No. 143 / CUENTO |
|
Concepción
|
Alonso Posada Majluf |
FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS, UNAM |
–¡Cuéntame una historia!
–¿Cuál? Se quedó callada. Responder sería como contarse una historia sola. Buscó una posición con la almohada. El mundo exterior se fue apagando y el interior ensanchando. Poco a poco, como en un balanceo, un balanceo cuyos extremos de vigilia y sueño se alternaban con la repetición de una frase: cuéntame una historia, cuéntame una historia, historia, historia, cuéntame la historia. La insistencia de estas palabras cedía, como si las letras se empaparan de sueño y regresaran pesadas. Se iban cayendo: cuéntame mi historia, cuento mi historia, me cuento mi historia… La mañana siguiente era de aquellas en las que da gusto respirar. El frío del aire y la transparencia del paisaje le despertaron una excitación en el estómago, unas ganas de vivir que festejó con una taza de café frente a la ventana. Por un momento pensó que era imposible no ser feliz en días así de bellos. Se sentía tan despejada ella misma como el cielo. ¿No es suficiente un azul así en el cielo para ver claro? Trató de recordar un día con tal transparencia en el aire que hubiera vivido mal, no recordó ninguno: los datos meteorológicos no son buenos para archivar el pasado. La frase con la que aterrizó su pensamiento fue “así como hay días internamente soleados, hay días internamente grises”. Pero, por qué no ser feliz, ya, de hoy para siempre, por qué es tonto confiar en la vida, confiar en que no llegarían tantas confusiones como las de antes, que nunca volvería a sentirse aparte del mundo. Le parecía tan claro su derecho a existir, tan legítimo e incuestionable su espacio en el mundo… su derecho a ser feliz se le revelaba del todo incuestionable, como el de cualquiera. ¡Su lugar en el mundo lo veía tan claro, tan real y valioso! ¿Cuántos momentos podría contar en su corta experiencia de vida en los que había creído entender el sentido de su existencia? ¿Y cuántos en los que había vuelto a caer? Sin embargo, hacía más de cuatro años que su cotidianidad transcurría dentro de un mismo edificio interno, una construcción suficientemente sólida para creer que no volvería a sentirse tan extraviada, tan desdichada como en otros tiempos. Miró hacia atrás, en las paredes de su casa, de su despacho, de su mundo, no había ningún cuadro. Los dos restiradores y las lámparas; el suelo de madera y el ventanal al fondo; la computadora portátil y utensilios simples como plumas, rotafolios, teléfono, dibujos de trabajo y algunos libros eran suficientes, hacían de ese espacio un lugar bello. Extendió un plano sobre el restirador pero antes de empezar quiso llamar a una amiga. Pudo hablar con ella aproximadamente veinte minutos hasta que Ana se tuvo que ir, corriendo, para no llegar más tarde al trabajo. La despedida fue un poco angustiante, como lo era cada vez desde hacía años: como si enfrentara a una muerte pasada, como si en el momento de despedirse volvieran a desaparecer dos niñas, un par de mejores amigas. Al volver al plano extendido vio en sí misma que aquella emoción, aquella excitación en el estómago, había resistido a la melancolía ligada a su amiga de la infancia. Admiró los trazos finos que había hecho su marido sobre el plano. Era una idea en común que sólo pudo nacer de la libertad que les había dado el cliente: sobre un terreno en un ambiente natural, había que pensar un cine al aire libre. No era fácil experimentar en un ámbito tan nuevo, sin embargo, tenía clara una idea sobre la que iba concibiendo, poco a poco, cada detalle. Iba dibujando entre la verdad y la mentira, olvidándose a medias del papel que tenía bajo susmanos para plantear un espacio real, una sala que, a su vez, quedaría en segundo término, una sala cinematográfica en la que se entra para olvidarse un poco de ella, para ver otra dimensión de la verdad. Lo más real del mundo se iba quedando siempre en un segundo plano y la mentira se iba transformando en una verdad cada vez más profunda. No le parecía estar particularmente inspirada, no necesitaba contemplar las líneas que iba marcando como si se tratara de una obra de arte; de hecho, sabía que de no importarle tanto el resultado final encontraría su trabajo sumamente tedioso; aun así, ese margen de sorpresa que se abre entre el término de un proyecto arquitectónico y la construcción, el rebote de lo real como ligeramente autónomo, le evitaba creer ciegamente en el éxito. De pie frente al ventanal, a la orilla del balcón, miró a lo lejos fijamente. De nuevo se le cruzó por la mente una idea que advertía como equivocada: estuvo a poco de creer que el secreto para sentirse tan bien era trazar unas líneas y olvidarse de todo por unos momentos. Como si fuera una especie de meditación. Sin embargo, le pareció ingenua e inútil su búsqueda y se detuvo. Sus impulsos de comprensión del alma, sus impulsos de registro de la verdad quedaron superados con una certeza básica: “Hay que vivir” —pensó— y regresó, ligera, a sentarse en su banco. Abrió y cerró las piernas como para subirse la mezclilla. En otro tiempo la discreción de esas horas de la mañana la hubieran hecho juguetear un rato con su mano entre las piernas. Ahora, desde lejos, distinguía el sentimiento de soledad que acompañaba aquellos jugueteos. Continuó con el trabajo; un trabajo tedioso e incierto pero que la comprometía en un terreno común que ahora concebía junto con su marido, en una idea, una construcción donde se proyectarían sueños, películas para las que ella trabajaba sin darse cuenta en cada línea, guiones aún no escritos que desde lejos, como los hilos de una marioneta, la movían a seguir trabajando. ¿Eran esos hilos invisibles los que la sostenían?, ¿esa posibilidad de creación de mundos la que le generaba placer incluso en ese trabajo tan pesado? En la precisión de ese mecanismo complejo de músculos y tendones que llevaba los instrumentos de un lado al otro del plano ella colaboraba muy poco, sólo cuando se trataba de corregir un error sentía que era ella quien actuaba. Mientras tanto, el dibujo iba enriqueciéndose en sus detalles como sin su esfuerzo. De no ser así, no hubieran llegado tan rápido las tres de la tarde. Llevó la cafetera a la barra y se sentó al lado de la revista que estaba abierta sobre el sillón de cuero negro. No quiso ver las fotografías ni continuar leyendo el artículo. Faltaban cincuenta días exactamente para la aprobación definitiva del proyecto. Imaginó la celebración: primero iba a destapar ella misma una botella de champagne y lo iba a hacer con toda la extravagancia de la victoria. Brincaría para que su marido la cargara, lo envolvería con sus piernas, ella le daría un beso en la frente y peinaría su pelo mojado de champagne. Su fantasía no le daba vergüenza, le parecía válida, con contenido. No repitió mucho la escena ni sintió cosquillas en el estómago al representársela. No hizo muchas versiones. Era un pacto con ella misma, como un buen negocio en el que las partes están de acuerdo, firman un contrato, lo reafirman con un apretón de manos y se van.
A las tres y media de la tarde necesitaba estirar las piernas con un rodeo más grande que el de su estudio. Tenía dos opciones: comer cerca del parque y tomar un helado, o ir al barrio de al lado y aprovechar para recoger la correspondencia. Salió sin fijarse si llevaba cigarros, ni siquiera quiso detenerse a ver si el contestador automático estaba o no en marcha. Lo que necesitaba era moverse, seguir descubriéndose, pensar en otras cosas.
Unos niños… ¿qué nombre les pondría? Le llegaba una melodía que no sabía desde cuándo conocía; la saboreaba, sin letra. ¿Desde cuándo no la había escuchado? “Tan taran tan”, sólo la melodía. ¿Cómo se llamaba? “Señora Santana”. La casa se quedó en silencio: un disco la hubiera callado. Blues o jazz hubieran silenciado algo que empezaba a formularse con claridad dentro de sí misma mientras atendía solamente la música interna. “Ta ra ra ra, Señora Santana: ¿por qué llora el niño? Por una manzana que se le ha perdido…”
Descorcharía la botella de champagne… la melodía la iba sosteniendo en el nuevo giro que le daba la fantasía del día anterior; como una palanca con la que jalara desde adentro, como una cuerda de la que se prendiera para formular, poco a poco, para acercarse… miraba la melodía de cerca como para mantener una media distancia con su deseo, con aquello que buscaba; como para darle espacio a lo que tanta prisa tenía por saber. Brincaría para que su marido la cargara, lo envolvería con sus piernas, ella le daría un beso en la frente y peinaría su pelo mojado de champagne. Añadió: en algún momento de la fiesta ella lo vería, lo vería platicar con un grupo de personas. Él sobresale sin necesidad de ser la voz más fuerte. Sobresaldría ante sus ojos de tal forma que se sentiría imperativamente jalada a ir a su lado. Eso: se lo pediría a su marido, a modo de secreto, cerca del oído, en uno u otro momento de esa misma fiesta, y eso era lo importante: ni el champagne, ni el beso mojado, ni la extravagancia justificada. No dudaría en pedirle, muy cerca del oído, que le diera un hijo.
|