CRÓNICA/No. 162


 

Los últimos cautivos



Ignacio González Villarreal

Facultad de Filosofía y Letras, UNAM

 

Desciendo del auto y lo primero que veo a lo lejos es un portal de rejas blancas semidespintadas y una extensa barda. Observo el reloj: son las 8:15 de la mañana. Advierto sobre una esquina cerca del portal una manta blanca que dice: Hospital General de Zoquiapan; en el otro lado, de manera aún más sencilla, otro letrero que da la bienvenida. Una vez en el interior, percibo un amplio jardín y en el fondo un pequeño complejo en el cual —me aseguran los guardias— están la clínica, el archivo, la farmacia y el área de consultas. Mientras recorro uno de los pasillos que dividen el jardín, una mujer joven, con un niño en brazos, camina deprisa. Sonríe. Después, desaparece al entrar a la clínica.

A un lado de ésta se encuentran algunos pabellones. A pesar del colorido de sus paredes, la arquitectura del lugar es bastante sobria. Si uno mira con detenimiento se podrá percatar de que el hospital es bastante sencillo y nada moderno. Pareciera que el tiempo quedó suspendido en este lugar y que nada ha cambiado en lo más mínimo. Después de todo —dicen sus pobladores—, Zoquiapan no ha sanado sus heridas ni mucho menos ha podido sepultar y dejar en el olvido la triste historia que la ha acompañado.

Hace setenta años, llegar a Zoquiapan era inimaginable. Durante mucho tiempo fue un pueblo inhóspito, de difícil acceso, rodeado de terrenos baldíos y magueyales. La mayoría de sus habitantes era gente campesina. Si algo más caracterizó a Zoquiapan fue el miedo en el que vivían los pobladores al saber que aquí existía un asilo habitado por “leprosos”. En la actualidad, Zoquiapan es un pueblo rodeado de conjuntos habitacionales, que paulatinamente ha comenzado a poblarse. Es considerado, además, una de las principales zonas productoras de tabique.

En cuanto al hospital, en 1940 fue fundado con el nombre de Dr. Pedro López, por el presidente Lázaro Cárdenas, al final de su sexenio. Entre 1940 y 1980, Zoquiapan fue un lugar destinado a aislar a los enfermos de lepra del país. Durante estos años, el asilo se convirtió, prácticamente, en una colonia de enfermos, bajo la custodia de autoridades sanitarias y enfermeras. En la década de 1980 el leprosario fue clausurado. A partir de entonces, el Instituto de Salud del Estado de México rehabilitó el lugar como Hospital General. A pesar de su renovación, las autoridades respetaron la construcción y los inmuebles. Acondicionaron algunos pabellones y clausuraron otros.

Cuando se inauguró el leprosario, cientos de enfermos fueron recluidos en él. En el archivo clínico se puede constatar que aquí estuvieron confinados enfermos de todas las condiciones sociales y edades, incluidos niños y niñas de entre seis y ocho años. La mayor parte de ellos eran pacientes de escasos recursos y mendigos. Algunos enfermos fueron internados debido a la discriminación que sufrían por parte de la sociedad, también por la gravedad de su padecimiento, y otros por decisión de sus familiares.

Es difícil saber exactamente cuántos enfermos lograron su curación o si alguno de ellos pudo regresar al seno familiar. A decir de Simona, una trabajadora social encargada del archivo clínico, “la mayoría murió aquí a causa de su enfermedad, y fue enterrada en el panteón anexo al hospital; otros decidieron quedarse a vivir en los pabellones que el propio Instituto de Salud donó a los enfermos, cuando el leprosario fue clausurado”. Hoy en día sobreviven únicamente veintidós internos, plenamente curados, que décadas atrás fueron recluidos y después abandonados por sus familiares.

gonzalez-01.jpgLucio González es uno de ellos. Ingresó al leprosario desde muy joven, a los quince años. Actualmente tiene setenta y nueve años de edad, el rostro deformado y la vista afectada a causa de la lepra. Padece alopecia y sus manos están ligeramente encorvadas. Incluso tiene dificultades para hablar. Todo el día está sentado en una silla de ruedas que le sirve para trasladarse de un lado a otro del hospital. A pesar de las secuelas de la lepra, Lucio nunca perdió la esperanza de curarse. Todavía recuerda sus años de juventud y el momento en que ingresó a Zoquiapan.

Desde pequeño comenzó a trabajar al lado de su padre cortando madera. En ese entonces, me dice, “empecé a estar enfermo, yo creo ya estaba así, no sabía lo que tenía, tenía la piel entumecida”. Con el tiempo, su estado de salud fue empeorando, se sentía decaído y sin fuerzas para continuar trabajando. “Yo estaba muy débil, ya no trabajaba”, me asegura Lucio, recordando todavía ese dolor. Después comenzaron a brotarle pequeñas erupciones que no podía disimular y que lo atormentaban físicamente. En ese estado —me confiesa— “salía en ocasiones a comer al mercado”; sin embargo, pronto fue objeto de recriminaciones por parte de la gente. Con un tono triste me dice que los demás lo trataban mal, y que tuvo que enfrentar el rechazo de quienes se le acercaban.

Después de sufrir estas vejaciones, Lucio acudió con un médico especialista, el cual le diagnosticó lepra. Debido a la gravedad de sus lesiones, fue internado en un dispensario, en la ciudad de Guadalajara, destinado al tratamiento de enfermos de lepra. “De vez en cuando —recuerda— me dejaban salir para visitar a mi papá, en donde vivía.”

Decaído y preso de una enfermedad que desconocía, Lucio fue trasladado a la Ciudad de México para continuar con su tratamiento médico. Posteriormente fue internado en el leprosario de Zoquiapan. De acuerdo con su ficha, ingresó en abril de 1946. Cuando llegó, “el hospital estaba bonito, estaba nuevo”, dice. A pesar de ello y de las pocas comodidades que ofrecía el asilo, su estancia durante los primeros años fue difícil, pero con el tiempo aprendió a sobrevivir desarraigado de su pueblo y de su familia. Los recuerdos de su llegada a Zoquiapan no le son gratos. De eso es consciente cuando platicamos, pero para él cada instante de evocación es una forma de liberar el amargo dolor y el desdén que vivió.

De los veintidós enfermos que viven todavía en Zoquiapan, plenamente recuperados de la lepra, Lucio es, quizá, uno de los más afectados. A diferencia de los demás, él es auxiliado todo el tiempo por una enfermera. Desde muy temprano lo ayuda a asearse y después lo lleva al comedor a tomar el desayuno. Cerca del mediodía es llevado al patio, que se encuentra fuera de su pabellón, a tomar el sol en compañía de otros pacientes. Después de hora y media, regresa nuevamente al comedor para recibir su ración de comida. Luego, por la tarde, la enfermera se encarga de llevarlo a la iglesia, que se encuentra dentro del hospital y que fue construida para que los enfermos encontraran en la fe una crecida esperanza de sanación.

Desde el pabellón donde vive Lucio se puede observar parte de la iglesia. El recinto no es demasiado grande, pasa desapercibido por los muros que la franquean. Para acceder a él hay que subir una rampa, construida expresamente para los enfermos que se encuentran en sillas de ruedas, y pasar una puerta de rejas. Una vez dentro, lo primero que sobresale es el atrio y tres cruces entrelazadas en el centro; también la fachada principal de la iglesia, compuesta por seis enormes “cañones” y un vitral que alude a una corona de espinas. Aunque el leprosario abrió sus puertas en 1940, la iglesia se construyó veinte años después. A pesar del tiempo, la arquitectura y ciertos elementos de la iglesia permanecen intactos. El altar y el presbiterio están recubiertos de mármol negro, y de las paredes cuelgan candeleros de cobre y pequeños vitrales que representan las estaciones del viacrucis.

Cerca de ahí se encuentran algunos pabellones en ruinas. Fernando Cañas, paciente de setenta y seis años, internado desde muy pequeño, en 1942, me asegura que esos pabellones alguna vez albergaron enfermos matrimoniados, pues después de todo, hubo enfermos que no permitieron que la soledad acabara con sus vidas.

gonzalez-02.jpgMientras recorremos parte de lo que queda de esos pabellones, Fernando me relata cómo fue que Zoquiapan se convirtió de pronto en una colonia de enfermos de lepra. “Diario llegaba la ambulancia con uno o dos enfermos. Así se fueron juntando. El que tenía hambre y pobreza, aquí encontraba la gloria. Se sentía bien, sin desprecios.” Cuando lo escucho decir esto, inmediatamente pienso en el repudio que tuvo que enfrentar una gran parte de los enfermos recluidos. Afortunadamente, él —dice— no tuvo que lidiar con esa experiencia, pues la enfermedad no lo atacó demasiado ni le produjo huellas en la cara.

Fernando únicamente tiene los dedos de las manos mutilados a causa de la lepra, y pequeñas heridas en las piernas que le imposibilitaron caminar. Desde pequeño, me cuenta, quedó huérfano y al cuidado de sus tías. A la edad de ocho años comenzó a padecer los primero síntomas de la enfermedad: le salieron algunas manchas y erupciones sobre la piel. Una vez diagnosticado por los médicos, Fernando fue internado en Zoquiapan y abandonado por sus tías. Según él, su abandono fue producto del miedo que los médicos inculcaron en su familia y en el resto de la sociedad, pues nunca dejaban de señalar que la lepra era una enfermedad muy contagiosa.

Cuando llegó al leprosario —afirma—, había aproximadamente quince niños. “Esto era un pueblo, todo mundo trabajaba, se sembraba la zanahoria y la col. Había bailes, juegos de beisbol, basketball; un pueblo de costumbres de todos lados, de habitantes de toda la República.” Y continúa: “Había competencias de bicicletas y de carreras. Los que estaban en condiciones corrían. Allá en la cocina hacían la comida. En la ventanilla que está hacia el comedor, todos íbamos a comer. Allí estaban las mesas y sillas. Entonces daban la comida y había meseros. Se sentaba uno en las mesas y el mesero repartía con el cucharón en el plato. Les pagaban un peso diario.”

De acuerdo con los expedientes clínicos de los pacientes e informes de las autoridades encargadas del asilo, cada tres meses la Secretaría de Asistencia abría plazas de trabajo para los enfermos internados, con el fin de ayudarlos económicamente y evitar que su estancia se convirtiera en un encierro exasperante. Otorgaba, además, parcelas de cultivo para que los enfermos cosecharan maíz, frijol o cualquier otro producto.

Fernando, al igual que Lucio, fue uno de los cientos de enfermos beneficiados que recibieron, por parte de la Secretaría de Asistencia, una parcela para ejercer trabajos agrícolas. Ambos me cuentan que, desde que la recibieron, todos los días se dedicaban a trabajar su parcela. Parte de lo que cultivaban les servía para subsistir en el leprosario, y otra era vendida por algunas autoridades del asilo. Las ganancias eran utilizadas para mantener su tratamiento o para cubrir algún gasto personal.

Cuando le pregunto a Fernando acerca de su familia, si alguna vez vinieron a visitarlo, sus gestos se vuelven introvertidos. Parece que la pregunta le incomoda. Su voz inmediatamente cambia de tono. Discretamente baja la mirada, se acomoda el gorro y tarda en responder. Sólo me dice que nunca vinieron a verlo. Cuando lo cuestiono acerca de su lugar de origen, se muestra renuente a contestar: “Yo la verdad no sé ni de donde soy. Mi familia fue de Guanajuato y tengo familia en Michoacán. O más bien soy de aquí, pero quién sabe”, me responde.

Es un hombre precavido al conversar y todavía guarda en la memoria cierto rencor. Y quizás no sea para menos, después de pensar en las humillaciones que cada enfermo tuvo que soportar. “La misma sociedad nos atacó, las familias. Fuimos marginados aquí, nos querían quemar. Todo eso hace que el carácter se vaya haciendo rebelde. Las humillaciones que sufrimos toda la vida. Tal vez tengamos un poco de odio por todo el desprecio que nos hizo la sociedad, nos humillaron”, dice efusivamente Fernando.

En cuanto volvemos a su pabellón, después de mostrarme los pocos lugares que aún se mantienen en pie de lo que antiguamente fue el leprosario, Fernando me confiesa la depresión en que vivían los internos al principio, cuando eran recluidos. Según él, mucha gente no aguantaba el encierro. Para evitar que los enfermos vivieran en un estado lacónico, las autoridades montaban de vez en cuando obras de teatro, funciones de cine, y organizaban fiestas o bailes, en lo que todos conocían como el casino.

El casino, o mejor dicho, lo que queda de él, se encuentra en el otro extremo del hospital, justamente detrás de la clínica, muy cerca de la entrada principal. Para llegar a él se tiene que caminar sobre una vereda cubierta de hierba y atravesar una pequeña extensión de terrenos que alguna vez sirvieron de parcelas. A pesar de lo apartado que está el lugar y del poco mantenimiento que se le da a esta zona, llegar hasta ahí no es difícil. Actualmente, el edificio está completamente en ruinas y deteriorado por la humedad. Se ha convertido en un espacio tétrico. Desde la entrada se puede observar la amplitud del lugar. El piso está cubierto de mosaicos. De las paredes sobresalen enormes ventanas y prácticamente toda la parte central está sostenida por columnas devastadas. Si uno se atreve a entrar al casino no sólo podrá oler la humedad del lugar sino también escuchar el crujido del piso, su eco, y tal vez voces suspendidas por el tiempo y materializadas por el recuerdo.

Un poco más al norte del hospital se encuentran la sala de necropsias y la cárcel, que están clausuradas y cubiertas por la maleza. Humberto Arellanes, otro interno asilado a finales de la década de los setenta, que llegó cuando el leprosario estaba por cerrar para convertirse en lo que hoy en día es, me explica que en la cárcel siempre fueron encerrados los enfermos más indisciplinados. Sentado en su silla de ruedas y con una prótesis en la pierna —que me muestra— debido a que la lepra lo mutiló, me dice que, con frecuencia, los enfermos eran encarcelados hasta por ocho o quince días. “Siempre por las cosas más absurdas: por gritarle a las autoridades del asilo y por jugar a la baraja.”

Curiosamente, también por asesinatos que ocurrían entre los mismos internos. Es evidente que el leprosario no fue un lugar apropiado para que los enfermos vivieran tranquilamente. Antes de que Humberto me cuente cómo ingresó a Zoquiapan, le pregunto si puede describirme o definirme la vida en el leprosario. En vez de una respuesta que defina y reproduzca exactamente la realidad del leprosario, Humberto únicamente me contesta que “aquí era cualquier pueblito: normal”.

A diferencia de los otros internos, Humberto se muestra alegre. Sin embargo, su historia es parecida a la de los demás: comenzó a enfermar repentinamente, no sabía qué era la lepra, sufrió el rechazo de la gente y de su familia, y llegó a Zoquiapan tratando de encontrar una cura y un lugar donde vivir. Antes de terminar la conversación, Humberto me cuenta que cuando llegó había aproximadamente ciento ochenta enfermos internados, y que había más hombres que mujeres. Me dice, también, que pronto encontró una ocupación; que esta calzada, la que conduce hacia la clínica, era su trabajo: “barrerla”. También me dice que le gusta cantar en misa, que es una sensación que le nace del corazón.

Me dirijo a la salida del hospital. Inesperadamente comienza a caer una ligera lluvia. Observo nuevamente el reloj, creyendo que quizá el tiempo no transcurrió en absoluto. Una vez afuera, dos mujeres descienden de un auto. Una de ellas se ve débil. Por un momento pienso que tal vez sólo sea una consulta más, que pronto saldrán de este lugar.

 
gonzalez-03.jpg