“Muy buenas tardes, señores usuarios. En esta ocasión traigo a la venta “la sonrisa postiza”. Capaz de cambiar rostros marchitos, demacrados y hasta decrépitos, además sirve contra el mal humor. Para esos pesados encuentros con el jefe, la esposa, el marido, la suegra… Esta sonrisa es importada desde los Estados Unidos. Certificada por los laboratorios Cuack Smile. Se coloca la sonrisa dentro de su boca y al instante se activará el buen humor. Diez pesos le vale, diez pesos le cuesta…”
Quizás era una tomada de pelo, pero después de este agobiante día de trabajo, poco me importó. La vendedora era gorda, con el cabello teñido de rubio atado por una liga. Le pedí el producto. Se trataba de unos dientes de los que venden en día de muertos, para semejar colmillos de vampiro. Cuando la señora bajó del vagón, me los coloqué. Varios pasajeros se burlaron de mí. Pasaron unos segundos y al instante comencé a relajarme. El agobio se esfumó, naturalmente sonreí y hasta me nacieron ganas de llegar a mi casa, con mi esposa embarazada y mi hijo. Él, como de costumbre, con los mocos sueltos y embarrados.
Al llegar a la siguiente estación decidí comprar varios de esos dientes, pensaba en lo ligera que podrían hacer mi vida. Yo iba en el penúltimo vagón de la línea verde. Seguramente la vendedora llegaría a Bellas Artes y tal vez ahí transbordaría hasta la línea azul con dirección a Tasqueña. A esta hora mucha gente sale de trabajar. Me bajé en Chabacano, pensé en transbordar a la línea azul. Con un golpe de suerte podría encontrarla o quizás toparme a otro vendedor ofreciendo el mismo producto.
En mi andar me percaté de que había muchas marchantes parecidas a la vendedora de sonrisas. Cada vez que veía una me emocionaba. Desafortunadamente ninguna ofrecía lo que buscaba…
“Muy buenas tardes, señores pasajeros. En esta ocasión traigo a la venta el disco compacto con lo mejor de la música reguetón, salsa, cumbia, merengue, electrónica, pop, balada… diez pesos le vale, diez pesos le cuesta…”
“Muy buenas tardes, señores usuarios. En esta ocasión traigo a la venta un delicioso caramelo macizo sabor menta. La rica golosina para chicos y grandes, un peso le vale, un peso le cuesta…”
Las horas transcurrían sin encontrar a aquella mujer. Trataba de hacer diagramas mentales para localizarla. ¿En qué línea podría estar? Si se fue en la verde, transbordó en Salto del Agua y quizás de ahí se fue a su casa. Seguro vive por Pantitlán ¿o rumbo a Tacubaya? ¿Transbordó a otra línea? ¿Se fue hasta llegar a Garibaldi? ¿Salió del metro para vender en la calle?…
Después de sacar una serie de conclusiones, decidí que lo mejor sería transitar por el metro siguiendo mi instinto. Subir y bajar vagones al azar. Sólo tenía hasta las doce de la noche (hora en que cierra el metro) para cumplir mi misión. Apagué el celular para que mi esposa o quien fuera no pudiesen localizarme. Me sentía como drogado, no podía dejar de sonreír.
Pasaron las horas sin resultado alguno. Eran las once de la noche. Casi no había gente ni vendedores. No fue motivo para perder la esperanza. Necesitaba más de esos colmillos. Me daba cierta ansiedad pensar que el efecto sólo duraría unas cuantas horas. Además tenía en mente a las personas que quería obsequiarles unas sonrisas.
Llego hasta el Rosario. Me voy con dirección a Barranca del Muerto. Bajo en Aquiles Serdán para cambiar de vagón. En eso aparece la vendedora. Está por subirse en el último vagón. “¡Espere!” Al gritarle yo, no sé por qué se mete apresuradamente. Trato de alcanzarla. Escucho la alarma que anuncia el cierre de las puertas. Con esfuerzo alcanzo a meterme al penúltimo carro. Mientras la observo a través del vidrio, me pregunto ¿por qué se habrá metido de esa manera al vagón? ¿Me habrá reconocido y pensó que iría a reclamarle? ¿Los colmillos contienen droga? Si fuera así, no me importaría, pues funcionan. Observo fijamente a la mujer, está sentada al fondo. A su lado hay una pareja fajándose.
En la siguiente estación cambio de vagón. Camino lentamente hacia ella hasta sentarme a su lado:
—Hola señora. Le parecerá raro pero he estado buscándola por horas. ¿Aún tiene sonrisas de la alegría?
—No, señor.
—¡No puede ser!
—No se preocupe. Si quiere más sonrisas podemos vernos mañana. Le vendo las piezas que quiera.
—¡Son tan efectivas! ¿Usted las usa?
—Lo he intentado. A veces funciona, pero cuando llego a casa o tengo mucha hambre o se va el efecto. Además no puedo darme ese lujo, es mi negocio.
—¡De verdad las necesito ahora! ¡Las quiero ya! Mi mujer debe estar histérica, esperándome en la puerta. Y sé que me dirá: ¡Otra vez te fuiste con tus amigotes a beber! ¡Estoy harta! Eres un alcohólico y bla, bla, bla. ¿Puedo acompañarla hasta su casa para que me venda otras sonrisas? ¡De sólo imaginar que mi jefe mañana estará de buenas!…
—Pues, no lo creo. Mejor mañana nos vemos.
—¡No, por favor! Se las pagaré al doble y le compraré veinte.
—Ah bueno… así es diferente. Está bien.
—Qué curioso, ¿no? Bueno, usted debe saber todo el movimiento del metro. A qué hora y en qué líneas está más insoportable. Hace unos instantes casi no había gente y ahora sube un montón.
—Es porque todos vamos al mismo lugar.
—¿Usted va con ellos?
—Así es.
—¿A dónde vamos todos?
—Digamos que es un lugar que no tiene nombre.
—¿Pero en qué estación se bajan? ¿En Mixcoac? ¿Barranca del muerto?
—Señor, ¿qué no se ha dado cuenta? No estamos ya en la línea naranja.
—¡Claro que es la línea naranja!
—Es la línea negra y hemos llegado a nuestro destino.
—…¿Cómo llegamos aquí? ¡En qué momento! ¿Esto es parte de la reacción de los colmillos?
Me percaté de que la pareja que se estaba fajando era un cholo que cargaba una mochila con bocinas, y su compañera un travestido. Al bajarnos del vagón me dijo la señora que no había ninguna salida al exterior. Es decir, toda aquella gente dormía en esa terminal sin salida. La vendedora señaló que habíamos llegado a casa. Las ratas tenían apariencia mutante y las cucarachas eran de enormes proporciones. Montones de travestidos pasaban. Reconocí a dos, a veces me los topo camino al trabajo. Piden dinero para comprar sus medicamentos contra el VIH. Caminaban hombres llenos de cicatrices en la espalda, con vidrios encarnados. Niños dormidos en cualquier rincón o cenando paletas de caramelo macizo. Ciegos que aparentemente caminaban hacia ninguna parte, a veces chocaban entre ellos. Gente sin piernas, enanitos, muchedumbre deformada, bocas chuecas, ojos resbalando por la cara. Pero todos teníamos algo en común. Escuchábamos la misma música. Lo mejor del reguetón, salsa, cumbia, merengue, electrónica, regué… Trataba de buscar alguna luz y de poder dejar de sonreír. No podía quitarme los colmillos. Quería correr, pero no sabía a dónde, todo era igual en ese submundo. Supongo que tendré que esperar a que sean las cinco de la mañana (hora en que abren el metro). Trato de llamar a mi esposa o a quien sea para pedir ayuda. Pero en este lugar no hay señal.
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