Cuando desperté una mañana
después de un sueño intranquilo, me encontré sobre mi cama convertida en un
mero cuerpo humano. Estaba tumbada sobre mi espalda suave, llena de huesos
puntiagudos y, al levantar un poco la cabeza, veía un vientre hundido,
parduzco, coronado por un ombligo, sobre cuya protuberancia apenas podía
mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sentí frío y,
entonces, abrí los ojos. No tuve más remedio que volver a saberlo: no se
trataba de un sueño.
Había llegado a Asia unos meses
antes, no he de mentir, más por casualidad que por deseo. Me habían traído acá
las circunstancias, como se dice de las cosas que escapan a nuestro control y
que, sin embargo, nos estructuran: un asunto que la Compañía de Seguros no
había podido resolver desde el otro lado del océano. Así, un día desperté en
una ciudad gris y monolítica y, como si fuera natural, salí a caminar. Me
bastaron un par de cuadras para caer rendida: ante las dimensiones brutales de
la urbe: ante un cansancio de días de aeropuertos: ante un aire contaminado que
me oprimía el pecho: ante la sospecha de que presenciaba algo incomprensible.
No era el pasado, como resultaría imaginable tratándose como se trataba del
Oriente, sino el futuro. Era esa máquina de demolición que, más allá del
segundo anillo de la ciudad, parecía lista para arrasar con todo. Lo hacía.
Al inicio pensé que se debía
puramente a mi desconcierto de extranjera, pero pronto la sospecha creció hasta
convertirse en absurda certeza: caminaba, de eso me convencí pronto, por
espacios diseñados para seres que ya no conocería. Y el terror, supongo, el
terror y la desazón me volvieron súbitamente consciente de cuán pequeños eran
mis pasos, de la indefensión de mis dientes. Mis manos: la intemperie de mis
manos. Sus uñas. Tuve frío entonces, y después calor. Por un momento cerré los
ojos y los vi: sus cuerpos tenían piernas y brazos, como el mío, pero
protegidos por pantallas de todo tipo y conectados a máquinas diversas (desde
los anteojos hasta el teléfono celular, pasando por la antena de orientación
que les permitirá encontrar lugares sin tener que interactuar con otro), se
deslizaban entre bicicletas y escupitajos con energías inéditas —mitad implante
genético, mitad pastilla de color extinto. Eso lo había leído en los libros de
viajes que había revisado antes de emprender el periplo a Oriente. Luego abrí
los ojos y los seguí viendo. Sus periódicos abundaban en noticias sobre las nuevas
adicciones, entre las cuales reinaba la internetmanía, o las cifras que
indicaban el crecimiento de esto o de lo otro. Todo crecía sin cesar en esas
ciudades de dimensiones posthumanas; todo, ciertamente, menos el aire que
escaseaba. Por eso disfrutaba tanto las tardes de viento, que eran pocas.
Entonces buscaba el cobijo de los árboles reales y, sentada bajo su fronda, me
dedicaba a oír la melodía que producían sus hojas trémulas. Tocaba las arrugas
de sus troncos, para convencerme. Masticaba las orillas de sus hojas, para
saber. E, inmóvil, como monumento que espía impávido desde el futuro,
presenciaba el dolorido canto de los viejos. Nunca supe a ciencia cierta cuál
era el tema de sus melodías, pero estuve segura desde un inicio que no podía
tratarse sino del paso del tiempo.
Las mañanas eran otra cosa.
Solía pasarlas en oficinas bulliciosas donde, yendo de oficial en oficial,
terminaba por no arreglar nada. Desde la Compañía Central
me pedían respuestas y, ante las mías, que eran además de negativas, desalentadoras,
me exigían insistencia. Yo insistía. A eso dedicaba mis mañanas: a insistir
sobre un asunto que sólo tenía relevancia para un puñado de personas del otro
lado del mundo. Insistía, además, en una lengua que nadie entendía y que,
traducida una y otra vez de interlocutor en interlocutor, terminaba comunicando
mensajes que, con toda seguridad, yo misma no estaba preparada para comprender.
Insistía con un sentido de responsabilidad que bien rozaba la demencia. La
respuesta no variaba: con ademanes brutales, después de un escupitajo o dos,
los oficiales terminaban dándome a entender que regresara al siguiente día. Que
después. Una especie de paradójica felicidad me embargaba entonces: estaba
derrotada, ciertamente, pero la derrota me obligaba a salir de esas oficinas
enormes donde mi cuerpo, menudo y uniformado, era presa de náuseas y
escalofríos. Nunca fueron mis pasos más pequeños que al partir de esos
recintos. Nunca tan insignificante mi estatura. La lentitud del proceso, en
efecto, me exasperaba. Así llegué a comprender la impaciencia de los que están
a punto de nacer. O de morir.
Luego, con el cansancio que
produce la frustración continua, me dirigía a las máquinas dispensadoras donde,
a cambio de un par de monedas, obtenía mis víveres: un par de frutas, un
contenedor con arroz, agua. Masticaba despacio, saboreando cuanto podía, que
era poco. Mis manos: la intemperie de mis manos. Los huesos. La espalda,
encorvada. Las muñecas cada vez más exiguas. Mientras tanto veía la vida del
otro lado de los ventanales: los signos incomprensibles de sus anuncios, la
amplitud avasalladora de las avenidas, la lentitud del tráfico y las torres
elevadísimas por cuyas puertas colosales parecía estar a punto de cruzar ese
otro cuerpo que, estaba segura, yo ya no reconocería.
El
momento de la digestión. La máquina que lo demolía todo. Y el alivio. El inicio
del alivio. Esto.
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