No. 122/FRAGMENTO DE NOVELA |
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El jardín del diablo |
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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM |
1. Es un mundo de mierda, after all...
En las mañanas doy clases de español en una preparatoria para criminales adolescentes, pero eso sí, de buena familia. Siete horas al día, de lunes a viernes, me enfrento a los despojos de las clases altas y créanme que hacerlo no es fácil. A mi escuela llegan niños con padres que los soñaron como diplomáticos, ministros e incluso presidentes... pero que terminaron robando coches, falsificando documentos, entrando y saliendo de todos los anexos de lujo de México. Los grupos con los que trabajo son muy reducidos, para dar “atención personalizada” a los pequeños vándalos, y eso aumenta mi agonía. Ni siquiera tengo el consuelo de uno o dos estudiantes interesados que compensen el suplicio de mostrar, por ejemplo, la diferencia entre un adjunto y un complemento a una horda apática que apenas atina a llenar de rayones sus cuadernos, cuando de plano sus miembros no poseen, además de dinero y resacas, el suficiente descaro para mentarme la madre, así, de plano, de frente, mirándome a los ojos, antes de echarse a dormir. “Pinche gato...”, me recuerdan. Y yo que a su edad me veía en el futuro escribiendo novelas, haciendo poesía... siendo reconocido por ello. Creo que, en el fondo, era igual de soberbio que ellos. En las tardes llego a un departamento demasiado glande y vacío, veo qué hay de comer en el refrigerador y me decepciono siempre. Muerdo un poco de lo que encuentre y me tiro en una cama enorme que, solo, de plano no abarco. Saco la fotografía de Luciana. Primero me obligo a mirarla y en cuanto la tengo frente a los ojos ya no puedo dejar de verla, el tiempo se detiene: Luciana sonriendo, muy erguida, con la mano en la panza, con los cachetes y los ojos resplandeciendo. Luciana con su vestido negro, ligero, protegiendo a nuestra hija, juanita, cuyo nombre escribo con minúscula y en diminutivo no porque fuéramos a tener el mal gusto de ponerle así y marcarla de por vida, sino porque al morir era lo más chiquita que se puede llegar a ser: juanita nació muerta. Y su muerte la viví como una película, como si le estuviera pasando a otro, como una alucinación macabra, como si alguien me fuera a despertar diciendo, abrazo y sonrisa de por medio, que todo era un mal sueño. Ni los ojos estúpidos y aterrados de los médicos, ni el quirófano con manchas de sangre en las paredes, ni los gritos de mi esposa, ni el salvaje tirón de pies que empleó el cirujano para sacar a Juanita del cuerpo de su madre; ni siquiera el cuerpecito blanco-azul-verduzco, sanguinolento, cubierto de moco y muerte, con esas cejas tan parecidas a las de mi familia y la cara redonda, como de durazno, tan parecida a la de Luciana: nada de eso me hizo comprender que la pesadilla no lo era, que lo que estaba pasando era real. Ya han pasado muchos años y a veces aún dudo si fue cierto, o sólo un sueño del que tarde o temprano voy a despertarme. La mañana siguiente del anti-parto (primavera, calor, contaminación, llanto) me fui a la clínica solo, con las manos vacías pero el pecho bien lleno, llenito, lleno... de mierda: el día anterior pensaba “qué chingón, ya sembré mi árbol, escribí mi libro y formé mi familia” y al siguiente, “no tengo nada”. Un día fui joven y rico, no en dinero pero sí en vida, al siguiente sólo tenía vida pero, francamente, muy devaluada. Un día pensé en ser padre y al siguiente tuve que convencerme de que era huérfano de hija, y digo huérfano de hija pues para esa ausencia, como todo mundo sabe y no se cansó de repetirme, “ni siquiera existe nombre”. Un día llegué a la casa de mi madre, mientras esperaba los arreglos del funeral, vi mi ciruelo en el jardín, el que planté a los once años, y comprobé que estaba reseco, que nomás no crecía, que este año tampoco había dado fruto. Me obligo a guardar la foto bajo recibos vencidos y notas anacrónicas, debajo de poemas dejados a medias y fragmentos de novelas que tampoco han terminado de nacer. Saco la cabeza por la ventana y veo tanques de gas, una bomba de agua, una pared de cemento en la que la humedad lucha por quitarle terreno al mural que Luciana comenzó a pintar cuando supo que estaba embarazada. Volteo hacia el cielo y no hay estrellas, sólo un techo color rosa oxidado, manchado de resplandores y aviones. Me levanto de la cama: Juanita se resistió a venir a este mundo de mierda. Los hijos de mis vecinos escuchan el tema de Disneylandia, y sí, es un mundo pequeño, after all. Pequeño como una celda. Camino en círculos hasta la puerta y de regreso al pie de la cama. Intento no pensar en nada, pero como siempre termino inundado de recuerdos. Quiero olvidar, necesito olvidar, quiero olvidar, necesito olvidar, y salgo a la calle. Paso entre coches y anuncios, entre policías y travestís. Avanzo sobre Insurgentes y los recuerdos no se marchan. Los edificios derruidos de repente me parecen demasiado conocidos, demasiado familiares. Me pertenecen porque yo también les pertenezco: son las paredes de mi cárcel. ¿Existe el destino? Desde que llegué al hospital supe que iba a pasar algo espantoso. Pero no dije nada porque todo se iba hilando como si le sucediera a otro, como si el presentimiento tan sólo pudiera observarlo sin actuar de acuerdo a él, como si el tiempo hubiera retrocedido para ponerme, de repente, de golpe, en medio de una tragedia griega, con todas sus consecuencias fatales. Al paso de unos minutos (que parecían hincharse, que pasé como caminando entre carbón ardiendo: minutos viscosos), los números en el aparato al que conectaron a Luciana (dígitos a los que se aferraban mis ojos pues marcaban los latidos del corazón de nuestra hija) comenzaron a perder y recuperar en ceros interminables milésimas de segundo. Mientras Luciana y Juanita luchaban contra la muerte yo, pasmado, no podía hacer más que preguntarle a la enfermera: “¿qué está pasando, qué esta pasando? Dígame la verdad, por favor, dígame la verdad, ¿qué está pasando?”. Si Dios existe, necesariamente debe ser malo. ¿Existe la suerte? Paso frente a un puesto de jugos y licuados: frutas pudriéndose en frascos de vidrio por el calor que, de noche, refleja el asfalto. Al lado, un puesto de tortas. El olor de la pierna y la milanesa se mezcla con el suadero del puesto siguiente. En la esquina, un niño de diez u once años vende discos pirata. Sus bocinas rugen un clásico cumbiero, pasado de moda, que se impone al gruñido de los coches: “las estrellas me iluminan al revés...”. ¿Existe siquiera el olvido? (Había muerto y renacido, lo sabía, pero no podía ver el cambio, dónde se localizaba, de qué tamaño era la cicatriz perdida en mi entraña. No podía verla, y Luciana no me lo perdonó, o quizá yo fui el que no se lo perdonó a ella o el que no se perdonó a sí mismo, o ella no se perdonó y no pudo perdonarme, quién sabe. Lo único seguro es que el perdón estuvo involucrado por ausencia. De cualquier forma ya ni siquiera vale la pena pensar en eso, porque Luciana también está muerta. Luciana. Muerta.) Empieza a llover. Cubetadas de agua sucia pegan contra el suelo levantando nubes de vapor tibio y pegajoso. Huele a vómito, a limón, a cilantro y a orines. Asqueado, llego al metro, me refugio en una de sus entradas. Las luces de los anuncios espectaculares luchan contra la lluvia y emergen borrosas. Adentro, en el subsuelo, todo está bañado por un resplandor blanquísimo que enceguece. “Abandona todas tus esperanzas” anuncia un graffiti muy nuevo y brillante pintado en el techo. Buscando calor le doy la espalda a la lluvia y bajo las escaleras. Me hundo entre gente viva que camina en estampida entre gente dormida, o quizá muerta, tirada en los rincones. Me hundo entre plástico verde y luces de neón, entre sudor, clearasol y pizza. “Pinches entornos jodidos, buenos para puros pinches putos recuerdos jodidos.” Disculpen, pero es que cuando pienso, soy bastante lépero. Estoy parado al borde del andén, con los puños apretados, con los ojos cerrados. Siento pasar trenes y empujones. Tengo ganas de gritar pero mi garganta se rebela. Hace calor y estoy empapado. Poquito a poco me acerco a la orilla del andén y la punta de mis botas se apoya sobre el vacío. Escucho el ruido suave del tren acercándose. Lo mejor es saltar y salto. No veo una luz blanca ni escucho una voz tranquilizante que me llama, tampoco pasan todos mis recuerdos en rapidísima secuencia. Sólo siento un impacto como jamás he sentido... todo se pone negro y luego despierto. Estoy parado al borde del andén, con los puños apretados, con los ojos cerrados. El aire caliente que empuja el metro cuando entra a la estación me hace tambalear. Escucho un silbido que va haciéndose cada vez más agudo. Mis botas casi rozan las paredes del gusano naranja, su puerta se abre. Gente empujando, maldiciendo y luchando por salir del vagón atestado. No tuve el valor de aventarme, me doy cuenta. Caigo de culo al suelo. Un hombrecito muy pequeño y sonriente me arrolla sin darse cuenta de que existo. Me quedo sentado, sintiéndome ridículo. Comienzo a llorar y cuando las lágrimas salen un dique se colapsa. Berreo y entonces soy una bolita de carne temblorosa, mojada y babeante, que necesita gritar y grita. Por un instante toda la gente en el andén se me queda viendo. Pero pierden el interés rápido y continúan caminando en estampida de fantasmas. No tuve el valor de aventarme. —¿Se encuentra usted bien, joven? —entre la luces de neón del lecho y mis ojos se interpone una cara redonda y cálida, de ojos negros. —Disculpe, estoy algo distraído, hoy es un día especial, ¿sabe?, un día muy especial. Por eso no lo vi, lo siento. La puerta se cierra, el tren se marcha. Sólo quedamos el calor, la luz, el hombrecillo y yo. El andén no vuelve a llenarse. Aún estoy en el suelo pero ya no lloro ni grito, más bien veo con curiosidad a este extraño y redondo personaje que, con las manos dentro de los bolsillos de un chaleco morado, me mira a su vez no sé si con odio o dulzura infinita, sonriendo. Ni él dice nada más, ni yo le respondo. Estamos bajo el reloj central de la estación. Conforme nuestro silencio se alarga el clic que anuncia el cambio de los segundos comienza a alentarse, finalmente su ritmo es intolerable. A cada golpe me siento más y más incómodo. “Chale con su pinche mirada.” Pasa otro tren y en cuanto se detiene el hombrecillo me toma del hombro y me pregunta si quiero acompañarlo. Sin tener idea del porqué le digo que sí. Al hablar, las palabras flotan de mi boca como si otro dique más se hubiera colapsado. El vagón está vacío. Subimos sin decir nada, pero en cuanto comenzamos a movernos el hombrecillo me pregunta, con palabras gordas y relucientes: —¿Alguna vez ha querido regresar el tiempo? “No mames, de cada tres instantes dos se los dedico a lamentarme por el millón de vidas que no he vivido, por el chingo de errores que cometí. No mames, claro que quiero devolver el tiempo. No mames, no mames, no mames.” El metro avanza, sale del túnel y se adentra en medio de paisajes derruidos, abandonados, de casas de cartón, de perros famélicos que copulan (“cogen y cogen”) en las esquinas. En una ciudad como ésta, sería criminal no querer desandar huellas. —Claro, ¿quién no? —¿Quién no? Hmm, sólo hay Uno que no lo necesita y ése no soy yo, por supuesto. Pero hay veces en que todo parece perfecto, ¿no lo cree? Momentos en los que uno siente que todo tiene sentido y entonces no se cambiaría ni un solo instante, por más doloroso que fuese, con tal de que la sucesión de los eventos se diera de la misma manera en que ocurrió, que se pudiera tener un día tan maravilloso como el que se está viviendo. Hoy es un día muy especial, amigo, muy especial sin lugar a dudas, ¿no le parece? —Querrá decir que es un día muy especial para usted, amigo. Para mí es de lo más común y corriente —dije, molesto en parte por la obscenidad con que este hombre mostraba su felicidad, pero también como para remarcarle que aunque lo seguí al vagón y estaba oyéndolo, habría podido bajarme en las tres estaciones que ya habíamos pasado, que todavía conservaba un cierto sentido de independencia y no tenía por qué estar de acuerdo con todo lo que dijera. Aunque no intentara moverme, aunque me quedara ahí, a su lado escuchándolo. —Es curioso, cualquiera diría que para usted sería particularmente especial. Pero en fin, si eso es lo que piensa está en todo su derecho de hacerlo, sin lugar a dudas. Pero déjeme asegurarle que hoy es un día muy especial, en serio, créame. El hombrecillo sonrió de manera desagradable, mostrando en el proceso unos amarillentos y gastados dientecitos como colmillos que le daban aspecto de roedor. De nuevo se quedó callado, reluciendo sin asomo de vergüenza su expresión satisfecha. La serpiente ahora se deslizaba sobre grandes pilares de concreto, la contaminación luchaba contra la luz de la luna llena que se empeñaba en mostrar ejes viales destrozados, autos incendiados, edificios en ruinas. Entonces volví a preguntarme por qué estaba ahí con ese hombre. Lo absurdo de la situación me empujó a hablar y, curiosamente, una vez que empecé fue como si un tercer dique hubiera caído derrumbado. —Hoy, antes de que me arrollara, estuve a punto de arrojarme a las vías pero me faltó valor. En verdad quería matarme. Todo me da tanto asco que aunque dejara de sentirme así aún tendría el recuerdo de haberlo sentido y sería insoportable. Pero usted no debe tener idea de lo que estoy hablando, usted se ve asquerosamente feliz. No sé quién sea, ni por qué demonios se sienta tan contento, o si en verdad lo esté. Pero déjeme decirle una cosa: puede que en este momento se sienta feliz, que esté feliz, pero déjeme asegurarle... usted definitivamente no es una persona feliz. No amigo, eso se le nota en la sonrisa. Así que desengáñese. Si Dios existe, necesariamente es malo. —Despreocúpese, siempre lo he sabido. —¡Ahí está! —eyaculé triunfalmente.— Y quizá su día ya no sea tan maravilloso después de todo. Quizá se lo haya arruinado. Uno no se siente tan bien cuando está al lado de una persona miserable, ¿verdad? Sé mucho de eso, mis amigos pensaron lo mismo que y no los culpo. Yo me alejaría de mí mismo si pudiera. Al acabar me quedé callado y pasamos un largo rato en silencio. “¿Por qué chingados le dije eso?” Su sonrisa no desapareció ni un instante. —Hasta el día de hoy no pasaba un solo momento sin lamentarme del pasado— dijo inesperadamente y. al hacerlo, su rostro y su voz cambiaron como si en un segundo hubiese envejecido millones de años, la sonrisa estuvo a punto de borrársele. Pero aquella nube lo abandonó pronto y el hombre con dientes de roedor recuperó el júbilo con la misma rapidez con que lo había perdido. Me preguntó entonces en voz baja, acercando el rostro hasta mi oreja y provocándome escalofríos: —¿Quiere que le cuente historia? Estoy seguro de que puede interesarle.
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Dibujos de Mariana Tinoco, ENAP |