Tal vez el título del libro fue sólo una extraña coincidencia o acaso debió ser el primer signo de algo extraordinario. Cuando mis ojos se posaron en el lomo de aquel este gran libro viejo y leí el nombre de la obra, inmediatamente sentí el deseo de leer aquellas estas páginas. Nunca antes había tenido interés en tema entomológico alguno, pero las letras escritas en dorado sobre aquella encuadernación de piel formando las palabras Insecta, Hymenoptera: Formicidae despertaron en mí un raro interés de poseer inmediatamente el ejemplar. El deseo de llegar a convertirme en un gran escritor me empujaba a devorar varios libros a la semana y constantemente me encontraba en búsqueda de nuevo material. Fue extraño. Siempre en mis paseos por aquellas librerías de viejo tardaba horas en revisar cada una de las hileras de libros, y solamente hasta haber recorrido una buena parte de la tienda (nunca toda) regresaba a buscar aquellos libros que habían llamado mi atención.
En esa ocasión, interrumpiendo mi recorrido, inmediatamente tomé el libro del anaquel y lo abrí en una página al azar. Sobre el grueso y rugoso papel vi ilustraciones anatómicas de alguna especie de hormiga del África Central. El dibujo (hecho y coloreado a mano) iba acompañado con descripciones en francés. Cerré el libro buscando el nombre del autor en la cubierta, pero sólo volví a encontrar el título repetido en el lomo. El libro parecía muy antiguo, la piel del forro se había endurecido mucho, tanto que la textura asemejaba la corteza de un viejo árbol. Ojeé las primeras páginas sin encontrar tampoco información sobre el autor de aquel tratado de entomología. Ni siquiera en aquellas estas páginas había información sobre el lugar o la fecha de impresión de la obra. Quise preguntar al encargado de la librería sobre aquel libro anormal, pero al mirar el estante de donde había tomado el tratado, el espacio ahora vacío dejaba ver la portada del ejemplar contiguo. Era, al parecer, una impresión más reciente del libro que yo tenía en las manos. Tomé aquella edición y leí el mismo título en la portada, con la diferencia de que esta vez sí encontré un nombre debajo de él. Un tal Leroux, J. M. era el autor de aquel tratado. A diferencia del primer ejemplar, éste estaba impreso en papel blanco y suave y la encuadernación parecía de materiales modernos. Busqué la fecha de impresión y cuál fue mi sorpresa al ver los derechos de la obra registrados en el año de 1972. Ahora no parecía tener sentido la existencia de una edición con apariencia tan antigua. Abrí ambos libros buscando comparar su contenido. En los primeros capítulos, los dos ejemplares eran idénticos a simple vista (dejando de la do las diferencias de diseño y tipografía), salvo una o dos notas al pie que no pude encontrar en la edición de apariencia más reciente. La siguiente diferencia evidente fue la extensión de las obras. La de encuademación en piel contenía varios capítulos adicionales, en los que se abordaba de manera más profunda la anatomía, relaciones sociales y origen de las especies de hormigas mencionadas en el libro. Supuse que aquella versión habría sido una edición completa y de acabado lujoso de la misma obra de aspecto reciente. Pregunté al encargado el precio de aquella obra aquel libro. Extrañado, miró el libro tomo que tenía en las manos y dijo no saber que tenía aquel ejemplar en su librería. Tomó el libro, lo examinó sin mucho interés y mencionó un precio un tanto elevado, aprovechándose del interés que evidentemente notó yo sentía por la obra. El deseo, desmedido e irracional, que yo tenía por leer aquellas estas páginas hizo que no me importara pagar la elevada suma de dinero y salí de la librería cargando la nueva adquisición para mi biblioteca.
Caminé por la calle de Donceles con la intención de dirigirme a la estación Allende del metro para transportarme a mi departamento en los suburbios de la ciudad. Pero algo me empujaba a abrir inmediatamente el tratado entomológico, empezar a disfrutar de aquellas delicadas ilustraciones e informarme sobre la vida sexual de las hormigas. Pensé en un lugar tranquilo donde pudiera sentarme a disfrutar de mi nuevo libro y corregí mi rumbo hacia la Alameda Central.
Ya ahí, a la sombra de los árboles, sentado en una banca, recorrí pacientemente las páginas de aquel hermoso tratado entomológico. Leí hoja tras hoja informándome sobre la biología de las hormigas, hermosos insectos capaces de construir increíbles arquitecturas subterráneas. Abriendo páginas al azar, leía párrafos de uno y otro lado. Como he dicho, nunca antes había tenido curiosidad por la vida de los insectos, y aún en ese momento, mientras leía sobre un tipo de reproducción asexual que practican ciertas especies de hormigas, en el fondo sentía que lo que me atraía de ese este libro no era su información ni su tema. Era otra cosa. Las ilustraciones del texto habían sido realizadas por el mismo Leroux y creí ver en ellas algo de talento artístico. Pero a pesar de la obvia atracción de aquellos dibujos, yo seguía más interesado en leer cada palabra del libro. Quizá se debiera a que la tipografía de la obra era muy elaborada, de una belleza inusual en las obras los textos de temas científicos. El solo hecho de pasar la mirada sobre las curvas y rectas que formaban a las letras infundía en mí un exquisito placer. En algún momento mis ojos dejaron de tejer palabras con aquellos signos para dedicarse a un completo recorrido por los valles de las emes y las mesetas de las zetas.
Fue entonces cuando lo vi por primera vez. En ese instante me distraje con la lámina que ilustraba la anatomía de la hormiga obrera de una especie herbívora y al regresar al texto creí encontrar una bella coincidencia. Tal vez cayendo de las hojas de los árboles que se alzaban sobre mi cabeza, tal vez subiendo desde el pasto hasta mi mano, el caso era que una pequeña hormiga de jardín caminaba entre las letras de la página que yo leía. El pequeño insecto parecía moverse por los signos del texto, respetando sus bordes y delineándolos. Por unos instantes seguí al insecto con la mirada, hasta que lo empujé hacia el piso con el dedo. Inmediatamente después, un efecto visual se apoderó de mi vista. A lo mejor fue que había estado leyendo ya varias horas con poca luz y sin mis lentes. Lo que creí ver (ahora sé que realmente lo vi) produjo en mí un escalofrío que hizo que soltara el libro y éste cayera al suelo. Pensé en que la sugestión o la influencia de haber leído por varias horas sobre hormigas y más hormigas pudieron ser las causantes de mi visión. No podía ser, claramente había sido un sueño, una fantasía visual. La parte que controlaba el sentido racional de mi cerebro lo negaba e intentaba convencerme de que las letras que formaban el texto entomológico no se habían movido, no habían surgido del papel como de la tierra y no podía ser que se encontraran huyendo del libro tirado en el piso, brotando como de un hormiguero para perderse entre el follaje de la Alameda.
Recuerdo que miré a mi alrededor buscando testigos del asombroso fenómeno pero yo estaba solo en aquella parte del parque. Durante unos instantes más seguí viendo pequeñas hormigas salir de entre las hojas de aquel este libro extraordinario.
Lo natural en mí siempre ha sido negar cualquier hecho que vaya en contra de la lógica y el sentido común. Claro que siempre queda el problema de definir qué es lo lógico y lo común. Pero basta decir que antes de empezar a aceptar la realidad de un libro orgánico, de aquellas letras vivas, llegué a considerar como una razón más "lógica" un brote de locura en mi persona que explicara aquella visión irracional. (Párrafo innecesario)
Aquella tarde, después de mirar a un hormiguero entero de consonantes y vocales brotar de aquel este libro vivo, debo aceptar que un aliento helado recorrió mi cuerpo. Dudé si debía recoger el libro del suelo y examinarlo nuevamente, o si era mejor abandonarlo y alejarme de ahí. Después de algunos minutos tomé el libro del piso, un poco sucio de tierra e insectos, lo metí a mi mochila y abandoné rápidamente el lugar.
En el camino a mi departamento intenté no pensar en él. Pero el solo hecho de sentirlo en la espalda, dentro de la mochila, e imaginar los movimientos de aquellas diminutas patas sobre las hojas, escapando del papel, me producía una sensación de terror y asco.
En casa, frente a la mochila sobre mi escritorio, todavía dudé unos minutos antes de atreverme a sacar el libro. Al abrir la mochila, llegó a mi nariz un extraño olor a tierra húmeda recién removida. Mis manos tomaron del fondo aquella pasta dura y rugosa y rápidamente lo coloqué sobre la mesa. Al observar el lomo y la portada se podía percibir un movimiento en el interior del libro, entre las hojas. Lentamente me acerqué y alcancé a oír un murmullo como de lápices sobre papel. Con el mismo cuidado de quien toma algún material corrosivo o contaminado, al fin me atreví a revisar las páginas del libro.
Sólo pude abrirlo en una página cualquiera y alejarme horrorizado. Sobre la hoja superior, cientos de hormigas labraban su incansable trabajo. Organizadas en hileras/ renglones, recorrían la superficie de aquella página. Algunas parecían desaparecer entre las fibras de aquel rugoso papel mientras que a otras las creía ver salir de entre el lomo y otras partes de las hojas. Pudo más la curiosidad que el miedo1 y poco a poco me fui acercando.
Lo que vi a continuación bien podría caer dentro de lo que la gente impresionable considera magia. Una a una, cada hormiga de cada fila/renglón se perdía entre las fibras del papel para quedar congelada dentro de él, tal como la tinta, y así, hormiga a hormiga, letra a letra, con un trabajo que sólo una inteligencia superior puede lograr, iban formando sobre el papel unos versos que inmediatamente reconocí pertenecientes a "Piedra de Sol" de Octavio Paz. Al instante recordé que en la mochila donde había estado aquel este libro yo también llevaba un tomo de las Obras completas de Paz donde venía incluido aquel gran poema. Busqué dentro de la mochila y el volumen seguía ahí. Lo tomé y todavía alcancé a ver algunos pequeños insectos escabullirse entre las hojas. Fuera de eso, el libro no tenía nada extraño. Todo seguía tal y como yo lo había dejado. Incluso el separador se encontraba en la página donde yo detuve la lectura.
En el escritorio, el trabajo poco a poco se iba deteniendo, hasta que toda vida desapareció sumergida en el papel. Me acerqué al libro y pude ver una fiel reproducción de los versos iniciales del poema de Paz. Todavía con miedo, di la vuelta a la página y creo que en ese momento ya sabía lo que iba a encontrar. El resto del libro estaba en blanco. Revisé cada una de las páginas que antes había visto llenas de descripciones entomológicas y ahora no encontré rastro de tinta sobre ellas.
Esta vez, más confundido que horrorizado, dejé el terrible libro y me recosté en la cama.
En mi mente se libraba una batalla entre la razón y la locura. Como dije antes, En ese momento creí haber perdido el hilo que me ata a este mundo e imaginé la posibilidad de que todo aquello sólo fuera los delirios de un pobre loco. Otro Quijote enfermo de literatura.
Tranquilizándome, recordé lo poco que alcancé a leer sobre aquellos insectos. Seres increíbles, con organizaciones sociales semejantes (o hasta superiores) a las humanas. Creo haber leído un poco sobre las guerras que se libran entre hormigueros, sobre las conquistas y las cruzadas fórmicas. Recordé las granjas de pulgones y cochinillas que las hormigas crían, para alimentarse de ellos, tal como nosotros con el ganado. Si aquellos seres, los más numerosos habitantes de este planeta, los que realmente controlan la vida en las selvas, son capaces de tejer intrincados mundos misteriosos debajo de los nuestros, donde nuestra vista jamás ha llegado, nadie sabe lo que allí pueda pasar. Y entonces, forzando los límites de lo razonable (pero otra vez: ¿qué es lo razonable?, ¿la vida a base de carbono?, ¿la carga negativa del electrón?, ¿la existencia misma?), podríamos suponer un desarrollo aún superior. Podríamos pensar en una inteligencia fórmica, en un pensamiento de insecto. Tuve la idea de un hormiguero no dedicado a la simple recolección de hojas, a la aburrida caza de otros insectos. Imaginé el lento trabajo de la construcción del gran proyecto, idea de una hormiga reina superior. La recolección de las fibras del papel, la elaboración de las pastas y los forros. El diseño incomprensible de un hormiguero escondido en un libro. ¿Es esto una locura mayor que pensar en el mono que alguna vez empezó a rayar trazos sobre piedras?
Y pensando todo esto, intentando reconstruir mi mundo para no caer en el abismo de la sinrazón, poco a poco entré en un cansado sueño.
La idea del destino como un guión que marca las acciones de nuestras vidas me parece ridícula. Sin embargo, debo admitir que si el mundo comenzó en algún tiempo determinado, y si en ese momento las leyes que rigen el movimiento de la materia (que el sentido común nombra como lo único existente en el universo) eran las mismas que las que hoy poco a poco descubrimos, todo en nuestras vidas, desde el más insignificante de nuestros actos hasta la mayor de nuestras decisiones, todo está ya marcado por esas leyes, todo está determinado ya desde ese primer instante. Así pues, bien puedo decir que yo estaba destinado a encontrar este libro. (Otro párrafo prescindible)
Regresé del sueño un poco perdido. No alcanzaba a recordar claramente lo ocurrido aquel día. Los recuerdos reales se mezclaban con los recuerdos de mi sueño. Y es que en ese momento no parecía haber diferencia alguna entre ellos. Ambos imposibles, absurdos. Aún dudando de la veracidad de mis recuerdos, dirigí la vista hacia el escritorio donde había abandonado aquel hormiguero-libro. Todo estaba en calma. Me puse en pie y examiné las hojas de ese este libro. Nuevamente todo estaba cambiado. Los versos del poema de Paz ya no estaban y ahora parecía haber varias historias cortas en aquellas páginas. Empecé a leer y poco a poco fui reconociendo los argumentos centrales de varios cuentos que yo había esbozado en mi libreta de apuntes. Sin embargo aquel texto no era el que yo había escrito, no del todo. Estaban la mayoría de las palabras y la idea principal se mantenía intacta pero parecía que aquellos bocetos habían sido trabajados por manos más hábiles que las mías. Rápidamente busqué aquel objeto la libreta e inmediatamente lo la encontré donde siempre, sobre un montón de hojas garabateadas en mi escritorio, a un lado de mi Olivetti Lettera 35.
Al igual que cuando comparé las dos ediciones de Insecta, Hymenoptera: Formicidae, esta vez encontré diferencias entre mi libreta de apuntes y la hoja. En el libro había anotaciones al borde de la página, indicando la necesidad de usar otro tipo de narrador o correcciones de un manejo inadecuado de los tiempos. Poco a poco entendí lo ocurrido y me llevé las manos a la cabeza. El libro-hormiguero no se había limitado a copiar los textos, vil trabajo de amanuense. Había algo de creativo (si existe un dios, él nos salve) en aquellos seres. Y peor aún: era un talento puro, intacto... natural. En el texto del libro ninguna palabra estaba de más. La idea exacta que yo había querido transmitir en mis los cuentos garabateados en mi libreta se encontraba ahora en el papel. Si en mis textos se perdía la idea principal entre mechones de frases prescindibles, en descripciones exageradas, el trabajo de aquella reina (solamente una reina hormiga podía haber dictado aquel texto) había logrado mantenerla, resaltarla, hacerla más nítida. Recordé el texto entomológico y entendí los capítulos adicionales de la edición que yo adquirí; ¿quién podría saber más de entomología que las mismas hormigas?
El resto de la historia es de poca importancia. Pasé varios meses sin saber qué hacer con aquel este endemoniado libro. Mientras tanto pude observar el complejo fun cionamiento del hormiguero. A cualquier hora del día encontraba a exploradoras entre los anaqueles donde guardo mis libros de poesía o en las cajas donde amontonaba las malas novelas que por una u otra razón había comprado. Después de algunos minutos empezaba a ver una pequeña hilera de hormigas salir de su hormiguero y dirigirse al libro que esa vez devorarían. Creo que cada hormiga se encargaba de copiar una letra del texto original, tal vez recordando su forma, y al regresar a su propio libro desaparecía entre las fibras del papel, de donde surgía nuevamente para convertirse en tinta e incorporarse al naciente texto. Comprendí por qué cuando vi los versos de "Piedra de Sol", éstos se encontraban sin modificaciones. La misma reina los había considerado perfectos y no necesitados de corrección alguna. Lo mismo pasó cuando las exploradoras se dispusieron a copiar El Quijote, o algunos cuentos de un libro de Cortázar.
Consideré la idea de destruir aquel este libro y librar a mi alma de aquella sensación de desdicha. Ver mi gran sueño alcanzado por simples insectos. La escritura que yo jamás lograría había sido realizada por algo aún sin conciencia, aún animal.
Y entonces lo decidí. El libro sería la fuente de mi literatura, mi musa. Alimentándolas con mis imperfectos bocetos, con mis burdos argumentos, ellas crearían verdaderas obras de arte que yo simplemente firmaría y entregaría a algún editor.
Así es como he escrito ya seis libros de cuentos y dos novelas, todos adulados por los críticos y vendidos por miles. No siento culpa ni remordimiento. Éste era mi destino. Así se presentó mi don. Pero creo que algún día tendré que contar la verdad de alguna manera. Tal vez tenga la idea de escribir un cuento fantástico sobre un libro maravilloso. Entonces, esbozaré unas líneas sobre una hoja de mi libreta, la dejaré cerca del hormiguero y después, que las obreras hagan su trabajo.
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