Los moscos. Ya decía yo que se habían tardado en llegar. Aunque en realidad también los calores, de esos apabullantes, también se habían tardado. Hace rato maté uno y estaba en ayunas. Se quedó pegado a la pared y lo despegué jalándolo de una pata. Podría decir “patita”, como con cariño, como hacemos los mexicanos. Aquí todo es “chiquito”: un momentito, nomás un ratito, por favorcito… Hasta a mí, en lugar de decirme María, ahí van y me dicen Mariquita mía… ¡Pero no! Lo jalé de una pata, como con gusto. Observé cómo se balanceaba con su peso para mí imperceptible y lo dejé caer, hasta que llegó al suelo, casi flotando, casi como una pluma… ¿Cómo iba aquello de la ley de gravedad, de que si llega antes al suelo un kilo de plomo o un kilo de plumas? Son las tres de la mañana, muy tarde para recordar… o tal vez muy temprano. Tarde se les hizo a los moscos. Pero más les hubiera valido que se les hiciera tantito más tarde y así no los mato. Maté otro que sí estaba bien pero bien gordo. Lo aplasté contra el tirol de la pared y me dejó una mancha roja brillante en la palma de la mano, cerca de la muñeca. Sangre cerca de la muñeca… insisto, es muy tarde para pensar. Dejó otra mancha igual en el tirol y hasta dos manchitas chiquitas que saltaron al rollo de papel de baño que tengo al lado de la cama. Se ve tan padre el contraste de la sangre sobre el blanco del tirol, o del papel. Y pensar que esas gotitas estaban adentro de mí hace nomás un ratito. ¿Qué diantres me contaba Toño del poema ése donde el chavo le dice a la chava que cómo es capaz de matar a la pulga que les chupó la sangre a los dos? Era algo así como que la pulga tenía adn de los dos, como si fuera un bebé, y que entonces por qué se ponía rejega con él, si al fin y al cabo ya se habían mezclado sus sangres. Algo así. Ora sí que como dicen, quién sabe a quién más le haya picado este canijo zancudo. Me acuerdo hace como quince años que empezaba todo el rollo del sida y que me fui p’al otro lado la primera vez. Aquí dizque no había, pero allá dizque había por todos lados, y si los junkies se infectaban por las agujas, ¿qué iba yo a hacer si me picaban los moscos de allá del otro lado? —los mismos moscos que les hubieran picado a los junkies y a los “del otro lado”, que decían que eran a los que más se les pegaba—. Cómo es uno tarugo a los quince, ¿no? Ora me han estado contando unas historias que parecen de película de ésas de terror, de que las larvas de los moscos se meten por debajo de la piel de las gentes y se las van comiendo por dentro y luego se quedan ciegas y no sé cuánta cosa más. Por eso los mato, no vaya a ser la de malas…
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Martha Celis Mendoza (Ciudad de México, 1972). Estudió en la Escuela Superior de Música del INBA. Es egresada de la licenciatura en Letras Inglesas por la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Dirige el taller de teatro y apreciación literaria The Fellowship of the Bard, participante del Shakespeare Project Mexico de The Anglo Mexican Foundation. Ha merecido el segundo lugar en Traducción Literaria (2007) y el primer premio en Crónica (2009) en el concurso de la revista Punto de partida.
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