y se acribillen sin piedad los recodos de los crepúsculos.
Cuando los ciegos maldigan a la oscuridad
y le declaren su odio de párpados,
su fantasía de colores,
su melancolía de imágenes.
Cuando las manos se desgasten
en el reflejo aséptico del cielo
y el blindaje de las nubes derrita
su repertorio de pájaros muertos,
entonces la oscuridad se rebelará de los armarios
y no existirá lugar sin luz sobre la tierra.
En cada rincón, en cada entraña viva,
incluso entre los muros,
incluso tras las puertas cerradas,
incluso en el fango de la boca,
nacerá, crecerá,
y se acuñará la luz.
En los actos fallidos del arrepentimiento
los suicidas contemplarán la lejana posibilidad
de encontrar el abrazo de la muerte
y tratarán de hallar la identidad perpetua de la noche
y querrán bajar al corazón de la tierra
y cruzar tuberías
y acariciar el lodo;
pero a lo largo de sus sufrimientos
no descubrirán más que ataúdes luminosos
que les pincharán el tacón izquierdo
del arco angustiado del pie derecho.
Los niños, con su ternura de brazos
y sus redes de acertijos,
buscarán en las profundidades de sus camas
el néctar prohibido del sueño
para alimentarse los sentidos
y empaparse las miradas;
mas al cerrar las pestañas
un racimo de colores confundidos
se esparcirá dentro de sus ojos
y al indagar sobre el tono más gris del gris
todo se reducirá al tono más blanco que el blanco.
Y al no tener tinieblas los oídos nocturnos del tiempo
se recordará al grillo con especial afecto,
porque no habrá signos
que palpiten en el pulso del sonido,
porque se quedará sin huellas
el prisma repetitivo de las cosas,
y se extrañarán los relojes,
la letra oscurecida,
el azabache del pubis.
Oh, Rosa Náutica, juguete insaciable de la brisa,
amante de las direcciones
y letargo de los silencios:
trajiste tu desconsuelo en un muestrario de profecías
y de tu chistera sacaste los demonios impacientes
para dejarlos habitar en la mano del pasado.
Y se evaporó el olor de tus océanos,
desparramando la sal en la piel persistente de los cactus
y surgieron enjambres de bestias
que alabaron el idioma de las luces
y se alimentaron de movimientos,
de gestos involuntarios,
de nervios carbonizados.
¿Qué será de los seres sin sombra,
sin rastros de sí?
¿Qué será de la noche cuando huye de sí?
¿Qué será del ciego si al cerrar los ojos
no ve más que luz?
¿Qué será del cielo sin ritos de estrellas,
sin sueños de niños?
¿Qué será del alma de las cosas
y del juego oculto de las luciérnagas?
¿Será, acaso, una mancha de sangre
desfilando hacia su pasado de rabia?
¿Será quizá un acto de penas
que encierra el rumor de las armas
en el mundo líquido de los espejos?
¿Tal vez la exclamación ensordecedora
de un tiempo olvidado?
Es que ahora bulle la sangre dentro del organismo
y se pudren las articulaciones
y los alacranes sostienen su calcina de momias dormidas,
su sarro, su arcilla, su estéril saliva
y su duro montículo de veneno.
Es que ahora el capricho de los dedos
nutre la dualidad de las cosas:
de lo bello, lo feo;
de lo malo, lo bueno;
del instrumento de marfil, la calavera de mármol;
de las lenguas de las víctimas, las escépticas palabras;
de la roca viva y del contenedor de los espíritus,
el soplo de la esperanza y la oquedad del limbo
de aquellos que fueron, y siguen siendo,
misterio de ceniza iluminada.