Aquel sábado por la tarde en el que se debía dar inicio a la Noche Etílica Y Quédate A Dormir ConMigo, él había entrado por primera vez en la casa de Martino, sudado e incómodo en su punto. Afortunadamente, ningún güey ni ningún sirviente de librea deambulaba por los pasillos, carísimos, de la villa. La decoración del lugar era terriblemente parecida a la de la casa de la mujer que el protagonista bravucón de Naranja mecánica apaleaba a muerte usando el habitual falo de cerámica: Cuadros Antiquísimos, Fusiles de Caza, Tapices, la Kolección Kompleta de Platos Azules de Dinamarca…
En cambio, la recámara de Martino era exactamente como Alex se la había imaginado: la clásica guarida de quien acostumbra hacer lo que se le da su regalada gana y obtiene el mismo comportamiento de los demás habitantes. Quiero decir, todas las personas que se limitan a vivir a su alrededor sin asfixiarlo.
En fin, había este ambiente muy de guarida, pero la recámara era todo menos pequeña. Estaba sólo llena. Llena a reventar de cosas como en aquella estúpida publicidad de Timberland: carteles por doquier, ropa por doquier, colchas peruanas por todos lados, fotos por todos lados.
El viejo Alex hubiera podido quedarse horas ahí dentro, sólo para saber los nombres de los tipos retratados en las fotos pegadas en el panel de corcho que destacaba sobre la cama; o bien para leer los títulos de los discos y de los videocasetes. Para los libros, en cambio, hubiera sido suficiente un nanosegundo: colocados para apuntalar la colección de Max y Ciak, yacían, indefensos, en su helada soledad, un Los hermanos Karamazov, un Cuarenta y nueve relatos, un par de cosas de Arcana sobre los Pink Floyd y un diccionario de inglés nuevo y empacado.
De todos modos, la colección de videocasetes lo dejaba a uno sin aliento: todo Allen, todo Scorsese, todo Coppola, todo Kubrick, todo el último Verhoeven, todo Malle; Kurosawa, el legendario Aki Kaurismaki, Oliver Stone, Gigante, Rebelde sin causa, Al este del edén, cinco o seis títulos con Brando, y hasta películas con actores que nuestra generación no había ni escuchado nombrar: Jean Gabin, Louis de Funes, Peter Sellers. No exagero si digo que el viejo Alex no había visto en toda su vida ni la mitad de todo ese material. Y luego Fellini, Risi padre, Ferreri. Nan-ni Mo-ret-ti! Fran-ce-scAr-chi-bu-gi!
Okey. Además, Martino lo recibió en una bata cuadriculada muy chic puesta sobre una piyama de alguna tela especial que el viejo Alex no había identificado con exactitud, estando acostumbrado a la mezclilla común y corriente de los jeans y al algodón pakistaní de las playeras punketas de la línea Rock and Roll Stars: play it loud, wear it proud.
Del archivo magnetofónico del señor Alex D. Sinceramente, Martino me impresiona un poco… Tiene que estar de verdad en paz consigo mismo. Tiene que haber alcanzado algún puñetero estado de equilibrio interior si puede pasearse en piyama ya peinado y rasurado, envuelto en todos esos deliciosos vapores de lociones y pasta de dientes mentolada. Sólo así uno puede ser feliz. Estoy seguro.
Gran personaje, Martino. Hizo a un lado algunos aspectos de la vida y siguió sólo los que le gustaban a él. Aunque el hecho de que haya abandonado los estudios y el deporte para dedicarse de tiempo completo a las chavas, al cine y a los viajes al extranjero, me incomoda un poco.
Pero debo saber más sobre esto. Entender mejor.
Martino tiene muchas actitudes interesantes. Sólo que me está provocando un chorro de complejos. Frente a él me siento como una especie de perdedor sin salvación. Quiero decir, él algunas veces me hace sentir así. O sea, él hace todo lo que puede para que yo me sienta a gusto, pero carajo, yo no voy a ser nunca como él. Va al salón de belleza para quitarse los puntos negros, por Dios…
Está bien. Juro que yo también me voy a comprar una piyama chida y pantuflas de terciopelo como las de él.
(En esos días, en la conciencia del viejo Alex se abría camino la certeza de que verse exquisitamente rico aun estando solo —o sea, sin que nadie esté juzgando— sube la autoestima. Él, en cambio, siempre se iba a la cama en boxers, se paseaba por su casa en pants y playera o con una sudadera cuando hacía frío; con sus pantuflas descosidas, ¿qué carajo significaba? A este nivel de introspección, quiero decir.)
El corcho de las fotos se extendía por todo lo largo de la cama y tal vez medía más de un metro de alto. No había mucho espacio que digamos para héroes guitarristas o ídolos de los estadios, en esa serie; en la mayoría de las fotos, de hecho, Martino era el protagonista: Martino bebé, en brazos de su mamá, quizás; Martino con el babero comiéndose los restos del helado con el que se embarró la cara; Martino sonriente en brazos de su papá, quizás. Luego, una serie sobre el tema del carnaval, con Martino disfrazado de los personajes más famosos de los under 10 de la época: Martino-Zorro, Martino-Sandokan, Martino-Goldrake etcétera, hasta una especie de Martino-samurai armado con una imponente espada de plástico y un yelmo de combate emplumado. Luego, en la penúltima serie, Martino en brazos de los amigos de la madre. Veteranos del sesenta y ocho, actualmente editores inconformes, abogados liberales, profesores interinos. Todos personas que no dudaban en mostrarse, aparentemente sin la sombra de un remordimiento, con patillas monumentales, blusones flower power, bigotes y ciertos pantalones de pata de elefante, entre los más discutidos y zootécnicos del periodo. Para cerrar: Martino en brazos de los ex compañeros de universidad del padre, unos monstruos con el fenotipo de campeones del deporte, cabello corto, dientes perfectos, mucha lana, etcétera. Haciendo la reseña de aquellas fotos, el viejo Alex no se sorprendió de que al final los padres de Martino se hubieran separado. Es más: lograba imaginárselos, ciertas pedradas dolorosas de los amigos trotskistas de ella hacia los amigos deportistas de él y viceversa. Ahora, en todo caso, la madre de Martino tenía los capitales de Marx y los diarios bolivianos del comandante Che, muy bien alineados en los libreros de esta villa en las colinas donde vivía con el hijo, mantenida por el ex marido, perfectamente cómoda en el papel de Señora que utiliza su Pasado Proletario sólo para provocar uno que otro escalofrío exótico a los nuevos amigos masonempresariorrotarios.
En las ultimísimas fotos de la colección, Martino posaba con un par de chavas que el viejo Alex había visto de reojo en los pasillos de la prepa. Parecían felices, ellos.
Quién sabe quién tomó las fotos, se preguntaba el viejo Alex.
(Si uno está muy a gusto con una chava, difícilmente se encuentra a alguien que sepa tomarles una foto sin arruinar todo, comentando que no están sonriendo lo suficiente. Es necesario tener mucha cautela con quien es feliz.)
Lo que hacía colapsar al viejo Alex era la idea de que Martino, sin esforzarse de manera particular en ninguna actividad, sin demasiados pensamientos y sobresaltos inhumanos, sino así nada más, de manera sencilla, había encontrado presumiblemente la felicidad: adentro de aquella guarida publicitaria de los Timberland, empezaba a corroerlo la duda de que la paz interior, el nirvana, no fueran tanto metas por alcanzar —en el sentido de correr tras ellas— como lo imponían el Canciller, la mutter y la propaganda semiprusiana del Liceo Caimani.
Del archivo magnetofónico del señor Alex D. Al final, el equilibrio interior no se debe buscar. Tal vez ya lo tenemos, y entre más nos movemos o agitamos o cualquier otra cosa, más nos alejamos de él. El hecho es que cuando hablo de equilibrio interior me siento un pobre pendejo. Me parece uno de esos términos que se usan en las sesiones de psicoanálisis liberadoras y colectivas o en los refugios para mujeres violadas.
Okey. Todo me indica que debo ser fuerte, determinado en mis objetivos, capaz de salir adelante en la Vida, pero ¿y si uno siente que llegó el momento de cambiar un poco el camino, o tal vez sólo la necesidad de detenerse a razonar en serio por cuenta propia? Quiero decir: ¿y las chingaderas de los dieces en latín, por ejemplo, que de simples instrumentos se convirtieron en una especie de fin último?… En fin, por lo que sé uno debería estudiar para sacar un título que a su vez le permita agarrar un buen trabajo que a su vez le permita juntar suficiente dinero para conseguir algún méndigo tipo de serenidad totalmente peleada y herida y masacrada por los esfuerzos inauditos para alcanzarla. O sea, uno de los fines últimos es esta méndiga serenidad atormentada. El razonamiento es así. No se necesita ser un genio. Y entonces, ¿por qué tendría que sacrificar los momentos de serenidad que vienen a mi encuentro espontáneamente por la calle? ¿Por qué debería arrojarlos por la borda, si ellos también forman parte del fin que hay que anhelar? Si una tarde puedo ir a tocar o salir con una chava que me gusta, ¿por qué demonios debo quedarme en casa transcribiendo las versiones del traductor o fingir que leo el resumen de filosofía? La verdad es que me siento obligado a sacrificar al yo diecisieteañero feliz, de hoy en la tarde, por un eventual yo mismo calvo y con sobrepeso, cincuentón satisfecho, que abre la puerta de la cochera con el control remoto y adentro tiene un bello automóvil, una esposa que probablemente le pone los cuernos con el contador y dos hijos gemelos con el cabello de príncipe valiente idénticos en todo a los niños nazis de los Kindergarden. Tal vez no todos dentro de la cochera. Digamos más o menos alrededor. O sea, rodeado. Entonces la pregunta es: ¿un horror de estas proporciones vale más que el sol y el helado de esta tarde? ¿Más que una chava? ¿Más que Valentina que llega sonriendo con diez minutos de retraso a la cita y con una playera azul sobre esos magníficos atributos que Dios le dio?
Quiero decir, las fotos de Martino me dieron la percepción real de la burla: era suficiente quedarse quietos ahí y aprovechar la ocasión, Karajo…
De acuerdo, Martino vive prácticamente la vida del gentle-boy, retirado en su hacienda, con las citas con el estilista marcadas en el calendario, poquísimas obligaciones y muchos privilegios. En realidad deberíamos odiarnos, visto que el aquí presente proviene de la familia más clasemediera que existe —una especie de máquina de guerra que ya me ha programado determinadas citas con las Jodas por los Objetivos que hay que Alcanzar para no correr el riesgo de volverse un Adulto Lleno de Añoranzas. Okey. Mis padres estarán satisfechos. Soy tan decidido y determinado y máquina de guerra que las añoranzas las tengo ya ahora.
No lo sé, pero en casa de Martino, mientras veía esas pinches fotos, tuve la sensación horrible de haber matado uno por uno, día tras día, a aquellos muchachos felices… Porque también yo, tal vez, hubiera podido ser tan feliz. De acuerdo, no podrido en dinero como Martino. Pero esto no es fundamental para ser feliz. Quiero decir, se puede vivir bien aun sin mucho dinero.
Pero tal vez las cosas están incluso peor. Porque fui yo el que no tomó lo que quería. Como si hubiera abortado todos los días, como si no hubiera nunca permitido que aquel chico naciera, por miedo a tropezarme con él, por miedo a que me arruinara la vida. Y por eso siempre me he concedido pequeñas felicidades de poliestireno: ir al parque; quedarme dormido toda la tarde; ver Videomusic en lugar de estudiar; irme de pinta; comer mucho; jalármela con particular devoción...
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