CRÓNICA/No. 162


 

Meditaciones moscovitas 



Diego Olavarría Sayavedra

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

 

Para Marianna, moscovita

 

I


Creo que Moscú es fea, ni modo. No me atrevo a contarlo en las cartas que escribo, no me atrevo a decírselo a los rusos que me preguntan, pero es la verdad. Vaya a donde vaya, tengo esa misma sensación de… No lo llamemos disgusto, porque no se trata de eso. Tampoco es perturbadora. Simplemente digamos que Moscú no se caracteriza por ser agradable a la retina. La experiencia moscovita es otra cosa; algo que poco tiene que ver con lo lindo, con lo bonito. Si lo que buscas es medio segundo de sopor fácil, estás en el lugar equivocado.

Moscú será fea pero, vaya, es interesante. Y como me dijo una amiga (no sé si me lo estaba reprochando), me gustan las feas, siempre y cuando sean interesantes. Es más, si de ciudades se trata, aclaro que le creo más a las feas. Las ciudades feas cuentan mejores historias, aguantan mejor los golpes. Moscú es una mujer malencarada y estoica que pasa el invierno parada en una esquina: el termómetro marca –25°C y ella observa en silencio cómo el tiempo y el frío van matando ejércitos enteros; ni siquiera chista cuando la sangre azul de los aristócratas muertos le corre entre los zapatos. En el tiempo en que se fuma un cigarro, ve el ascenso y la caída de un régimen que juraba ser eterno. Se ríe de que la pólvora y los incendios tumben edificios como si fueran dientes: si el invierno no la ha destruido, las balas menos. Moscú tiene un sentido del humor brutal. Como las feas en general, ha pasado por más y asume su deterioro como el precio a pagar a cambio de una biografía interesante.

Yo también lo sé: hay algo en lo bonito que debe inspirar desconfianza. Como cuando uno se encuentra con uno de esos turistas acicalados, con suéter nuevo y una bolsa de compras en cada mano. No puedo dejar de pensar que un viajero que no se ensucia, de algo se pierde, de algo se está resguardando (no se me ocurre ficción mayor que la de alguien que recorre medio planeta sin ensuciarse un poco). Pero no es que Moscú sea espantosa o, por ponerlo en términos marxistas, lumpen. Sus arquitectos han hecho lo posible por convertirla en una ciudad armónica, grandiosa, por equilibrar toda esa experiencia histórica. El problema es que, a mi juicio, la ciudad no se presta para el regocijo estético. Demasiado formal: cuadras larguísimas de interminables fachadas soviéticas y neoclásicas. Bloques eternos de edificios de ventanas metálicas que brillan como pedazos de océano. Rascacielos estalinistas con aspiraciones de montaña. Fábricas colmadas de grafitti en el mero centro de la ciudad, avenidas de varios carriles y horribles banquetas de asfalto.

La ciudad tiene un decidido sabor a tercer mundo, o más bien, a imperio de segunda. Pero quizá eso sea Rusia. Un imperio malogrado. Idea: Moscú es casi una ciudad latinoamericana. Es una de esas ciudades que esconden mal sus crímenes, que hacen alarde de sus contradicciones. Perdónenme el cliché, pero Moscú es una contradicción. Rusia es una contradicción. En la guía recomiendan el café Pushkin. Quién sabe qué tenga que ver un business menu de ochenta dólares con un poeta romántico, pero Moscú está lleno de precios estúpidos. Yo me limito a comer pan y papas hervidas, y a odiar a la Lonely Planet por atreverse a sugerir que asomarse desde la quebrada más profunda de la desigualdad social de un país resulta una experiencia de turismo sofisticado. Si acaso, debería inspirar horror.

Idea: esos antiguos afiches de socialismo o muerte vs. los gigantescos de Lancôme y de Lacoste que cuelgan ahora desde los edificios. Estoy seguro de que Lenin se revolcaría en su tumba si viera en lo que se convirtió la capital del antiguo mundo comunista. Porque ahora hay hasta quien dice que Moscú será la nueva París. Pero a mí no me resulta que esto por donde camino tenga algo que ver con París, salvo en lo tangencial. Moscú no es Europa; Moscú es Rusia. Rusia es otra cosa que no es ni Europa ni Asia, sino la isla más grande y más fría del mundo. O tal vez sea ambas cosas (Occidente, Oriente), y ésa sea su maldición. Camino por las calles, entre andamios y espacios donde se levantan nuevas piedras. Idea: el centro de Moscú es algo así como una reliquia soviética vestida con ropa de diseñador. Es como si a Gorbachev le dieran un portafolio Louis Vuitton. Es como el sóviet que quiso ser zar. Es algo en construcción, algo que no se define aún. Tiene una historia que le pesa tanto y las transformaciones actuales son tan radicales, que es imposible decir en qué consiste.

Voy en el metro, cerca de la estación de la Plaza de la Revolución, cuando de pronto entra un hombre. Se ve muy mal, trae toda la ropa hecha trizas. Empuja consigo nada menos que una podadora de césped. Distingo un prendedor en su deteriorada camisa de cuadros: se trata de una opaca estrella roja con letras metálicas descascaradas. No mira hacia ningún lado. La barba roja y espesa le rodea la boca como un arbusto y me recuerda a la de Dostoievski (o para ser precisos, a un retrato suyo). Le cubre la cabellera una gorra amarilla made in China, llena de grasa y tierra, que en el centro tiene un Tribilín bordado.

En sus ojos me es imposible divisar una motivación, una esperanza. Simplemente sostiene la podadora y espera en la estación, de la misma manera que un condenado a cadena perpetua espera el fin del día. Sin ningún anhelo. Idea: si noventa años después de la revolución bolchevique Lenin caminara por las calles de su querida capital y se encontrara a este hombre con la estrella roja en la camisa, y lo mirara como lo miro yo ahora, desde el asiento del metro, a sabiendas de que los proletariados supuestamente incorruptibles que se dedicaron a mandar, a ordenar, y que justificaron las peores atrocidades a cambio de la esperanza de un mañana que nunca llegó… Si supiera que esos hombres, los mandamases de ayer, se dedican ahora a comer caviar y tomar champán en lo alto de los edificios del centro, mientras que el nuevo hombre, el hombre del mañana, envejece y muere en las calles y los vagones del metro, pues yo creo que lo que Lenin haría sería bajarse del tren, buscar la banca más cercana, sentarse durante unos minutos. Podría pensar un rato en Engels, otro rato en Marx y tal vez también unos minutos en Comte. Pasaría unos instantes murmurando en voz baja, negando con la cabeza, intentando encontrar algo, lo que fuera, que solucionara esto que se llama Moscú, capital de Rusia, principios del siglo xxI. Después de un rato, simplemente se quedaría callado, muy quieto, con los ojos fijos en una fuente o en un árbol o en un gato, y en ese momento una lágrima le atravesaría el rostro y no podría hacer otra cosa que lo que un hombre sensible hace en un momento así: llorar.




II

Sí, los rusos son el país más grande del mundo, pero la mitad de su país es un bosque y la otra cuarta parte un bloque de hielo. Moscú tiene más multimillonarios que Nueva York, pero más que parecerse a Nueva York, se parece a… a… Moscú se parece a… bueno, Moscú no se parece a nada que haya visto. Moscú es Moscú. Una ciudad donde el dinero abunda, pero está en pocas manos. Una ciudad de un cinismo ramplón que lleva un auto negro con chofer. De una grandeza con aspiraciones de trascendencia. Paso junto a un casino frente al que una serie de carros lujosísimos espera un lunes por la tarde. Una pareja de rusos elegantes entra por una puerta oscura sobre la cual se dibuja una ola gigante en un panel con foquitos de colores. Moscú está lleno de lugares para que los ricos estacionen sus coches, para que los ricos coman, para que los ricos compren caviar, para que tomen té y para que se vistan con lo mejor de la alta costura francesa. Pero sigue pareciendo una reliquia soviética con un facelift.

Rusia es la paradoja más grande del mundo. Diecisiete millones de kilómetros cuadrados de paradoja. Pienso: Rusia capitalista es un relicario y una broma que sólo a Gogol le daría risa. Es un cementerio de estatuas y un desfile de tiempos pasados que presumían ser imbatibles. De ser el país paradigmático en la incorporación de un sistema que buscaba el bienestar general y la igualdad, Rusia pasó a tener una desequidad que se aproxima a la de los africanos y de los latinoamericanos. Llegó Occidente, pero los valores democráticos vienen con un sesgo totalitario. Porque a fin de cuentas, éste es un país con una fuerte atracción innata hacia los tiranos. Me sorprende ver que en la muralla del Kremlin, la tumba de Stalin está cubierta de flores. Si no fuera por el busto que tiene encima no sabría de quién es. Sólo vería una montaña de rosas sobre una lápida de mármol. Los guardias me observan y me inhiben de lanzarle el escupitajo que se merece. Zares, dictadores de izquierda, y ahora el señor Putin, quien sigue orquestando el poder desde lo alto del Kremlin, ya sea en persona o por medio de su vicario, Dimitri Medvedev. Rusia es un estado policial, un estado que asesina disidentes. Anna Politovskaya, la periodista célebre por sus críticas a Putin y a las milicias chechenas, y cuyo asesinato en 2006 sonó por todo el mundo, es sólo la sangrienta punta de un iceberg que en su fondo alberga los cadáveres de otros tantos, incluyendo a Paul Klebnikov, el joven editor de la versión rusa de Forbes, asesinado en 2004 por sus críticas al gangsterismo empresarial. Se trata de una política de intimidación sistemática de las mentes críticas al régimen y de los partidos opositores; una política que antaño se utilizó para purgar la crítica (y de paso masacrar la inteligencia rusa), pero que ahora se usa en beneficio del empresariado. En términos de su legislación, los rusos no se quedan atrás: todas esas personas que buscaban una democratización que fuera más allá del despilfarro suntuario de unos cuantos y la liberalización de algunos aspectos del mercado vieron sus esperanzas truncadas cuando, el 8 de junio de 2006, la Duma amplió la llamada Ley en contra del Extremismo. Es algo así como la Ley Patriota de George W. Bush inyectada con esteroides de caballo, e incluye cláusulas que le dan al presidente el poder de mandar asesinar secretamente a cualquiera que sea tachado de extremista. Pero, como era de esperarse, la definición de extremista (como la de terrorista en el caso estadounidense) es vaga: extremista puede ser cualquiera que, entre otras cosas, “ocasione disturbios masivos” o “cometa actos vandálicos”. Esta ley también criminaliza “la elaboración y distribución de material extremista”, la “difamación de servidores públicos rusos”, así como la “denigración del orgullo nacional”. Inicialmente se justificó ante el mundo como una forma de actuar en contra de los pululantes grupos xenófobos y racistas, aunque en meses recientes se ha utilizado para empresas tan absurdas como prohibir la vestimenta emo en las escuelas y edificios de gobierno, así como para censurar la transmisión de la caricatura estadounidense South Park.

 

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Y es que, a fin de cuentas, no te deshaces de la mentalidad KGB tan fácil. Los rusos no están acostumbrados a la libertad. Se puede ver un poco en su trato diario: a pesar de que entre individuos la ferocidad rusa puede ser legendaria (un viaje a Rusia no es un viaje a Rusia si no estuviste a punto de usar los puños), ante el burócrata o el servidor público sorprende la mansedumbre: no discuten, no reclaman, no se quejan de nada. El visitante del extranjero se pregunta por qué bajarán la voz así cuando es su turno en la ventanilla. Pero si al burócrata de medio pelo le tienen miedo, ¿qué será del presidente? Ése sí que habla ex catedra, casi es dios. Durante setenta años se le dijo a la gente que había que sacrificarse por el mañana, por la utopía que habría de llegar. Pero las predicciones científicas fracasaron, fracasó la línea del tiempo, la utopía se fue a la basura, y lo que quedó fue un capitalismo desalmado, una burocracia terrible, un país contradictorio. Pero las promesas y los símbolos del futuro y el pasado, ¿dónde quedaron?

Camino a la Galería Tetriákov. Atravieso el puente que está frente a la enorme y nueva catedral de Cristo Redentor que Yeltsin mandó reconstruir unos tres cuartos de siglo después de que los bolcheviques la mandaran dinamitar. Miro hacia atrás y, además de la iglesia, lo que hay es una enorme estatua de Pedro el Grande junto al río, los nuevos rascacielos del distrito financiero, la fábrica de chocolate que data de la época soviética, y el Kremlin. Iglesia Ortodoxa, Imperio, Capitalismo, Comunismo. Cuatro Rusias.

Busco la parte nueva de la Galería Tetriákov, pero antes de eso paso por el Parque de las Estatuas, que de entrada parece ser un parque cualquiera. No hay mucha gente, salvo unos cuantos fumadores que se deleitan con lo que extraoficialmente debe ser el pasatiempo nacional: llenarse los pulmones de humo marca Marlboro. Dicen que hay efigies interesantes, así que voy y las busco. Y no tardo en descubrir uno de los sitios de Moscú que más reflexión me ha suscitado. Hay una fila de innumerables bustos y esculturas de las grandes figuras históricas, letreros de metal que dicen cccp. A un Stalin de granito parece que le rompieron la nariz de una pedrada (o tal vez se le escapó, como a aquel personaje de Gogol). Dos bustos de Lenin esperan lado a lado sobre sus columnas, los rostros mirando en direcciones opuestas. Todos los monumentos que no concordaban con los valores de la Nueva Rusia fueron removidos de las plazas y avenidas de Moscú y arrinconados en este parquecito. Y aquí se quedan, aquí esperan. Los firmes bloques de símbolos otrora imbatibles pasan el tiempo en el plano secundario, como reliquias tras un escaparate. Esperan inmutables a que los inviernos, el viento, el frío y el olvido deshagan sus últimas piedras y los reduzcan a nada. Consternados y taciturnos, reprueban que en algún momento y sin su consentimiento se les haya adelantado la sentencia del olvido. Pero no hay mucho que las figuras de la historia puedan hacer. Salvo, quizá, revolcarse en sus tumbas.




III

Apunto en mi libreta una idea: capitalismo a la sóviet, los valores bolcheviques se olvidaron en medio segundo. Pero el espectáculo persiste. El culto al cadáver sigue vigente. Si las posibilidades de una utopía se han anulado, hagamos de su recuerdo una atracción turística.

Llevamos casi cuarenta minutos esperando en la fila. Frente a mí hay un par de franceses que se queja de que los guías oficiales acarrean turistas hasta la mera puerta del mausoleo y les ahorran la fila a cambio de un sobornito: 120 rublos. A mí ni me había llamado la atención. Supongo que he de estar acostumbrado. Soy paciente: veo a la gente que se salta la fila y los policías que los dejan pasar, y nada. Esto es Rusia, y yo soy mexicano. De todas formas, y aunque conozca la escena, supongo que es indignante. Me pregunto: ¿qué pensaría Lenin al respecto? Ah, pero Lenin está muerto. Lenin ya no piensa nada.

A los franceses, sin embargo, les parece representativo de la legendaria corrupción rusa. Me imagino que cuando lleguen a su casa en Nimes o Lyon, le contarán a sus amigos que vivieron en carne propia la terrible corrupción postsoviética de la cual habían leído en una tablita del Financial Times. Yo debo admitir que estoy más preocupado porque me dejen entrar. Llevo tres cuartos de hora formado y faltan nueve minutos para el cierre. Soy de los últimos de la fila, y de los últimos que entrarán hoy. Y como son los rusos de arbitrarios, no me sorprendería que a la mera hora nos impidieran la entrada. Que llegara un guardia a decirnos: váyanse, es todo por hoy, vuelvan mañana. Pero de pronto, seis minutos antes del cierre, un guardia hace un señalamiento y el hombre que resguarda la entrada me hace un gesto indicándome que pase.

Atravieso primero un cuarto frío (unos marcos cuadrados de granito negro) hasta llegar a esa recámara oscurísima donde los guardias nos miran a todos con recelo. Veo: corbata de puntitos blancos, traje azul marino. Una luz roja emana de la piel de parafina (lo más probable es que alumbre sobre ella, pero no sé desde dónde). Unos turistas camboyanos pasan muy rápido; yo, en cambio, avanzo con la mayor paciencia posible por el recuadro que rodea al muerto. El primer lado que veo es el lado derecho de su rostro (el perfil es inconfundible: barbita de chivo, cabeza pequeña —calva y redonda—, nariz afilada). De pronto un guardia gesticula con la mano, imperativo: insiste en que vaya más rápido. Aumento mi paso sin dejar de escudriñar: una mano enroscada, la otra abierta. Distingo una uña negra, y de cerca (unos cuatro metros es lo más que te puedes aproximar) veo que los pelos de la barba parecen cubiertos de escarcha, como si estuvieran a punto de quebrarse. La piel del cráneo es como goma, y los únicos bultos que aparecen sobre el rostro son los de las arrugas que simulan burbujas de piel. Hago la mayor cantidad de apuntes para esta crónica: estará prohibido tomar foto, pero nadie me puede impedir escribir.

Estoy a punto de darle la espalda al muerto y salir del mausoleo cuando de pronto percibo algo increíble: el cadáver da un ligero pero inconfundible sobresalto. No puede ser, pienso. Me detengo pasmado e intento fijar la mirada, pero un nervioso guardia de uniforme verde se me para enfrente y me ordena con firmeza algo en ruso que no entiendo, pero que no puede ser otra cosa que instrucciones de que me largue cuanto antes de ahí. Escucho a alguien hablar por un radiotransmisor y, tan pronto salgo del mausoleo y me encuentro nuevamente en la Plaza Roja, me doy cuenta de que cierran la puerta tras de mí. Reviso mi reloj: son las 12:57 de la tarde, y todavía deberían quedar tres minutos para que la gente pase.

Así que saco la única conclusión posible, y eso sería que el día de hoy, durante una fracción de tiempo que duró sustancialmente menos que un segundo, el rostro de Vladymir Ilyich Lenin se contrajo. Suena imposible, pues adentro de ese cuerpo no hay siquiera un cerebro. Tal vez bajo su traje no haya siquiera tórax. Cabe la posibilidad, como sugieren algunos teóricos de la conspiración, de que se trate únicamente de un par de manos y un cráneo. Pero entonces miro a mi alrededor: los guardias están en alerta máxima, se mueven nerviosos y hacen oídos sordos a las súplicas y reclamos de un grupo de turistas alemanes cuyos planes de admirar la momia se vieron frustrados a pesar de que llegaron a tiempo al final de la fila.

Es demasiado sospechoso y, si las evidencias obtenidas tanto ahora como en los días que llevo aquí me permiten deducir una cosa, eso sería que: a la una de la tarde en punto —lo saben los altos mandos del Kremlin, lo saben los guardias especiales que cuidan el mausoleo y ahora lo sé yo y se lo digo a ustedes—, a la una de la tarde en punto, el cadáver de Vladymir Ilyich Lenin se empieza a revolcar violentamente en su mausoleo.