La mujer dejó de llorar y abrió el vientre de su hijo muerto. El cuchillo desgarró la piel, se hundió en la carne ya azul. La sangre no corrió. Jaló las entrañas. Cortó. Arrancó el pequeño corazón. Cercenó las venas. Los pulmones se encogieron con un chiflido de aire. Vació el cuerpo. Las lágrimas eran como ácido en sus mejillas. Volvió a hipar, a temblar. Tiró los órganos en la bolsa de basura. Sus manos estaban pegajosas, la carne podrida había secretado un líquido viscoso y nauseabundo. Puso al niño en la bañera, lavó el cuerpo vacío. Tomó su bolso, sacó los paquetitos, rellenó el vientre del niño y volvió a coser la piel. Inyectó el formol en las venas reventadas. Vistió el cadáver. A nadie se le ocurriría hallar droga en él.
Salió. No sabía que era de noche. Todo estaba ya tan negro. Todo estaba ya tan oscuro. No oía el mar que se acariciaba y quejaba en las playas. No oía las olas que lamían los cascos de los barcos. Sólo veía esa luz que brillaba allá en el dhow.1 Caminaba derecho, sin voltear, apretaba el pequeño cuerpo contra ella.
Subió al navío, sin darse cuenta de su precario equilibrio. Bajó al camarote. Ahí estaba esperándola el hombre.
—¿Ya está?
Ella lloró. Lloró. El niño muerto rodó sobre el piso de madera del navío. Se hubiera dicho una muñeca de piedra, una escultura de plata, de oro o de cobre. La mujer gemía, ovillada en su propio cuerpo. Quiso que sus lágrimas fueran puntas y lanzas. Quiso empalarse en el filo de sus lágrimas.
El hombre empuñó su cabellera y le levantó el rostro. Ella no lo veía. No veía nada. Nada. Nada. Nada. Nada…
¡Nada!
Cayó bajo los golpes, cayó bajo los escupitajos. El hombre la volvió a atar debajo de la litera y se fue. La mujer ahogó sus lágrimas, pero vio a la altura de su cara al niño muerto, que rodaba al ritmo de los zarandeos del dhow. Aulló hasta hacer estallar su garganta y su conciencia. Aulló y la sangre corrió por su nariz, la sangre corrió por sus ojos. Aulló y sintió en sus sienes un desgarramiento fulgurante. Ahí entregó su alma y se volvió loca.
Era también bajo esa litera que había parido a su hijo. Su vientre casi tocaba la base. Habría querido subir las piernas para abrir su vagina y sacar al niño. Habría querido tener más espacio. Gemía, pedía auxilio. Sus manos se descarapelaban bajo sus ataduras mientras sentía que los huesos se le rompían. El niño ya no quería su seno, el niño estaba forzando el paso. Ella pujó. Pujó. Lloraba. La vida del niño se debilitaba dentro de ella. Sentía que su aliento se encogía y se retiraba suavemente de su corazón. Ella no quería. No, no quería. Con toda su alma. Con todo su amor. Se golpeó la cabeza contra la litera. No dejaba de aullar. Sufría. El niño ya no se movía. Se llenó de miedo y pateó el piso. Fue cuando el hombre volvió a aparecer. Había entendido rápido. Metió las manos en ella, alcanzó la cabeza del niño. Había jalado. Había jalado como loco. La mujer no quería. Sabía que la vida había abandonado al niño. Volvió a cerrar las piernas. Contrajo todos los músculos para volver a absorber al niño en lo más profundo de su vientre. Aullaba. Gritaba que no era necesario, que no era necesario… El niño no debe irse. Gritaba. El hombre la abatió con un golpe seco en la garganta.
Cuando volvió en sí, el niño yacía a su lado. Al ras del suelo. En el piso. El dhow se zarandeaba. Afuera, el viento se había soltado. Las olas estaban furiosas. El agua parecía tan negra que se hubiera creído que todo el oscuro cielo se había vertido en ella. La mujer no sabía nada de todo esto. Sólo veía al niño desnudo y sanguinolento. Sólo veía al pequeño ser sin vida que todavía tenía en la boca las hierbas vaginales y en el estómago el largo cordón umbilical. El bebé era una pequeña niña, con los cabellos lacios, con la piel casi blanca, flor de las islas, mestiza de los trópicos. La mujer lloró. La mujer bloqueó toda su conciencia y olvidó que era su hija. Siempre lloraba, sólo hacía eso. No era rica. Lo único que hacía era corromper a un país que ya estaba perdido en la miseria y en el olvido. Era negra. Era esclava, una hija de zombie,2 una posesión de los djinns…3
El hombre entró. Aventó una bolsa al suelo. La mujer comprendió. No era la primera vez que hacían eso: él traía una bolsa, y ella… ella…
En ocasiones, el hombre volvía de la ciudad con el cadáver de un niño harapiento en los brazos, un niño recogido, un niño adoptado. Y procedían a su sucio trabajo. El hombre nunca había presenciado la “cirugía”. El hombre nunca había visto las manos de ella hundirse en las entrañas. El hombre era un ser civilizado. Ella ingería litros de alcohol. Se dejaba balancear al ritmo del dhow. Luego llamaba al espíritu. Luego llamaba a las almas errantes para que tomaran posesión de su ser. Bailaba en trance. Evacuaba su repugnancia. Se volvía como un gran pájaro que cruzaba el mar. Se volvía como un gran rapaz que cortaba el aire. Se liberaba de todo y entonces se abalanzaba sobre el cuerpo por vaciar. Ya no pertenecía a este mundo. Ya no existía en esta dimensión.
Enseguida el dhow dejaba el puerto, alcanzaba alta mar. Los guardacostas no se sorprendían nunca de la presencia de esos niños que se sucedían a bordo, niños tranquilos y con mucho sueño, niños muy bien educados. Los guardacostas no tenían por qué escrutar ese sueño de los ángeles. Con frecuencia, el intercambio se hacía al crepúsculo. Un fuera borda los abordaba, la tripulación embarcaba los paquetes, el hombre recibía el dinero. El dhow regresaba al puerto. El color era púrpura en todo el horizonte y el océano una inmensa vela deslumbrante. Rojo, color de los reyes. Rojo, color de los soberanos. Rojo, color de la Revolución.
Después el hombre la había poseído. Después el hombre la había embarazado, se había vuelto loco. La había atado debajo de la litera, con los brazos en cruz, con las piernas separadas. Ella no bajó ya a tierra sino ese día en el que él aventó la bolsa frente a ella, frente a su bebé muerto…
La mujer estaba loca desde hacía mucho pero no lo sabía. Era el niño que crecía en ella lo que mantenía su lucidez. Estaba el feto que se hacía hombre, estaba el agua que se hacía cuerpo, una prórroga para su razón, una cuenta regresiva.
El hombre la había desatado. Ella envolvió al niño en una tela que apestaba a pescado. Bajó a tierra, corría, lloraba.
—¿Ya está? ¿Ya está?
Aullaba en las calles y las personas se volvían a su paso. Tiró de un carro jalado por un hombre. Subió, miró al hombre robusto que llevaba el carro. Ella lloraba. Lloraba. El conductor evitaba con cuidado los baches que agujereaban el asfalto. Jalaba.
Luego, ella llegó, había subido los escalones podridos, había empujado la puerta desfondada. Había rebanado, tasajeado, rellenado, vuelto a coser.
El niño seguía rodando en el piso del pequeño camarote del dhow. La mujer ya no era dueña de sus pensamientos. La mujer ya no era dueña de sus miradas. Estaba completamente loca.
El hombre recorría todas las tabernas del puerto. El hombre se emborrachaba como el tifón se embriagaba de viento y torbellino. El hombre contaba toda su historia a sus compañeros de botella. El hombre deliraba. El hombre guacareaba su vida de antiguo mercenario y de soldado perdido. Aterrizó en una comisaría, lo confesó todo. Lo volvieron a encontrar ya por la mañana, con la garganta rebanada, tirado en los canales del desagüe.
El dhow se quemó misteriosamente en el desvencijado puerto. La loca. La niña bastarda.
Caso cerrado.
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