No. 116/TRADUCCIÓN


 
La mirada baja


Adriana Vázquez Delgadillo
FACULTAD DE CIENCIAS POLÍTICAS Y SOCIALES, UNAM


Título original: Les yeux baissés, novela de Tahar Ben Jelloun, Editions du Seuil, 1991


Capítulo 10

A la valiente señora Simone le costó mucho convencer a mi padre de que me dejara ir a la “semana blanca”.1 No entendía ese cuento de la escuela fuera de la escuela. Creyó que era un plan para dejar a mi familia. Mi madre se informó con los vecinos, sus hijos también se iban de semana blanca. Mis padres no estaban del todo seguros, cedieron de mala gana.

vazquez-adriana01.jpgMe había vuelto especialmente testaruda, nerviosa e impaciente. Quería conocerlo todo, intentarlo todo sin perder tiempo. Para mí, la nieve era una imagen en los libros de lectura. Tenía que verla y tocarla, en nuestro pueblo nunca había nieve. Podíamos verla, coronando lo alto de las montañas, pero jamás descendía a nuestros pies.

Mi padre llamó a la señora Simone y le preguntó si habría hombres:

—Las niñas estarán en una cabaña, los niños en otra, y yo, estoy ahí para evitar que se mezclen.

Había mentido un poco. No dormíamos con los niños, pero estábamos la mayor parte del tiempo juntos.

Este incidente reforzó en mí el sentimiento de estar dividida en dos. Una mitad todavía suspendida en el árbol del pueblo, la otra balbuceando la lengua francesa, en perpetuo movimiento en una ciudad donde nunca veía los límites ni el fin. Explicaba mi nerviosismo con las peleas que se libraban entre mis dos mitades. No estaba en medio, sino en cada lado. Era cansado, me enervaba cuando esto se prolongaba. Durante las clases de invierno, volví a pensar en mi hermano y en nuestros días en el pueblo. De regreso a casa, ya tenía la nostalgia de esa estancia en la montaña: el fuego de la chimenea, las canciones, las bromas, los juegos con los profesores…

Fue en ese momento cuando llegó el mes del Ramadán.2 Por primera vez tenía que hacerlo, ya no era más una niña. Mi madre me apartó y me dijo:

—Ya no eres una niña. Tienes que ayunar como nosotros. El día de la sangre, tienes derecho de comer, también debes volver a rezar; si no, tu ayuno no será válido.

La escuchaba y pensaba en el cambio que ello me acarrearía. Mis convicciones religiosas estaban evaporándose. Creía en Dios, pero no del mismo modo que mis padres. Por las noches, le hablaba un poco en beréber, un poco en francés. Le quería y le pedía que impidiera la constante lucha de mis dos mitades. Necesitaba tranquilidad, aceptaría complacer a mis padres. Me dejaba despertar a media noche para comer antes de que el sol se levantara. Me lavaba los dientes y después ya no podía volver a dormir. Me molestaban los dolores estomacales. Me sentía pesada y llegaba a la escuela medio dormida. Al tercer día, dejé de hacer el ayuno y comí a escondidas. Mi padre no sabía nada, no había por qué hacerlo enojar y causarle una pena. Trabajaba arduamente, con el estómago vacío, y regresaba extenuado. Tenía fe, era algo inquebrantable, tal resistencia merecía admiración. En ese mes, lo que más me gustaba eran las noches en que la Gota de Oro3 se transformaba en medina.4

vazquez-adriana02.jpgLa gente tenía la necesidad de volver a encontrar un pedazo del país que habían dejado atrás. Mientras que yo hacía todo por olvidar mi pueblo, otros lo reconstruían a partir de la nada, algunos seguían viviendo como si nunca hubiesen dejado su tierra natal. Por desgracia, a donde fueran, Francia les recordaba que no estaban en casa.

Para mí, Francia era la escuela, el diccionario, la electricidad, las luces de la ciudad, el gris de los muros y a veces los rostros, el futuro, la libertad, la nieve, la señora Simone, el primer libro que leí; imágenes que se estrechaban unas con otras…

Un día, justo cuando en mi cama enumeraba todas esas cosas, me paralicé en seco por el ruido de una deflagración seguida del grito de una mujer, largo y doloroso. Era el grito de una madre a la que le acababan de matar a su hijo, Djellali, de quince años y meses, guapo, con los ojos verdes y cabellos negros ensortijados.

Eran las nueve y diez del domingo 27 de octubre de 1971, cuando una bala atravesó el corazón de un niño que jugaba al flipper5 en un café de la Gota de Oro.

Realmente no lo conocía. Lo veía en nuestra calle, sonriendo, diciendo bromas al paso de las chicas, cantando los últimos éxitos, hablando francés con un leve acento mediterráneo, había nacido en Mariagnane. Era alegre, vivo, optimista. Su cuerpo estaba sobre la banqueta, tenía una sonrisa incrédula en el rostro y en su mano derecha cerrada, unas monedas. Estaba sereno, tranquilo, en paz y viendo el cielo como si una fuerza viva en él interrogara a las enormes nubes que pasaban indiferentes y altaneras.

Su cuerpo, grande para sus quince años, perdía la sangre que se mezclaba con el agua del drenaje. Esa sangre, al rojo vivo, era inagotable. Corría con intensidad, como si Djellali se hubiese convertido en fuente, transformando la infelicidad de su muerte en un milagro de los dioses; haciendo de su drama, la gracia de un día olvidado por el sol, la risa feliz interrumpida por una herida en pleno corazón. En Djellali, muchas preguntas surgían como membrana apenas visible, un velo donde la inquietud era reducida a un silencio denso, demasiado pesado para actuar, demasiado brutal para entender.

vazquez-adriana03.jpgLa sangre seguía corriendo, las mariposas volaban encima del cuerpo, un gorrión gris pasaba por allí, se detuvo y bebió una gota de esta sangre y después se fue cantando. Los niños, que vinieron de los cuatro puntos do la ciudad, hicieron un círculo alrededor del cuerpo y por turno pidieron muchas veces a Djellali que se levantara, que se fuera con ellos al país donde no asesinan niños. Quizá eran ángeles que acudieron para transportar su alma hacia el paraíso. Allá, continuaría con su juego de flipper, enseguida se iría a bañar en un río de agua pura, jovencitas lo rodearían con sus brazos y sus risas. Sería su príncipe, su pasión, tendría todo el tiempo para alabar, amar y vivir eternamente.

Cuando las ambulancias, la policía y los bomberos llegaron, Djellali ya no estaba ahí. Sólo encontraron un charco de sangre y moscas. A unos metros, recogieron el casquillo de la bala que atravesó su cuerpo.

El duelo vivido por todo el barrio no podía devolver al niño a su familia, ni volver a la justicia más justa, ni detener otras balas. El duelo era nuestro modo de hablar a un país donde se aprendió cotidianamente a matar con facilidad al extranjero. El entierro fue una inmensa manifestación silenciosa donde los brazos de los franceses enarbolaban el retrato de Djellali y las pancartas que denunciaban el racismo.

Ese día, accedí como por arte de magia a otra edad. Envejecí algunos años. Ya no era más la niña maravillada por todo lo que descubría; era la joven sacudida en el corazón por la muerte de un niño que hubiera podido ser su hermano. Había saltado años y destruido las imágenes que me hacían soñar. Desde luego, pensaba en mi hermano Driss, pero a partir de la mañana de ese domingo, la vida tenía un sabor amargo. Aprendí el sentido de la palabra “racismo”. En la escuela, cuando alguien no me quería, creía que se debía a mi retraso escolar, no al color de mis ojos y de mi piel. Nadie me había reprochado jamás el que hablara beréber y tener los cabellos negros y rizados. No lo hubiera entendido. La muerte de Djellali me hizo entrar en un mundo mucho más duro y complicado.

Unos decían: “Lo mataron porque es musulmán”; otros decían: “Lo mataron porque es argelino y porque la guerra de Argelia para algunos aún no ha terminado.”

Driss fue envenenado por una mujer que quería hacernos mal. Ocurrió en el pueblo. Aquí, ¿de quién se vengaban al matar a Djellali?, ¿para quién era el dolor?, ¿para su familia?, ¿para su amiga Sofía?, ¿para la comunidad?

Mi padre no se hizo todas esas preguntas. Decidió que lo mejor era cambiarnos de casa inmediatamente. Sabía que Djellali había sido asesinado por nada: era árabe y joven, guapo e insolente, vivo y encantador. Los asesinos no buscaban razón.

El miedo reinaba en el barrio. La Gota de Oro era un terreno ideal de caza para aquellos que no nos querían en este país.

La señora Simone vino a vernos muy conmovida por el drama. Decía sentirse avergonzada pues en este país algunos tenían la costumbre de despreciar a las personas que no eran como ellos o que no tenían la misma religión. Lloraba y se puso a contarnos su sufrimiento: “Durante la guerra, tenía veinte años, mi padre era doctor, un colega lo denunció: era judío. Fue arrestado por la policía que trabajaba con los alemanes y jamás lo volvimos a ver. Lo deportaron a los campos de la muerte junto con decenas de miles de judíos.”

vazquez-adriana04.jpgMe explicó la demencia de los hombres, el odio, la herida en los corazones, el encarnamiento del mal.

Cuando terminó le dije:

—Estoy comenzando a entender, ¡mi tía es racista!
—No, ella está loca.
—Sí, para ser racista hay que estar loco.

Unos días más tarde, me vino a buscar para llevarme a ver una película.

—Espero que no sea una película de karate.
—No, desgraciadamente es una película verdadera. Lo que viste la primera vez era un juego. Los actores actuaban, engañaban. Lo que vamos a ver hoy, es un documento terrible que muestra lo que el racismo ocasionó durante la Segunda Guerra Mundial.

Entramos en una sala que no era un cine. Había muchos alumnos de entre trece y quince años. La señora Simone dio un pequeño discurso para advertirnos de la violencia en la película y que era necesario tener valor para llegar al final. Quien no lo soportara podría salirse.

La sala se oscureció y sólo reinó un silencio pesado e inquietante.

Frente a nuestros ojos, desfilaba la negra alambrada de púas en una tierra blanca por nieve o luz. El cielo plomado presenciaba cómo los vagones tiraban cuerpos con los ojos inmensos, ojos cristalinos llenos de lágrimas retenidas, habitados por el horror absoluto. Las mujeres desnudas, toda la ropa les había sido quitada, intentaban proteger una parcela de su cuerpo. Los hombres apenas se podían mantener en pie y avanzaban hacia un hoyo del que no saldrían nunca más. Los niños, que no tenían más que ojos, caminaban con las manos levantadas. Hombres y mujeres, ya sólo huesos, estaban amontonados en los hangares cuya única luz era la de un horno. De nuevo, desfilaba la alambrada de púas. Había una montaña de cabellos grises, negros, blancos. Otros vagones esperaban para entregar su cargamento. Los militares, como títeres mecánicos, gritaban órdenes. Una bandera ondea en lo alto del campo, está sucia pues retiene el hollín de la chimenea. En ese pedazo de tela, había ceniza de un ser humano quemado debido a su raza. La bandera ondea mal, pesa mucho por el alma quemada de un hombre o una mujer. En la noche de alambrada de púas, la única luz que hay es la de los reflectores. La fosa común está llena de vivos y muertos. El cielo es indiferente, las nubes se dispersan. Una o dos estrellas brillan a pesar de todo. La luna está en sus primeras noches. Se calla como los hombres. Las miradas caen. Las manos descarnadas se agarran a una hierba o a una piedra. Los soldados se agitan. Llegan cientos de prisioneros mientras que otros se detienen para alimentar a la muerte de enorme hocico. Traga todo. Los hombres con pijama a rayas hacen cola para recibir una sospechosa sopa negra. ¿Saben que van a morir quemados vivos en un horno o en una cámara de gas?

vazquez-adriana05.jpgIncluso el sol hace su aparición. Un niño levanta la cabeza hacia el cielo y no entiende lo que viene a hacer el sol en ese infierno, en esos días funestos donde la brasa del odio es un volcán furioso que ningún cielo apaga. Los huesos, con una infinita paciencia, se juntan, se parecen y caen en ceniza ligera sobre una tierra ennegrecida por la maldición, guardiana del campo y la demencia. Están anulados el alba, la aurora y el crepúsculo. Sólo la noche extiende sus brazos recolectores arrastrando los cuerpos olvidados para sofocarlos en el hueco de la muerte, raída por hambre y pocas palabras celestes. Noches presas inútiles que perforan las miradas extraviadas. Un niño perdido, propiedad ya de la muerte, levanta las manos como en un juego escolar. Nos ve, me ve. Bajo la mirada, mis lágrimas brillan, la cara de ese niño esta ahí, en mis lágrimas. La imagen se detiene. En la sala hay silencio y oscuridad. Nadie habla. Noche y neblina.

Ese día, ya no tenía trece años sino miles.

 

Grabados de Mario Maldonado, Escuela Nacional de Artes Plásticas


1 (N. del T.). La semana blanca es una excursión escolar a la montaña durante el invierno, por la mañana toman clase y por la tarde practican esquí. Generalmente se realiza en el mes de febrero. La escuela también organiza paseos en otras estaciones del año.

2 (N. del T.). El Ramadán es el noveno mes del año lunar musulmán consagrado al ayuno y a las privaciones (abstención del alimento, bebida, perfumes, tabaco y relaciones sexuales) desde el amanecer hasta la puesta del sol. Durante este tiempo se celebra la revelación del Corán a Mahoma (la noche del destino). Además el Ramadán depende de la visión de la luna y del lugar geográfico en que se está viendo, por lo que se celebra en diferentes meses de acuerdo con el calendario occidental.

3 (N. del T.). París está dividido en veinte demarcaciones o barrios. Al barrio 18 se le conoce como la “Gota de Oro”, ahí prácticamente no vive ningún francés, sino solamente emigrantes, sobre todo africanos.

4 (N. del T.). La medina, en el norte de África, es el casco antiguo de la ciudad, generalmente habitado por la población indígena económicamente más débil, por oposición a las zonas de reciente urbanización.

5 (N. del T.). El flipper es una máquina de billar automática que se instala en las cafeterías para jugar.