La isla Feydeau, construida en 1723 por veinticuatro prósperos mercaderes, era el corazón del comercio triangular de Francia. Se encontraba en la boca de la parte más ancha y profunda del Loire, cerca de la desembocadura del Atlántico: un espacio donde aguas de diversos orígenes se mezclaban. Ahí las mareas entraban por el cauce del río, reteniendo las aguas dulces. Al bajar la marea, las aguas revueltas se vertían veloces en el océano y el paisaje se renovaba. Las velas de los navíos que desfilaban por Feydeau traían ecos de las Indias: cargamentos de café, chocolate y azúcar de caña en costales. Detrás de este exotismo, entre sus elegantes edificios y canales, se ocultaba el centro más importante de tráfico de esclavos en Francia. La llamaban la Pequeña Holanda. En esta isla nació Jules Verne.
Muchas veces, más que cualquier otra cosa, el viaje es una necesidad punzante. Ese niño que vivía rodeado de evocaciones fluviales y marinas no tenía permitido viajar. En sus excursiones solitarias por los malecones de la isla, Jules podía tan sólo sospechar, gracias a libros y rumores, lo salvaje de las playas bretonas. No conocía la prisa ni la fuerza de sus mareas ni suponía la cantidad de cuevas y pasadizos que se albergaban en sus dramáticos acantilados. El espacio fuera de su isla artificial era un enigma y Jules quería saber si estaba a la altura de sus historias, si ese mundo desconocido era tan real, tan intenso como lo pensaba.
De chico solía rentar pequeñas barcas para explorar los bancos del río lejos de la ciudad. Zarpaba rumbo al mar esperando regresar horas más tarde impulsado por la marea entrante. Algún día, durante una de sus excursiones, el agua comenzó a penetrar los delgados tablones y, al no ver alternativa, Jules tuvo que lanzarse tras la borda de su navío y nadar hasta un pequeño islote. Varias horas transcurrieron. Horas de angustia al ver pasar el río veloz, de pavor a las corrientes invisibles y a la desembocadura de aguas revueltas. Las ficciones del mar abierto parecían una posibilidad en su propia carne. Al ver que la marea no bajaba, comenzó a planear su nueva vida sobre la isla. Buscó troncos y lianas para la construcción de una cabaña, pensó en cómo fabricar cañas de pesca, ideó un objeto punzocortante para defenderse de bestias salvajes. Hasta que, por fin, la marea se retiró. Entonces Jules atravesó el cauce a pie hasta alcanzar el banco derecho del río y encontrar el camino a casa.
Las víctimas de siniestros marinos eran los fantasmas del puerto de Nantes. Durante la infancia de Jules se contaban historias de los sobrevivientes de la balsa de La Medusa, que tanto habían conmocionado a la opinión pública francesa durante la segunda década del siglo XIX. Eran relatos sobre el canibalismo de los náufragos y sus alucinaciones en el mar. Como los padres de Jules eran promonárquicos y el desastre de La Medusa evidenciaba la terrible moral de los aristócratas que abandonaron a toda una tripulación en el banco de Arguín, a cincuenta millas de la costa senegalesa, Jules seguramente no oiría estas historias en su casa. Pero durante sus paseos cerca de los barcos, por algún descuido de su nana se sentaría a escuchar, entre gaviotas y tabaco, las fabulaciones de los marineros sobre éste y otros accidentes en el mar. Quizás de ahí se nutrieron sus pesadillas.
No obstante, lo que más le fascinaba eran los relatos marinos. Lejos de los malecones y de los marineros, en un cálido rincón de su cuarto, le gustaba seguir las historias del Robinson suizo de Wyss. Encontraba cobijo en las aventuras imaginarias de esta familia cristiana liberada de sus deberes sociales, felizmente desterrada para encontrar el orden y la justicia de la naturaleza. Los descubrimientos y avatares del grupo lo alejaban de la ortodoxia flagelante de su padre, de su disciplina de vara y sus castigos de pan y agua. La idea del naufragio era aterrorizante pero seductora, la libertad de ensoñación y la soledad más deseada.
Cuando se descubren las fronteras del mundo de la infancia, el misterio crea la ilusión de un espacio no conquistado y lleno de posibilidades; surge la inquietud por enfrentar el riesgo y poder llevar nuestra vida a otra parte. Quizás de viejos recordemos nuestros intentos de huida, de trasgresión de la frontera, como aquellos acontecimientos que nos transformaron para siempre. Jules Verne escribió sus recuerdos de infancia cuando cumplió sesenta y tres años. La mitad izquierda de su rostro estaba paralizada y su ojo siniestro, mucho más pequeño que el diestro, parecía esconder receloso los capítulos trágicos que el editor de sus viajes extraordinarios decidió censurar. Este hombre se recuerda como un tímido pelirrojo que paseaba por un malecón junto a su hermano vigilando los gestos de los marineros. Quería desentrañar los secretos que albergaban el acento y la jerga de la navegación. Le invadía el deseo profundo de traspasar la plancha de madera que separaba a los barcos mercantiles o pesqueros del muelle. Imaginaba que trepaba los obenques, que se alzaba por las cofas, que se enganchaba a las asas de los mástiles. Con su hermano jugaba a alcanzar las cimas de los árboles en la casa de verano de su padre. Ahí las ramas y las hojas mutaban en veleros. Desde el lugar más alto de su nave arbórea buscaban el mar y se acercaban a él si soplaba un buen viento. El escritor narra que de esos viajes nacieron impulsos vitales. Sus proyectos sólo cobraron vida en las historias grabadas en sus enigmáticas y cambiantes caligrafías.
La escritura es espacio de sus exploraciones y naufragios: qué mayor empresa que la de alunizar. El episodio preliminar del proyecto de este viaje fue dado a conocer por entregas bajo el título De la Terre à la Lune, a fines de 1865, en el diario de divulgación Le Journal des Débats. Los lectores de la revista fueron confundiendo poco a poco la ficción del viaje con la realidad; mandaban cartas al editor suplicando los considerara dentro de la tripulación que sería lanzada en un obús gigante hacia el satélite de la Tierra. Semana tras semana, Jules inventó a los integrantes del Gun Club de Baltimore, quienes, deseosos de poner en práctica las habilidades balísticas aprendidas durante la guerra civil de Estados Unidos, concibieron el magnánimo proyecto de lanzar una bala fuera de la atmósfera. En otras entregas, otorgó la palabra a los astrónomos que justificaron y dieron cuerpo al proyecto: un teórico, un amante de experimentos geológicos y un aventurero. Eligió una bala de aluminio para navegar en la inercia del espacio hasta la superficie de la Luna. Esta nave sustituyó a las imágenes de todas las máquinas voladoras anteriores, hechas de alas de animales muertos, de telas con plumaje, de madera o de pólvora, que poblaban la memoria literaria de los viajes fantásticos: sillas voladoras propulsadas por cohetes, sueño de un emperador chino; un dragón volador fabricado por Burattini, el inventor italiano servidor de la enérgica reina de Polonia, Ludwika Maria; las botellitas de rocío, los cohetes y el icosaedro de Cyrano de Bergerac. Habiendo articulado el proyecto, como artista consciente de que las grandes empresas requieren de cierto tiempo para el reposo, Jules retiró la historia de la imprenta.
Cuatro años después, en 1869, se publicó la última parte del viaje en Autour de la Lune. Como fue anunciado en la novela anterior, el Gun Club lanzó su bala gigante al espacio pero la influencia inesperada de un cometa la desvió del camino programado. La tripulación naufragó en el espacio, atrapada en la órbita de la Luna, completamente fuera del control del piloto, irremediablemente a la deriva. Los tres astronautas contemplaban desde las ventanas de la bala las protuberancias, las llanuras y las caras ocultas del satélite de la Tierra; perplejos ante la imagen de su mundo y confundidos por la idea de ya no pertenecer al único espacio que sí creían conocer del universo: ausentes de todo, en absoluto aislamiento, desconocen el camino de regreso hacia la Tierra. Sin guía, la bala gira alrededor de ese mundo hermano que es la Luna. Parecía que el obús sería su satélite eternamente. Por primera vez, el astro de Selene deja de ser la periferia y el hombre casi debe resignarse a morir girando en torno a ella. Esa bala en el vacío no es sino la soledad y vulnerabilidad del hombre, la ausencia de Dios, la inercia, el terror al infinito. Para completar el cuadro, Jules recuerda el poder ordenador del azar: la influencia de un nuevo cometa expulsa la bala de la órbita lunar, proyectándola por suerte en dirección hacia la Tierra. Los astronautas nunca llegan a la Luna.
Con qué ironía Verne trastocó la idea del viaje a la Luna en los albores de la era tecnológica. Fracasa la inocencia que pretendía trazar el camino hacia el astro más añorado por la poesía y el sueño. Fracasa el optimismo, la unión de las naciones por un fin común. Fracasan la ciencia y la ilusión; es imposible llegar al otro mundo, al de los bienaventurados. Los tripulantes del obús son viajeros que llegan tarde al puerto y ven zarpar el último barco. Más aún, son peregrinos abandonados por los transportistas, perdidos en los caminos de una región desconocida.
Tras la lectura, el orbitar de la bala en el vacío resuena como la nostalgia del viajero arrebatado de su destino. De ahí que recuerde una fábula coleccionada por los habitantes de Nantes, la historia de un niño pelirrojo que intentó huir desde su casa hacia las Indias: se había escapado de madrugada sin que nadie se percatara y abordó un navío de tres mástiles. Por fin conocería la vida del marinero, comería carne seca y dormiría meciéndose durante las tormentas, aprendería las lenguas de los puertos; quizás podría vivir por un tiempo en una isla desierta. Todo resultaba como planeado hasta que, cerca del mediodía, un amigo de la familia reconoció la silueta del infante sobre la cubierta de esa gran embarcación comercial que descendía la cuenca del Loire. Ahí terminó una aventura planeada tras largas horas de lectura bajo las sábanas. Se dice que, cuando el padre del niño se enteró, abordó enseguida un barco de vapor para detener a su hijo, al atardecer, en el puerto fluvial más cercano al mar. Los regaños, los golpes y el ayuno hicieron que, días más tarde, el pequeño prometiera a su madre que desde ese momento viajaría tan sólo en su imaginación. Dicen que se llamaba Jules. Es el mito perfecto para ilustrar el origen del hombre que inventó un viaje a la Luna que terminó en naufragio.
Desde niños vivimos a la deriva, desplazándonos entre satélites que se presienten pero no se tocan; y en ese juego gravitatorio de atracción y expulsión la mayor parte de lo que somos es irrecuperable. El tiempo transcurre y las ideas más íntimas, las que fueron pensadas sin que hubiera testigos, se pierden en el flujo escurridizo de la memoria o en las aventuras de las primeras narraciones extraordinarias. Quizás un escape fracasado hacia las Indias nutrió este viaje fallido a la Luna. Quizás el delgado pelirrojo que se atrevió a pisar una cubierta por primera vez a los ocho años, como recuerda el Jules sexagenario, el que sintió la velocidad del barco cuando sus manos rozaron las drizas y las poleas, el que sujetó el timón creyendo conocer la dirección de las corrientes marinas; quizás ese fue el niño detrás del astronauta que descubrió la melancolía en las protuberancias y los valles de la geografía lunar. Y por último, la imagen de Jules regresando a casa tras permanecer por horas cautivo de la marea del estuario, hace que la bala en el puerto de San Francisco, rescatada tras un naufragio en la Luna, se vuelva absolutamente entrañable.
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