No. 151/CRÓNICA |
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Tehuantepec |
Ingrid Solana Vásquez |
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM |
A mis abuelos
Al Istmo |
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Reconocerse, palparse en la oscuridad del sí mismo, encontrarse en las fotografías de los viejos tiempos, en el recuerdo. Reconocer: volver a conocer lo que ya conocía, lo que era, lo que sentía, miraba y olía. Retazos: palabras sueltas de un viaje fantasma; de éste que me tocó y que trazo con múltiples recovecos para asir algo de su composición bifurcada. Emprendo un viaje. Los viajes son todos regresos. La gente cree que en los viajes sólo hay circunstancias nuevas, pero los viajes son situaciones viejas, engranajes pesados y antiguos, una especie de llamado ancestral y originario. Por eso alguien sólo es capaz de conocerse viajando. Por eso sólo somos capaces de recordarnos en las carreteras, en los aviones y en los autobuses que alejan de casa. Viaja aquel que se decide a ser un extranjero, a palpitar en la ausencia hueca de un yo, por fin, diluido. El turista es el menos extranjero de todos, pues se rinde ante el placer y ante el deseo de su yoicidad extrema: es el centro del mundo, la diversión extenuada del sí-mismo. El viajero, en cambio, se despoja, se abandona, se anula. Y sufre. La pérdida gozosa de uno mismo es el viaje: vértigo de la soledad y del desamparo.
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Mi piel se hincha con la temperatura alta. Asomo la cara por la ventana y dejo que el olor del calor se incruste en los poros de la cara y de los brazos. A lo lejos y en continuo movimiento, las palmeras sustraen el aire del cielo. Sus hojas se multiplican en el horizonte: todo es verde. Cierro los ojos como cuando niña y aparece mi abuela afuera de su casa agitando la mano; su vestido ondea como ondean las palmeras de un lado a otro porque alguien, por fin, las mira. Observo con atención las palmeras infinitas, absorta en su espectral danza de vegetales voladores. Más adelante, la presa Jalapa del Marquez simulaba el mar; hoy ha perdido su grosor. La observo enternecida recordando mi tranquilidad infantil ante el agua; el agua era el signo de la abuela, de su vestido verde, de su olor a iglesia. *** Tehuantepec respira acompasadamente cuando atardece, los cerros son sus pulmones. Llego a las seis de la tarde, cuando el sol se recoge en su imposible ocaso. La gente camina a orillas de la carretera, algunos van en bicicletas; el tiempo se detiene o comienza su lento transcurrir. La caída del sol dura una hora; la respiro enfebrecida, masticando mi sudor con alegría, con imágenes fijas de cuando niña: jugando con los niños en la calle y entre la tierra, mirando el cerco de los cerdos y los murciélagos en lo alto; recuerdo la mano de mi abuela en el mercado al mediodía y a las tehuanas empotradas en su falda encabronada; las tehuanas con sus dientes de oro amasando las clayudas y los totopos. Las tehuanas, olas gigantescas que detienen el tiempo, fieras de luz.
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Mi abuela espera en la puerta: es pequeña. La calle es pequeña. La casa es pequeña. Todo es pequeño ahora. Y yo soy Alicia, la giganta. Alejo la impresión pesarosa con la imagen de mi abuela saludando con su vestido verde. La abrazo. Sus huesos son blandos pero su sonrisa continúa ancha. Le lamo la piel con mi aspiración exaltada: huele igual que antes, a su altar de santitos. Me reconozco en sus manitas que me apresan por la espalda. Recobro la poca ternura que me queda. Soy un hueco. Mis propios recuerdos me lastiman los ojos como dagas. Trato de despojarme de ellos mientras me rindo al abrazo. Mi abuela inunda el espacio con su olor santo. A lo lejos, el barrio Santa María atrapa voces lejanas, gritos infantiles que se recogen en la soledad profunda de la tarde calurosa, se ven montones de tierra en la esquina: todo trae, nuevamente, el escenario infantil de mis veranos felices. Hay calma. La casa de mis abuelos parece sumergirse en un sueño ligero y las sombras de la noche comienzan a invadir las macetas del patio. Mi abuela habla bajo, dice algunas bendiciones, me lleva al centro de la casa. La casa es la misma, espacio rectangular invadido por la quietud de las horas. En el patio están los árboles de frutas, las hamacas, las sillas para conversar cuando la noche invade todos los huecos. Me recojo en la soledad tranquila del encuentro, mientras mi memoria emprende su propio viaje hacia las ciudades de la ausencia.
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Mi abuelo grita desde la hamaca rosada. Me llama. No puede levantarse porque está ciego. A mi abuelo le dijeron que si enfermaba lo callara, le dijeron que fingiera fuerza, y así, el glaucoma le carcomió los ojos sin que él derramara una sola lágrima por su desgracia. Él también es ahora pequeño. Cuando niña lo veía como el hombre más grande del mundo: todas las mañanas subía una escalera alto, muy alto y me regalaba un mango. Usaba una guayabera blanca y andaba de un lado a otro trabajando; no arrastraba los pies entonces. Mi abuelo tiene el descaro de fingir que ve y nadie se atreve a contradecirlo. Así le dijeron que debía ser: los hombres nunca deben sentir dolor. Lo abrazo desesperadamente, arrepentida de no haber estado allí. Miro rápidamente el patio, las hamacas, el lavadero, la cocina: todo está, sorprendentemente, igual. El tiempo inmoviliza los segundos, sólo que ya no hay mangos sino chicozapotes regados en el piso.
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A partir de las seis de la tarde los murciélagos hacen círculos entre las nubes. Son animales extraños. Los miro sorprendida desde la hamaca azul mientras converso con mi abuelo. Su vuelo desciende poco a poco y conforme oscurece se acercan a la tierra. Comen frutas que arrancan de los árboles durante la madrugada. Mi abuelo me habla de ellos, se queja de que riegan por el suelo los chicozapotes y los pican. También hay sapos. Aparecen de noche y croan imperceptiblemente, son discretos. Me acerco a un sapo y lo observo atentamente. Es, en realidad, bastante simpático, cabe en la palma de la mano y la textura de su piel es suave e invita al tacto. Mi abuelo continúa hablando, mientras me explica quiénes se comen a quién: los sapos se comen a las cuijas, los murciélagos no se comen a nadie, más que a los chicozapotes. Por la noche, desde la cama y en completa oscuridad, escucho con atención los ruidos de la madrugada: el festín de los animales. Escucho todo: el viento caluroso contra los árboles y el aleteo inconfundible de los murciélagos. Durante segundos tengo la impresión de que un universo especial se mueve afuera, en el cual no caben los seres humanos. Permanezco despierta hasta la una de la madrugada, la gente de Tehuantepec duerme tranquilamente mientras yo, con la imaginación desatada, viajo en el tiempo escuchando una especie de tren fantasma que brama en la sinuosa noche.
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En Tehuantepec se anuncian las noticias en un altavoz que se escucha kilómetros a la redonda. Las personas saben de sus eventos, escuchando cuándo hay una boda, una vela, un entierro. Escucho desde la cama la voz que esgrime su eco poderoso recordándole a la tierra que allí, entre los cerros, habita un pueblo. El altavoz y mi abuela gritan y todo en el patio resuena estrepitoso. Los sonidos se anudan con los olores. Despierto así, usando los sentidos que en la ciudad no utilizo a menudo. Mi almohada huele también a los santitos de mi abuela y tengo la impresión ridícula de poder escuchar las pisadas de las hormigas. Son las siete de la mañana. Aquí despiertan temprano. El sol, en lo alto, prefigura el mediodía caluroso. Despierto tranquila, estancada en el sopor del ventilador hipnótico que también es ruidoso y avienta al resto del techo palabras invisibles. Estoy en casa pero sin casa, pienso confortada por el calor que inunda la habitación dormida; mis pensamientos son claros y simples. Me dan ganas de salir hacia el mercado y hacia la iglesia. Me dan ganas de tomar a mi abuela de la mano y que me lleve a hacer visitas a los muertos como si fuera noviembre.
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Mi abuela gesticula y ríe cuando habla. Mueve sus manos de un lado a otro. Lleva los mismos aretes y la misma esclava de oro que colocó en sus orejas y en su brazo derecho desde que mi abuelo la trajo a Tehuantepec, después de haberla conocido en Chiapas. Se quieren. Mi abuela le alcanza las galletas porque mi abuelo ciego no las encuentra en la mesa, y de paso, roza sus dedos con los suyos. Los observo tendida desde la hamaca. Mi abuela me cuenta los asuntos del pueblo y me hace saber que se siente descontenta: “La gente aquí es perra, mija. Ya ves cómo son… Si no naciste aquí, no puedes ser tehuana.” La miro enternecida desde el vaivén continuo y adormecido de mi hamaca, trato de consolarla en silencio y únicamente le pido que me enseñe sus trajes.
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En la habitación de mi abuela, deteriorada por el tiempo y por la vejez, también hay pedazos de mi infancia. A un lado de la puerta se encuentra el altar de santitos. Me detengo allí y los minutos se alargan extasiados en su acontecer silencioso, mientras mi abuelita saca los trajes de tehuana de un baúl. Entra y sale de la habitación. Yo, frente al altar, huelo las hierbas curativas y me sumerjo en un bosque santo. Desconozco los nombres de los santos que se acomodan encima de mantelitos blancos y en escalones. Todos llevan juntas las manos, rezan y miran al cielo. Hay veladoras prendidas, siempre están prendidas, ellas mismas son una serie de rezos que ensanchan el aire. En el altar también hay un cuaderno, lo hojeo con actitud profana cuando mi abuela sale de la habitación. Es un cuaderno scribe a rayas, un cuaderno muy parecido al que me obligaban a llevar a la primaria para aprenderme el alfabeto mediante planas infinitas. En él están escritas todas las oraciones que mi abuela reza. Algunas hojas están manchadas de cera. Paso los dedos sobre la textura endurecida y lo huelo. El olor se incrusta entre mis recuerdos, pureza intacta de mis primeros años. Por un momento recobro ese sentido de pertenencia que perdemos como un reloj de mano en el laberinto del tiempo; por un momento, una dicha extraña, melancólica y nostálgica atraviesa mis huesos crecidos y me regala una tranquilidad desconocida que me llena de vida. Mi abuela regresa y me mira; me explica algo del altar y me enseña unas fotografías infantiles que tiene de sus nietos, escondidas entre los pliegues de los mantelitos blancos: “Siempre rezo por ustedes, mija, que están tan lejos.” Pasa su mano blanda sobre mi espalda y el mundo, para mí, se convierte en un espacio tan vasto que, de pronto, me alegra estar en él y las cosas, al final, no son tan crueles.
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Sobre la cama están los vestidos de tehuana: vestidos que mi abuela heredará a mi madre. Zurcidas entre las flores de los trajes están las historias, lo único que, al final, puede heredarse. Son telas pesadas, aterciopeladas: universo regocijado en el color brillante y en las flores multicolores. Las acaricio sintiendo el tejido complejo que me despierta el tacto. Los olanes son blancos y también ellos están trabajados, tejidos, vueltos filigrana y arte. Hay huipiles de todos los colores: la cama es una fiesta. Mi abuela me explica que la tradición es que el huipil sea cosido una vez que está colocado sobre el cuerpo que lo porta; debajo del traje se llevan fondos —camisones blancos de algodón que también tienen figuritas en los olanes; hasta éstos son realmente asombrosos—. Después, mi abuela me coloca sobre la frente la trenza con la que las mujeres adornan sus cabezas. Me la pongo, me miro en el espejo y soy distinta. Trato de recobrarme y comienzo a probarme, jugando, los trajes. Mi abuela me mira desde un rincón orgullosa. Después me enseña las joyas: medallones, pulseras, todo pesado y grande. Todo brilla y enciende destellos en el cuarto, en el espejo y en nuestras miradas. Esos son los trajes de gala. También están las faldas que las mujeres usan a diario. Son faldas más sencillas, de una tela vaporosa y transparente. Son largas y de colores suaves, los huipiles y las joyas sencillas (esclavas, aretes y oro yuchu —oro falso—) se portan diariamente. En el mercado, por ejemplo, las faldas vaporosas forman olas con el aire y dejan la estela imborrable de las mujeres que cortan el espacio con sus coloridos destellos. Aquí la moda es tradición y es intocable.
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Al mediodía voy al mercado. La gente es orgullosa en Tehuantepec y cuando una persona ajena penetra en su espacio, hablan zapoteco. Me detengo en los tendajos de cosas que no me interesan para apresar un poquito de esa lengua erótica que transita mi piel enrojecida. El zapoteco hace surcos en mi memoria plana y pasea, como canción de cuna, entre mis dientes estériles. Los sonidos son cantados y los fonemas entretejen una melodía que me recuerda las flores de los trajes de las mujeres. Estoy en una especie de sueño. Este viaje es un sueño. Hipnotizada por todo lo que me rodea, las voces, la lengua, las flores y el calor, trato de apresar los sentidos velados en todo aquello. Sin embargo, no hay sentido. Me he borrado del escenario y, por primera vez, el no pertenecer me causa una profunda alegría. Las palabras me penetran, estoy húmeda por dentro, dejándolas resbalar como agua fría en mi desarraigado interior. El zapoteco se escurre como caramelo en las bocas de los niños que corren alrededor de los puestos entre las moscas y la carne. Miro sus piecitos descalzos y manchados de tierra. Todo es santo. Soy un vórtice ciego: soy mi abuelo y en la oscuridad de mí y de lo otro me abandono y reencuentro.
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En el centro de la plaza está el palacio municipal. Es una plaza mediana, donde la gente pasea en círculos tomada de los brazos. El quiosco despunta hacia lo alto entre los cerros. Los niños suben a él y juegan dentro. También está la iglesia, muy parecida a la del barrio de mis abuelos (Santa María). A Santa María se puede llegar caminando, se encuentra a cinco minutos del centro. Santa María es atravesada por las vías de un tren. Hoy en día, las vías tienen el mismo aspecto que en 1986, cuando yo tenía seis años. Espacio fantasma hecho de tierra y de recuerdos invisibles. Las vías atraviesan Santa María y el mercado que se encuentra en el centro. Siguiéndolas, se atrapan los vestigios conquistadores de los franceses que durante la Intervención construyeron algunas casas a su manera, para asentarse en el paraíso zapoteco. La gente en Tehuantepec es aguerrida y trabajadora. Ellos tienen un hondo sentido de pertenencia y saben lo que significa la tierra, por eso es difícil engañarlos e imponerles situaciones o gobernantes. Por ello le hacen honor a su historia y a su nombre: “cerro de las fieras”.
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En la parte trasera del mercado, hileras de tehuanas venden pan, clayudas, flores e iguanas. Observo a distancia el retrato en movimiento. Ríen, se gritan, es el espacio de las mujeres. Son hermosas. Cada una de ellas, incluso las más ancianas, tiene una belleza particular. Casi todas tienen incrustaciones de oro en los dientes; los metales blancos y plateados no les gustan. Su sonrisa tiene algo de malicioso y una coquetería aguerrida. En la cabeza llevan sus trenzas que hacen juego con los trajes. Reina el color en cada rincón de esta calle polvosa atravesada por las vías de un tren fantasma y fugaz como la vida misma. Las faldas forman laberintos con sus pliegues eróticos. ¿Y la piel? El traje es la piel, la falda es la piel, el huipil es la piel. Las mujeres no tienen reparos en preguntar, son atrevidas y hablan con soltura, me preguntan de dónde vengo, dónde vivo, quién es mi familia. Les respondo que estoy en Santa María con mis abuelos, que son doña Ana y don Ramiro, ellas sonríen y platican fervorosas. Me sacan toda la información que pueden y hasta me encuentran parecido con mis tíos y con mis primos. Algunas, las más ancianas, conocen a mi madre y les sorprende que tenga una hija tan grande ya. Me sugieren que no me vaya, que me vista de tehuana y una iguana, en el puesto de enfrente, me hace un guiño con su ojo mágico. Soy iguana: la burbuja del tiempo se cierra alrededor de mi cuerpo como si ya no tuviera historia, quizá por tener tantas adentro, en la sangre.
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Todos en Tehuantepec se conocen; alrededor del centro se forman pequeños barrios que lo rodean, algunos están sobre los cerros. Cuando hay fiesta, todos los habitantes asisten y se visten de tehuanos. En general se reúnen los domingos en el centro del pueblo, pasean dando vueltas alrededor del patio central, mientras la noche estrellada ciñe al cielo brillante; comen garnachas o toman una malteada de chocolate o un refresco en los portales. La malteada refresca. Siento las gotas de sudor sobre mi frente después de haber recorrido el mercado con detalle. He transitado también los portales y las tiendas alrededor del patio central. Miro a los niños acostumbrados a andar descalzos entre la tierra. Pobreza. Tienen las panzas hinchadas como la mayoría de los niños desnutridos en nuestro país. Y aun así, la infancia se les cuela entre los dedos mientras construyen esos imaginarios asombrosos, con sonrisas de perla que todavía son posibles. Me desarmo ante mi propia impotencia. Desarmarse, abandonarse. Olvido por un segundo mi ira contra lo injusta que puede ser la vida. Y allí, recargada en un pilar rojo donde el sol me punza encima de la piel, abandono mi rabia. Observar para sumirse en el otro. Se ha encogido mi vida mezquina, mi tristeza. Los niños rondan a un perro flaco que juguetea con ellos y los embiste. Mis manos se llenan de fuerza y detrás de sus gritos felices y todavía inocentes soy fugazmente capaz de dejarme ir y de vencerme.
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Por las noches mi abuelo escucha música: su única afición. Estamos en las hamacas mirando y escuchando los primeros murciélagos, y platicamos. Sandunga. Su melodía es dulce y nostálgica. La Sandunga es una pulsera que siempre llevo conmigo. La noche es un baile inmenso. Mi imaginación, como un caballo brioso, se va en busca de todas las leyendas de Tehuantepec. Aparecen las tehuanas en su festín de transparencia y de color, aparece el tren repleto de historias y de maletas de viaje y mis abuelos jóvenes encontrándose en un puente para declararse su amor. Recuerdo con delicia el día que se prolonga en mi pecho desplazando mi lasitud. Tengo ganas de vivir, pienso fuera de mí. Mi abuelo reposa y muy lejos, como en otro sueño, las chanclas de mi abuela se arrastran alrededor de la cocina mientras prepara café. He emprendido un viaje. Un viaje que me regresa a eso, justamente, que era antes y que había perdido. ¿Estaba deprimida? No, estaba desencajada y neutra. Estaba citadina y fría. Estéril. Sandunga. En tus ojos me encuentro, Llorona: “Hoy que estoy lejos de ti, Llorona, me muero por tus quereres.”
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Tehuantepec platica. Platican al amanecer y cuando atardece. La gente saca sus sillas a la calle. Es por el calor y por el aire delicioso que desprende la tarde. Se trabaja en la mañana y, por la tarde, el descanso es una plática con alguien, con ese sonsonete tranquilo de un español cantado. Mi abuela me ha contado todo, también me ha dado muchos periódicos que se llaman Shunco, para que escriba sobre Tehuantepec. Mi abuela me enseña con paciencia los poemas y las noticias que más le han llamado la atención. Pasa los dedos chuecos de su mano derecha —extraño rasgo que también heredé— sobre el periódico; le gusta muchísimo. Le gusta porque se siente tehuana aunque ella vino de Chiapas y cree que la gente nunca la ha aceptado como tal. Si la afición de mi abuelo es la música, la de ella es el dichoso Shunco. Lee fervorosa ese periódico todas las mañanas mientras se toma su primer café con un pedazo de pan. Guardo todos los Shuncos en mi maleta porque sé que, aunque mi abuela los relee incansable, nunca se rechazan los regalos que se dan con la generosidad del desapego.
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Totopo con queso fresco. Cochito. Café, fruta, torreja. Comida de despedida. Lágrima alegre. No hay más cerdos en el pueblo ni en el corral enfrente de la casa de los abuelos. Estoy contenta. Enrojecida por el calor y por el chile. Estamos en la mesa, juntos. Me gustaría llevarme a mis abuelos y tenerlos cerca del D.F., para verlos todos los fines de semana. Me gustaría cuidar a mi abuelo y atenderlo en sus últimos años. A mi abuelo grande que recogía la fruta y me la daba en las mañanas. Pero no puedo, porque ellos pertenecen a Tehuantepec y aquí está su casa, su vida, su amor y todas esas cosas que construyen nuestros diversos viajes. Tampoco quieren irse. La vida es un remolino que nunca se detiene, pero aquí, al menos, los minutos del extranjero se prolongan como si quisieran alargarnos, ensancharnos, hacernos más tibios. Un último hamacazo, pienso antes de emprender el viaje de ocho horas. Y me acuesto con la panza a reventar gozando que mi abuela cocine, todavía.
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En la carretera los magueyes transcurren repitiéndose filosos, pero verdes. Paso la presa, las palmeras. Qué bonito es el cielo donde he crecido, chingaos, pienso reconfortada. No he derramado ni una sola lágrima triste porque por dentro estoy amplia. Y no me arrepiento ni despido de nada. Volveré a reencontrarme, eso seguro. Y cuando en casa recuerdo, mi mundo se puebla de sol, de murciélagos y de fieras de luz. Qué ganas de (d)escribirte siempre, Tehuantepec.
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Ilustraciones de Liliana Ang, ENAP-UNAM |