosas piernas de Magos Herrera, invitada especial), pienso en ello y concluyo (con el deseo acorralado bajo la falda de Magos)que todo ha valido la pena. Un olor amigable se cuela hasta nosotros desde los asientos vecinos. Creo reconocerlo; creo, de hecho, recordar gratos momentos en su compañía. Una sonrisa se posa en mi rostro sin que pueda evitarlo; la duda ha sido confirmada… la seguridad en el recinto de la calle Independencia no es precisamente lo que se llama infalible… En el escenario José Agustín se revienta uno de esos cuentitos cortos que tan bien le salen, aprovecho el receso y me balanceo entre mi asiento y el asiento trece de la fila trece para arrojarme hacia los compañeros de un par de asientos hacia la derecha, casi con la misma espontaneidad con la que me arrojé sobre el poeta la primera vez que bajó del escenario y se alejó entre los pasillos iluminado por un reflector rojizo que le producía un halo como de poeta maldito. Toco en el hombro de un tipo fornido con cabello largo y rizado, él voltea y me apunta directamente con sus ojos teñidos de crepúsculo. Le pido que “la role”, él me mira como intrigado por mi inusual aparición en su vida, “pa’la banda” insisto. Pienso en justificarme de alguna forma, pero ante mis ojos, sus gruesos labios rotos dan un jalón interminable a la punta de un rollo seco envuelto por papel arroz. Se separa el churro de la boca, y un hilillo de materia verdusca se le queda entre los labios asemejando el vello púbico de un ángel. La ceniza cae en rojo vivo sobre la leyenda Real de Catorce: De cierto azul que versa en su playera. Extiende su brazo hacia mí, desplegando una serpiente que se enrolla al sol, tatuada en intensos colores sobre su brazo. Por un momento hace sentir ridículo al gato que mi novia dibujó con una pluma cualquiera en mi mano mientras hacíamos fila en la puerta del teatro. Regreso a mi asiento, ya José Agustín va camino a su refugio en el fondo del teatro, aprovecho el escándalo para ponchar el primer toque y rolar la bacha a mis compañeros, el tipo de los cabellos rizados y las serpientes devorando sus brazos parece haberse disipado en medio de la masa humana que nos rodea. “Se vio chido el compa”, pienso, aunque en realidad no me sorprende en lo más mínimo que haya compartido de su cosecha, después de todo no podía negárnosla, no tenía cómo ni por qué negárnosla. En el momento en que entramos al concierto, todos aceptamos de forma tácita ser uno con los demás, al menos durante las próximas horas, en ese momento no había nada que cada uno de nosotros no hiciera por el sujeto a su lado, sin importar que jamás le hubiera visto. En ese momento todos navegábamos juntos y asidos a las manos de la desesperanza, en ese momento todos habitábamos el mismo naufragio. La música nos jalaba y nos reunía; nos hermanaba, existía una fraternidad que no puede explicarse en términos de todos los días. Una sensación que habita en cada uno de nosotros y nos lleva a rendirle culto, instaurarle un templo en algún punto el desierto humano que habitamos, en lo mas profundo y abandonado de nuestras calles… Eso es Real de Catorce… Eso es Real de Catorce —pienso medio muerto mientras siento cómo la alquimia del humo se filtra por cada una de mis venas—, silencios cantados por la voz de una armonita,4 notas improvisadas por el caminar sobre algún pueblo empedrado, sonidos todos, arrancados de algún lugar, de algún tiempo, de alguna historia de amor apagado o de algún cuento infantil, sonidos que llegan de todas partes de la vieja Persia o del Tepeyac, sonidos que caen en el momento exacto, como engranes embonando para dar movimiento a la maquinaria del ensueño… Las canciones de Real de Catorce caminan despacio; agonizan lentamente, como las estrellas, como el agua en el desierto, como la ciudad; como esas calles que reptan, se tuercen y hasta cambian de nombre antes de atreverse a morir; como las estepas áridas y la ciudad; como un niño… Como cada uno de nosotros… Retumba “Azul”, música de dioses celosos y olvidados, himno de una generación de desesperados cazadores de lluvias, la primera canción de la banda que la mayoría de los presentes escuchó. Retumba y el Metropolitan se llena como nunca en toda la noche, lo llena un fervor, una sutil y moribunda fe que sabemos que nunca terminará de morir. Hay en el ambiente una verdadera comunión, un auténtico carácter de festividad religiosa. Y no creo que se deba precisamente a la fecha —por cierto, aún es 12 de diciembre de 2003—, más bien se trata de una nueva fe, una religión criminal y lasciva, eucaristía de mota, sangre y bohemia: “La iglesia de los indigentes de los últimos días” podríamos bautizarla… “Azul, azul… y en sus ojos ref leja un hilillo de luz/ su vestido perlado de noche, y el cigarro encendido en un beso carnal…”. Me rehúso a aceptarles la despedida —todo el teatro se rehúsa, y en medio de la canción ya se escuchan los tradicionales “otra, otraotraaaa” y “culeeeeeroooo”, pero creo que es justo. Estamos bordeando la medianoche y los integrantes de la banda ya nos han contado todo lo que dos amigos pueden contarse durante dieciocho años. Nos han enterado acerca del Rey del Swing, acerca de sus propios amores y hasta de sus andanzas de corte gay. Ahora sabemos que Susy no para de beber, que no se puede estar un minuto sin tocar; sabemos que amanecen envueltos en llanto tras buscar las flores que no crecen en el pavimento, que les desagrada el mundo tanto como a nosotros, y que lo disfrutan igual. Nos han contado acerca de su nacimiento—un día lluvioso de noviembre—y hasta del importe que pagan por la renta. Incluso en algún momento se pusieron politicones y mencionaron algo acerca del asesinato de Manuel Buendía.5 “…esas sombras que besan y luego se van./ Una fotografía…/ una línea en la mano que quiere borrar…”. La masa uniforme que somos calla expectante, nos convulsionamos de un lado para otro como un solo cuerpo oscilando las caderas. José Cruz calla. Sabe que esperamos el remate que le hará a la canción (ya que siempre cambia), nos mira silenciosos y agitados, apuesto a que le recordamos el cuerpo ansioso de alguna amante postrada sobre la cama, suspira y finalmente lo suelta junto a Magos: “Bésame… bésame mucho…”. Todos explotamos en júbilo… levantamos las manos en señal de triunfo…saltamos, gritamos y maldecimos; levanto a mi mujer por la cadera y le planto un beso en la primera aglomeración de carne que se me acerca. “Gracias, muy buenas noches… nosotros somos Real de Catorce… Hasta luego…”. Una noche de certidumbres, se han confirmado las dudas; es cierto, plena y dolorosamente cierto, eso es Real de Catorce, esa fe que retumbó toda la noche en el Teatro Metropolitan de nuestra capital, que nos agobia y nos destroza pero que nunca va a morir: mientras haya tardes rojizas, mujeres negociando sus carnes bajo algún farol… mineros con caras sucias y vasos rotos a la luz de una mañana, mientras la urbe crezca, Real de Catorce estará ahí… al menos hasta que nos trague el desierto. Salimos expulsados del teatro como marido y mujer del Edén —y ahora que lo recuerdo, ¿qué hago afuera del Edén?6—, la madrugada de la calle Independencia nos recibe con sus gélidos dedos envolviéndonos. Pasa ya la medianoche; surgimos de los vestíbulos como de una madriguera, nos disipamos como “pandilla, como la marea de un mar iracundo” por las calles de la ciudad; nos dirigimos a todos lados; a la nada, a tomar por asalto las calles de esta urbe azul grisáceo, a “empañar de rojo los muros” que aún no hayan entendido que tienen que caer y aplastarnos. Nosotros caminamos hacia Balderas (si “la venenosa” no me engaña, me acompañan mi hermano y mi novia, los mismos dos compañeros con los que ingresé al teatro). Es viernes y es uno de esos días festivos que son más oficiales que los oficiales. Lo más probable es que no encontremos ninguna estación en servicio. Tendremos que esperar el alba agazapados, tirados al costado de una estación del metro, o bien veremos la mañana despuntando debajo de algún puente, envueltos en la sección de política del jueves 11 de diciembre, o buscaremos la calle Santa Veracruz y el callejón a espaldas de Soto, en busca del amparo de un tío mitológico. A decir verdad, es casi seguro que las hadas de la hora mas fría nos pescarán toreando autos en Periférico Norte; discutiendo las cifras de la hambruna mundial mientras nos paseamos descalzos enfrente de Plaza Satélite. Puede que nos sentemos frente al verdoso amanecer, a imaginar que hay gigantescos fumaderos de opio en las chimeneas de la zona industrial de San Bartolo. No importa dónde nos amanezca, dónde nos agarre la muerte o qué diablos tengamos que fumar el resto de la noche. Las orgiásticas fumarolas de nuestro ensueño nos dicen que la noche, que Real de Catorce, ha valido la pena… Después de todo, esta noche todos aspiramos de ese humo persa… |
N. de la E. Agradecemos a Rodrigo Farías y Magdalena González, representantes de Real de Catorce, su apoyo para la ilustración de este texto.
Fotografías:
1 Rodrigo González, mejor conocido por la banda como el Rockdrigo o el Rockdrogo, inmortalizado bajo el finísimo seudónimo de “El Profeta del Nopal”. Se le reconoce universalmente como el creador del estilo Rupestre en el rock, y como uno de los principales impulsores de una corriente nacional, la que se desliga de la responsabilidad de seguir los cánones impuestos por las bandas extranjeras, para crear un estilo propio de nuestro país. Sus discos mas reconocidos son Hurbanistorias y El Profeta del Nopal. Murió en 1985, a causa de “un pasón de cemento”, al desplomarse el edificio en el que vivía durante el terremoto de septiembre. |