Éramos entonces estudiantes, en el umbral de todo. La
ciudad era nuestra pradera y a paso largo la recorríamos
sin tregua durante horas, flacos, atormentados, tratando de
librarnos de nuestra inocencia como de un dolor de muelas,
imaginando que nuestra juventud duraría para siempre, y
casi lo lamentábamos.
Michel Butor, “Suite parisina, Noctámbulo”
(Versión de Frédéric-Yves Jeannet)
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Ese muchacho lóbrego, espigado,
fantasma de sí mismo,
que se sienta hasta atrás
y en la noche se hunde
a rezar la oración de sus malditos;
ése que nunca
conocerá su cuerpo en los danzones,
será señor del ritmo
que mantiene en su sitio a los planetas;
ése que aprenderá dolor en las mujeres
y hallará él Santo Grial entre sus piernas,
es del linaje nuestro, es carnal,
es un perro amarillo con estrella.
Interminables tardes de domingo
en que los viejos libros se cansaban
primero que nosotros.
Atravesábamos calles
navegadas por putas
para las que no alcanzaba,
a las que no alcanzabas.
Buscábamos los cines de programa triple
que vivían por nosotros.
Era el tiempo del enigma de la invisibilidad.
Del corazón transparente,
de las venas de vidrio,
del aire que taja o vive
del aliento de sus agonizantes.
Transparencia: Invisibilidad:
Estar como nunca en el espacio.
Estar más solo que nunca en el espacio.
Era el tiempo
de bautizar de nuevo la falange,
el vello, la rodilla.
De encontrar en el otro un puro azogue
donde nunca acabamos de bebernos.
De aspirar el perfume
que es la droga perfecta del adicto.
De los fastuosos armamentos,
de la plana tristeza que seguía
al choque ansioso y torpe de los cuerpos.
Tiempo de las palabras en peligro.
De pronunciarlas todas,
del terror a que no pudieran decir todo.
Era el tiempo de herir
y recibir el mayor número de heridas.
Quien no lo ha vivido, no ha vivido.
Quien no lo vive,
no asistirá al prodigio de la resurrección.
Ese muchacho lóbrego, espigado,
fantasma de sí mismo,
es un perro amarillo con estrella.
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