No. 122/DEL ÁRBOL GENEALÓGICO

 
Dos cuentos


Hernán Lara Zavala



El muerto

Para Luis Leal y Sara G. Poot Herrera

Me encontraba en una galería. Se inauguraba la exposición de mi amiga Carolia, la pintora, que me había insistido mucho para que no faltara. Yo no me sentía muy bien pero acepté a nombre de la amistad y porque realmente me gustaba su obra. Tan pronto llegué me di cuenta de que había demasiada gente así que decidí hacer acto de presencia durante un rato, saludar a mi amiga y escapar furtivamente. Ya después regresaría a apreciar los cuadros con calma. Saludé a Carolia, fingí dar una vuelta por la exposición con el fin de escapar tan pronto encontrara la oportunidad cuando lo vi. No lo podía creer. Era él: viejo sí, pero con su actitud amable de siempre, alto, de mirada inteligente, un poco encorvado, calvo, con una guedeja blanca y una constante sonrisa a flor de labios. Tenía una copa en la mano y, como yo, se encontraba totalmente solo en medio del gentío. Lo empecé a observar desde varios ángulos: me fui acercando poco a poco y sigilosamente. Lo fui rodeando sin que se diera cuenta. No había ninguna duda: era él. Quedamos frente a frente. Al verme sonrió y pronunció mi nombre.

“Miguel”, le dije, “creí que ya estabas muerto”.

Sin ofenderse rió con ganas mirándome a los ojos. “Si así es no lo niego. Pero me temo que esta noche el muerto eres tú”.



Pascua florida

A Rubén Solís

Alvarito se encontraba muy preocupado. Antonio, su jefe y dueño de la tienda La Embajada en donde él servía como secretario, había salido desde las diez de la mañana en compañía de uno de sus primos de la Ciudad de México y todavía no regresaba a pesar de que ya eran más de las ocho de la noche y estaba a punto de cerrar. En el transcurso del día pasaron los de Sabritas, los de Bimbo, los de Coca-cola, los de Gamesa e incluso el agiotista del pueblo, el señor Chávez, al que le debían tres mil pesos y que fue a cobrar sus intereses sin que Álvaro pudiera darle ni un centavo pues tenía órdenes expresas de no pagar nada a menos que Antonio lo hubiera indicado previamente. Disculpándose despidió al último cliente, hizo el corte, guardó el dinero bajo llave y salió a indagar en dónde diablos podría encontrarse Antonio que jamás se ausentaba tanto tiempo sin avisar. Como sucede en los pequeños pueblos, Alvarito empezó a preguntarle a la gente si no lo habían visto. “Lo vi en La Vencedora como a eso de las tres”, le contestó algún conocido con sonrisa socarrona. “Estaba tomando los tragos con un primo de México que creo es escritor”, comentó. Qué raro, se dijo Alvarito para sí, no creo que todavía esté allí pues Samuel Cervera siempre cierra antes de las seis. Y en efecto, llegó a La Vencedora y la cantina ya estaba con la cortina bajada y en silencio. Con mucha pena se dirigió a la casa de Samuel y tocó en la puerta. Le abrió la esposa y cuando Alvarito preguntó por él la señora le dijo que ya estaba dormido pues había tenido un día muy pesado. “Se trata de algo urgente”, comentó Alvarito. “Mucho le agradeceré si me permite hablar con él aunque sea un momentito”. De mala gana la señora se internó en la casa y al poco rato Samuel salió en calzoncillos, ojeroso y despeinado. “Me acabas de joder la siesta”, le dijo sin mayor averiguación. “Qué quieres”. “Supe que Antonio estuvo en tu cantina y quería preguntarte si no sabes a dónde fue. Estoy preocupado porque tiene diabetes, sufre de presión alta y el doctor le tiene estrictamente prohibido tomar así que me temo que le pudo haber pasado algo.” “Pues cuando yo cerré ya andaba bien chumado”, dijo el otro. “Es más, se fue con la botella de Holcatzín en la mano rumbo al panteón pues quería que su primo visitara las tumbas de sus abuelos.”

Antonio efectivamente se encontraba en el cementerio. Su primo se había vuelto ya a Mérida en un automóvil rentado y lo había dejado en la oscura desolación y el silencio del camposanto acabándose solo la botella. Estaba sentado bebiendo cuando de súbito le pareció ver que una de las tumbas se abría y de allí emergía ni más ni menos que Pedro Toraya, mejor conocido como el “Chuga” con el que acostumbraba jugar “topo-dados”. Se restregó los ojos y preguntó: “¿Chuga?”. “El mismo, mi amigo”, contestó el otro sonriente. “¡Qué gustazo!”, exclamó y no acabó de pronunciar la frase cuando vio que se levantaba la lápida de otra tumba. No lo podía creer. Vio a Néstor Cervera, “Ziclán”, salir de la fosa completamente desnudo. “Al menos cúbrete”, lo reprendió Antonio. Y también a Alvar Buenfil, “el Much” y a William Rosado y más atrás al tío Lisandro y a la tía Chelito muy de la mano y cuando se dio cuenta todos los muertos estaban resucitando, unos acá y otros allá. “Vamos a armar la jugada aquí en el mismísimo panteón”, propuso Antonio, “al fin que me queda todavía un poco de Holcatzín para calentarles los huesos”.

 

 



Hernán Lara Zavala es profesor, editor, ensayista y autor de varios libros entre los que destacan los volúmenes de cuento De Zitilchén (1981), El mismo cielo (Premio Latinoamericano de Narrativa Colima, 1987) y Después del amor y otros cuentos (Premio José Fuentes Mares, 1994); la novela Charras (1990), y libros de crónicas de viajes y ensayo. Fue Director de Literatura de la UNAM de 1989 a 1997 y dirigió Punto de partida en el mismo periodo. Actualmente es Director General de Publicaciones y Fomento Editorial de la UNAM.