Volcán
Joyce le temía a los relámpagos,
pero los leones rugieron durante su sepelio
desde el zoológico de Zurich.
¿Era Zurich o Trieste?
No importa. Éstas son leyendas, en tanto
sea leyenda la muerte de Joyce,
o el fuerte rumor de que Conrad
ha muerto, y que Victoria es irónica.
Al borde del nocturno horizonte
desde esta casa de playa en el acantilado,
pueden mirarse ahora, hasta el amanecer,
dos resplandores que llegan —millas mar adentro—
desde las plataformas petroleras;
se asemejan al resplandor de un puro
o al resplandor del volcán
al final de Victoria.
Uno podría abandonar la escritura
por las señales lentamente ardiendo
de lo grandioso, y ser, en cambio,
su ideal lector, reflexivo,
voraz, haciendo que el amor por las obras maestras
sea superior al intento
de repetirlas o superarlas,
y convertirse en el mejor lector del mundo.
Por lo menos esto requiere asombro,
algo que se ha perdido en nuestro tiempo;
demasiada gente que lo ha visto todo,
demasiada gente capaz de predecir,
demasiados que se niegan a penetrar el silencio
de la victoria, la indolencia
que consume hasta la médula,
demasiados que no son otra cosa
que ceniza erguida, como el cigarro,
demasiados que dan por sentado el relámpago.
¡Qué tan común es el relámpago,
qué tan perdidos están los leviatanes
que dejamos de buscar!
Había gigantes en aquellos días.
En aquellos días se hacían buenos puros.
Debo leer con más cuidado.
XI
Mi doble, cansado de la mañana, cierra la puerta
del baño del motel; entonces, limpiando el espejo empañado,
se niega a reconocerme mientras nos miramos fijamente.
Con el más suave carraspeo, dilata mi garganta con el propósito
de despejarla, su cuidado es desapasionado
semejante a un barbero dando la extremaunción, mientras enjabona un cadáver.
El antiguo ritual podría haber sido igual de desolador
si los diminutos mechones enroscados en el lavabo
no fueran cabellos sino minúsculos serafines.
Recorta nuestro bigote con unas tijeras tintineantes,
y entonces se detiene, reflexionando, en mitad del aire.
Ciertas tristezas no son inmensas, sino fatales: como la sensación de pecado
al rasurarse. Y de armarios vacíos donde resplandecían sus vestidos.
Pero por qué, abriendo la llave del agua —el vórtice
girando con pedacitos de cabellos—, pueden inducir a que las manos
de algunos hombres
hagan a un lado cautelosamente sus navajas de afeitar,
y a tener en las venas la sensación de suciedad flotando río abajo
más allá de las desoladoras industrias del sexo,
es una pregunta que los cisnes pueden formular alzando sus blancos cuellos,
a la que el gallo responde rápido, pisando a sus gallinas.
Práctica de piano
Para Mark Strand
Abril, otra quincena, abril metropolitano.
Una llovizna humedece la entrada del museo,
¡como sus ojos al dejarte, falible primavera!
El sol va secando la fachada de piedra pómez de la avenida
delicadamente, semejante a una muchacha que recorre con un pañuelo su mejilla;
el asfalto brilla como un sombrero de seda,
las fuentes trotan como percherones alrededor del Museo Metropolitano,
clip, clop, clip, clop en el Manhattan de la Belle Epoque,
los canales separan sus labios para recibir la lluvia de primavera,
por nebulosas avenidas semejantes a clichés impresionistas,
con sus cornisas de gárgolas,
sus flores de concreto en los frontones resquebrajados,
sus estaciones del metro con mosaicos bizantinos;
el alma estornuda y uno trata de asimilar
el collage de un siglo que termina,
el dramatismo epistolar, el antiguo dolor Laforgueano.
Plazas desiertas arrasadas por ráfagas de remordimientos,
calles empedradas relucientes por la lluvia donde un carruaje
encortinado trotaba alrededor de un rincón de Europa por vez última,
mientras los canales se replegaban como concertinas.
En este instante la fiebre enrojece las zonas de conflicto del planeta,
la lluvia salpica las blancas sillas de hierro en los jardines.
Hoy es jueves, Vallejo está muriendo,
sin embargo ven, muchacha, toma tu impermeable, vamos a buscar la vida
en algún café detrás de ventanas llorosas de lluvia,
quizás el fin de siècle no ha terminado realmente,
acaso en algún lugar hay un piano donde aún resuena,
mientras las bombillas van encendiéndose a través del corazón de la tarde
en la estación de los tulipanes y del pálido asesino.
Invoqué a la Musa, ella excusó que le dolía la cabeza,
pero tal vez sólo sentía pena de ser vista
con alguien que pertenece a un clima intransferible;
entonces dejé atrás las flores en piedra, los frontones silvestres,
solo. No fui yo quien disparó al archiduque,
me absuelvo de todos los crímenes de este tipo,
murmura el obsceno graffiti del metro;
yo no podría ofrecerle a ella nada salvo la predecible
pálida pañoleta de vulgar seda del crepúsculo.
Bien, adiós entonces, lamento nunca haber ido
a la gran ciudad que le dio fiebre a Vallejo.
Tal vez el Sena opaque al Río Este,
tal vez, pero cerca del Metropolitano
un tenor de acero
ensaya de manera sorprendente algo de la antigua Viena,
las escalas deslizándose como pececillos a través del mar.
Concluyendo
Vivo en el agua,
solo. Sin esposa y sin hijos.
He recorrido todas las posibilidades
hasta llegar a esto:
una humilde casa junto al agua gris,
las ventanas siempre abiertas
hacia el fatigado mar. Uno no elige tales cosas,
pero somos al fin lo que hemos hecho.
Sufrimos, los años pasan,
aligeramos nuestra carga pero no nuestra necesidad
de obstáculos. El amor es una piedra
que se asentó en el lecho marino
bajo el agua gris. Ahora no necesito nada
de la poesía, salvo el sentimiento puro,
no la pena, ni la fama, ni el alivio. Silenciosa esposa,
podemos permanecer sentados contemplando el agua gris,
y en una vida inundada
de mediocridad y basura
vivir como las rocas.
Deberé olvidar cómo sentir,
desaprender mi talento. Eso es más grande
y difícil que lo que allá pasa por vida.
Mapa del nuevo mundo
I
ARCHIPIÉLAGOS
Al final de esta oración comenzará la lluvia.
Al filo de la lluvia partirá un navío.
El navío perderá de vista las islas poco a poco;
se tornará bruma la certeza de los puertos
en una raza entera.
La guerra de diez años ha terminado.
El cabello de Helena es una nube gris.
Troya, un blanco foso de ceniza
al lado del mar que salpica.
La llovizna se tensa como las cuerdas de un arpa.
Un hombre de nublados ojos recibe la lluvia
y entona el primer verso de la Odisea.
Finales
Las cosas no explotan,
se debilitan, se desvanecen,
como la luz del sol se desvanece de la carne,
como la espuma se absorbe rápidamente en la arena,
incluso el relámpago deslumbrante del amor
carece de un final estruendoso,
muere con un sonido
de flores marchitándose como la carne
con la piedra pómez húmeda,
todo trabaja para esto
hasta que nada nos queda
salvo el silencio que rodea la cabeza de Beethoven.
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