Acto I
Del maquillaje y otros artefactos pertinentes
El vendedor les informó el precio de seis balas calibre veintidós a través de una rendija en el portón. Nomás traemos pa' cuatro, pensó Gala. El vendedor esperaba una respuesta. De sus ojos azules, surcados en las esquinas, fluía un aura serena, casi paternal. Gala desvió la mirada para observarse en el cristal de la ventana: el maquillaje se había endurecido aparentando la textura de la madera podrida y mal clavada sobre los marcos de la choza, allá en su pueblo, para protegerla de los huracanes; la madera que siempre cedía con los primeros ventarrones y obligaba a su padre a reconstruir la choza cada verano. Con el meñique corrigió una manchita de rojo que se había corrido de su sonrisa. Vale verga, carnal, escuchó maldecir al Towa. Dame cuatro, nomás.
Caminaron a paso lento rumbo a la esquina. Gala intentaba aterrizar cada pie con suavidad para evitar la punzada en las costillas. Le costaba trabajo atender las irregularidades de las viejas banquetas, y de vez en cuando, en un paso atropellado, un dolor agudo le estallaba en el costado, le temblaba la vista y el terreno se volvía desigual. Desorientada, reconcentraba su atención en las balas que apretaba con fuerza en el puño. Temía que el tintineo hechizara el plan incluso más que la idea de que pudiesen detonar por la presión de sus dedos. La certeza de que en su mano no existía la fuerza necesaria para hacerlas estallar la tranquilizó y las apretó con mayor firmeza. Sacas el barril y las metes en los agujeros; luego la escondes en los pápiros, le ordenó el Towa anoche mien tras ella raspaba el cochambre de la cocina. Cargar la fusca, esconder la fusca, dijo en una voz apenas perceptible, casi en silencio, mientras admiraba las casas viejas y vacías de la colonia Margaritas. Ése es el jale d'hoy.
Pervivencia de las mazas
En la esquina de Américas y Mejía, descansando sobre un montón de periódicos, Gala lo observa lanzar las mazas frente al semáforo en rojo. Por las ventanas de un viejo Ford, el Towa parece un insecto aplastado sobre el parabrisas, una libélula de sonrisa roja que agita sus miembros en un último espasmo. Baja la mirada y descubre su rostro en el reflejo de la carrocería: el rojo de su boca vibra con los músculos que retuerce bajo el maquillaje: los extiende, los contrae, le duelen pero al fin los organiza en una mueca burda que apenas logra convencerla. Pos algo es algo, piensa. Seis semanas atrás le dijeron que no volvería a sonreír.
Postrada en un hospital del seguro, en los escasos momentos en los que el dolor retrocedía, la lucidez se apoderaba de su mente y recuperaba imágenes cargadas de bruma. Lavaba platos; el Towa, sentado a la mesa, bebía y embarraba un trozo de papel aluminio con bicarbonato de sodio y cocaína. El olor del fuego le encendía brasas en la sangre. Ella lo veía de reojo. Esperaba. Estoy embarazada, le dijo al ver que la superficie del aluminio se había tornado negra. Los últimos resquicios de humo salieron lentos de su boca, se arrastraron por su rostro para deshilacharse enrareciendo el aire del cuarto. Le dio un trago largo a la caguama antes de hablar. Mañana te me pelas con la Emilia, dijo con voz descompuesta, con los ojos achinados por el sopor del crack. Emilia, lo sabía, era experta en traer niños al mundo, lo mismo daba vivos que muertos, sólo que los segundos eran más caros. El dolor regresa y la bruma se cierra sobre su memoria. La tormenta se anuncia con el trueno de una silla que cae y unas botas que estallan contra el suelo. Algo habré dicho pa'cerlo encabronar. El oído se aguza en la oscuridad: los gritos, los estruendos que rebotan sobre las paredes. El primer puñetazo la aturde y el segundo es un relámpago que cimbra el suelo obligándola a caer. Llueve. Su rostro, puntapié tras puntapié, se encharca con sangre. Me hice bolita pa' taparme la panza, balbuceó al cabo de una semana. Luego ya no supe nada. La mitad de su rostro se sostenía en su lugar a base de hilo y aguja; le faltaban tres dientes y tenía fisuras en dos costillas.
Tu bebé está bien, le dijo el ginecólogo al darla de alta. Gala extendía las arrugas de su vestido con la mano. No sé cómo, considerando las circunstancias, pero se ve sano. El doctor le entregó una hoja de papel y se retiró. Se acarició el vientre. Disfrutó del cielo azul, sin nubes, en el camión de regreso a casa. No era mucho, pero era todo lo que tenía.
—Espero y no estés pensando chingaderas otra vez, morra —le dice el Towa y le arroja unas monedas sobre el regazo—. ¿Me oístes, pendeja?
—Sí —contesta con la mirada puesta en la banqueta—, sí te oí —vigilando la sombra del Towa—. Su estómago arde. El fuego se extiende por las costillas hasta la boca y la mejilla y cuenta el dinero, dos, cinco, uno, apretando las balas en su puño hasta que la sombra se aleja hacia el semáforo y el dolor, lentamente, se disipa.
Lectura sobre los procedimientos de seguridad
Cuando el Towa aceptó el trabajo le dieron particulares, fotos, lugares, horas precisas, dos billetes de quinientos y una sola instrucción: muerta antes del viernes. Mañana nos vamos a chingar a una doctora, le dijo el Towa. Tú me vas a tirar esquina, y ay de ti 'onde la cagues...
El consultorio de junto continúa cerrado. Aún es temprano. Imagina la herida en la cabeza de la doctora: la sangre arrastrándose por la banqueta en una línea finísima que enfila al sur por la avenida de las Américas, rumbo al restaurant chino de paredes rojas y grandes, adentrándose en los vecindarios olvidados entre calles estrechas y polvorientas, acercándose a una casita con flores amarillas en el zaguán para subir un escalón, adormecida, después otro, tan soñolienta que apenas siente el empujón que la derriba de su asiento. El golpe reaviva el fuego en sus entrañas. Ve los periódicos caer sobre la banqueta como palomas muertas. Se levanta de golpe, agotando todo el oxígeno que guardan sus pulmones. Ella corre hacia el sur, él en dirección contraria con la pistola en la mano.
Cada paso es una patada nueva en las costillas, una puntada fresca en la mejilla. El restaurant chino se hace grande. Tiene un león de piedra frente a una pared roja. Ahí girará a la derecha. Atrás hay casas, calles y una incertidumbre abrasadora.
Acto II
Los alrededores físicos y mentales
El sol se derrumbó hace varias horas. La casa está en silencio, la habitación a oscuras. La doctora se mete en la cama sin intenciones de dormir. La noche es un yermo agreste donde la vigilia se extravía fácilmente. Intenta mantenerse alerta. Apenas perceptible, una extraña presencia comienza a formarse frente a las cortinas. Escucha la respiración accidentada, rebanada en tajos. Advierte el escozor en sus ojos, admonición certera de que los párpados comienzan a ceder. Vislumbra sus vibraciones frente al fulgor de la ventana, sus movimientos pequeños, violentos, y la sombra toma forma para perderse de un salto en la negrura. La siente rondar la cama, inquieta. La observa. Su respiración se vuelve profunda y arrítmica para luego relajarse hasta volverse inaudible. Los vellos de su piel se alzan como espinas. Comienza la batalla. Entierra las uñas en el aire. Una masa de cera tibia se hunde en la garganta enmudeciendo sus gritos. Sus manotazos atraviesan la nada y se estampan en sus piernas. Es la batalla nocturna que culmina con un círculo frío posándose sobre su frente, seguido de un tiro que le atraviesa la cabeza. Despierta. El silencio de la noche se vuelve ensordecedor, como una fanfarria de circo que la azota hasta el insomnio. Enciende la luz. Sale de la cama para cumplir con su rondín nocturno al cuarto de su hija. Los descansos quedaron atrás al firmar su declaración. La doctora lo sabe: dormir sería ajustarse la soga al cuello y brincar hacia el vacío.
Hace dos meses que su esposo recibió una llamada a la hora de la cena. La doctora supone que fue una advertencia, pues al día siguiente su esposo hizo las maletas y le dijo que se iba a Cancún a visitar a unos proveedores. Te caería bien un descanso, le dijo él a modo de invitación. Ella declinó, ya que con la bebé y los pacientes no podía tomar vacaciones sin llevar a cabo laboriosos preparativos. Aquí te espero, le respondió. Él la besó en la frente, besó a su hija, y salió. Dos días después tumbaron la puerta a medias de la noche. Se activó la alarma. Ella corrió por su hija. Abajo, cristales rotos resonaban junto al barullo de gritos y tumbos y muebles volcados. Amodorrada, entre su habitación y la de su hija, vio cómo una telaraña brillante le cortaba el paso, la tomaba por el rostro y la lanzaba al suelo. Aparecieron más. La sujetaron contra el piso. Los tentáculos blancuzcos comenzaron a retraerse hasta convertirse en pequeños puntos de luz sujetos sobre cañones de armas largas. La esposaron y la arrastraron a la sala. PGJE, SSPM, FBI, DEA, leyó en sus uniformes. Escuchó a su hija llorar y la imaginó rodeada de todas las letras de ese alfabeto macabro, de telarañas vestidas de linternas y balas ansiosas por salir a desgarrar la noche. Y ella también lloró. Rogó por su bebé mientras una puerta crujía en el piso de arriba.
Por la madrugada, en un cuarto húmedo de la procuraduría, se enteraría del hallazgo en el rancho de su esposo: dieciséis cuerpos enterrados, todos con tiro de gracia. Ellos querrían una foto para acompañar la noticia en los periódicos de la mañana y ella les daría una junto con nombres, números y las ubicaciones de otras propiedades adquiridas por su esposo.
Lectura sobre la práctica y los materiales apropiado
La doctora recordó su primer auto al leer la inscripción en la pistola automática. Vibraba en su mano sin saber si esa fuerza brotaba del arma o de ella misma. La empuñó con rigor y la vibración se transformó en sonrisa. La guardó debajo del asiento, pagó, y el vendedor salió del auto dejando entrar una ráfaga de viento fresco. Arrancó pensando que siempre podría regresar a comprar algo más grande.
La doctora despierta sobresaltada. Mete la mano en la bolsa y la encuentra a la primera. La luz está en verde y los autos pitan eufóricos. Deja caer la Beretta en el fondo del bolso y pisa el acelerador hasta estamparlo con la alfombra. Echa un vistazo al reloj: 8:50. Su primera cita es en diez minutos.
Rómpete una pierna: el espectáculo
La doctora se estaciona frente al consultorio. Observa alrededor buscando alguna señal de peligro, un atisbo de la maldición que pende sobre ella desde que declarara contra su esposo. Una payasa junto a la puerta, sucia y soñolienta, no parece una amenaza. Baja del auto. Con la mano izquierda realiza una serie de malabares en busca de la llave correcta; con la derecha sostiene la Beretta dentro del bolso. Las llaves brincan, dan maromas, tintineando unas sobre las otras. Por el rabillo del ojo, sobre la banqueta, una sombra extiende su brazo hacia ella. Escucha un clic metálico y vacío. Las llaves y la bolsa caen al piso mientras gira para encarar a un payaso perplejo y tembloroso.
Acto III
Enfriarse y desmaquillarse
Gala corre. El sudor arrastra el maquillaje como un paño mugroso. Gala, sobreviviente de un mal circo que se ha volcado en el camino, dobla a la derecha en el restaurant chino y su puño libera cuatro balas calibre veintidós. Corre, Gala. Las balas descienden por el aire con un tintineo apenas perceptible que revienta al caer sobre el asfalto. Música de trompetas, música callejera. Gala se lleva la mano al vientre, lo acaricia, y escucha un tiro en la distancia.
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