En su sonrisa irresistible / se anuncia un suave cataclismo
Santiago Auserón
Abrocharse el cinturón y partir de una incierta certidumbre: la azafata sabe. Basta una leve turbulencia, una apenas perceptible variación de la altitud, un sordo cascabeleo de la tuerca más recóndita de la turbina para advertir, en el brillo veloz y urgente de la mirada que intercambia con su compañera de vuelo, la magnitud de ese saber.
Lo que sabe, ella misma lo ignora: no sabe que sabe. O mejor: precisa de testigos para que, en y desde ella, aquello revele en toda su dimensión la verdad de su sospecha. El riesgo —a un tiempo fugaz y permanente— que su mirada descubre, lo encubre inmediatamente la sonrisa, entre beatífica y sensual, que pretende distraernos de nuestra congoja viajera. Porque nuestras posibles certezas (la repentina descompresión del aparato, la avería de alguno de sus motores, el latente desvío de la ruta de vuelo, el acuatizaje forzoso o el ineluctable agotamiento de las reservas de whisky) son apenas sus presentimientos, la azafata sonríe. Lo que sus ojos evidencian (la posibilidad del avionazo histórico o la simple carestía de cocacolas) lo disimula la sonrisa, y quizá en esa tensión radique la pasión o el simple gusto por un oficio.
2. El arte de pelar los dientes
Como la azafata, el ensayista revela y duda a un tiempo, intuye y conjetura sin perder el estilo. Como aquélla, con los pies firmemente puestos en el pasillo de lo endeble y lo provisorio, él también avanza confiadamente por la precaria atmósfera de sus suposiciones. Especialistas en trayectos, observadores más que navegantes, primero que la llegada a un destino lo de ambos son las incidencias del traslado (“la maravilla siempre nueva que depara la intuición cuando se combina con el cálculo del porvenir”, ha escrito José Israel Carranza). A medio camino entre el piloto y el pasajero, entre el docto y plúmbeo tratadista y el curioso lector, la azafata y el ensayista orientan desde sus propias corazonadas, señalan salidas de emergencia, sugieren procedimientos de cuyo dominio ellos mismos no estarían tan seguros a la hora de la catástrofe. Cada despegue presupone un aterrizaje, pero nadie cuenta con suficientes garantías. Y allí están ellos para recordárnoslo. Acaso lo de ambos sea, en el fondo, el extravío o la ulterior caída, y tal vez estén ahí solamente para brindarnos su confortable compañía en el difícil trance. A lo sumo, quizá sólo se trate, en ambos casos, de individuos demasiado afectos a tener la cabeza en las nubes.
Tales elucubraciones esbozaba yo, durante el trayecto de un vuelo Ciudad de MéxicoSan José Quito, mientras contemplaba con más curiosidad que de costumbre el ajetreo cotidiano de las sobrecargos y trataba de discernir el oscuro vínculo entre aquellas musas voladoras y la otra, elusiva y no menos etérea, que da título al nuevo libro de Carranza. Nada me obligaba a tan ociosa actividad, pero cómo no hacerlo cuando en sus páginas el propio autor argumenta: “como sea que un artista decida cifrar su obra, a lo que estará siempre apelando es a la adivinación: que alguien, quien sea, encuentre en el título un sentido intransferible y precioso, una clave particular a la que cada quien llegará por cuenta propia con la razón y con el corazón”.
Si, efectivamente, “el nombre es arquetipo de la cosa”, en Las encías de la azafata se signa una evidencia: ya no la de aquella sonrisa discreta y armoniosa que oculta y disimula, sino la de esa otra que, al enseñar de más, muestra del todo su naturaleza conjetural, su espíritu hipotético. No importa que hacia el final del volumen se nos confiese que, en realidad, el simpático título estaba reservado originalmente para un libro de cuentos que no se escribió. O importa porque termina por revelarnos que, como las de Dios, las vías del ensayo resultan inexpugnables. E interesa aún más porque antes que en la demorada dilucidación de sus asuntos, los ensayos, como los caminos del Señor, no sólo pueden sino que suelen fincarse en el mero capricho. Léanse, en ese sentido, “Anhelo y nariz” (fundado “en la suprema importancia que tiene lo nasal para el universo entero”) o los fragmentos de ese informe reporte de neurosis cotidianas y prolongadas postergaciones convenientemente titulado “Desidiario”.
El título de su libro —ha declarado el propio Carranza— habría surgido tras la aérea visión de una sobrecargo “con unas encías alarmantes”. ¿Cómo podrán haber sido aquellas encías?, me pregunto. ¿Qué habrán tenido para alarmar al escritor?, ¿qué exacerbada inflamación o qué deficiente cepillado evidenciaban?, ¿sangraban por excesiva suspicacia o simplemente exhibían de más? ¿Acaso fue aquella visión amenazante la que sugirió a Carranza las siguientes líneas de la descripción de una dama furiosa?: “La mujer iracunda es indudablemente más verdadera que la que se creía conocer en tiempos de paz: más cierta que la que sonríe, sencillamente.”
Si la sonrisa amable y frecuentemente hipócrita pretende complacer y agradar para ganarse el favor y la simpatía de aquellos a quienes se prodiga, quien pela demasiado los dientes y al hacerlo enseña las encías, en un gesto de animalidad más cercano a la risa de la hiena, nos advierte: “Acércate bajo tu propio riesgo.”
3. La importancia de lo gingival para el hecho literario
De Sófocles a Kafka, de Cervantes a Flaubert, las grandes obras literarias han servido al psicoanálisis para proveerlo de una amplia nomenclatura de manías y traumas librescos. Mucho antes de que los análisis de la psique mermaran sensiblemente nuestros sueldos, los bestiarios antiguos y los fabulistas clásicos, al observar en las costumbres de ciertos animales virtudes y vicios propios de los hombres, pretendían señalar y corregir ciertos comportamientos humanos. El mundo es, así, como observó Baudelaire, pasto de las correspondencias: esto es como aquello > esto es aquello. Y está visto que es en los terrenos del arte donde éstas se revelan para fijarse en nuestro imaginario. Entre el complejo de Edipo y el síndrome de Ulises, entre el bovarismo de aquella vecina adúltera afecta a las telenovelas y nuestras propias quijotadas, padecimientos trágicos, épicos, si no es que novelescos, ¿habrá un ignoto trauma exclusivo de los atribulados que padecen el vértigo excesivo de la suposición, el soroche de sus propias elucubraciones, un verdadero mal de montaña?
Divago (es decir, ensayo), y mientras mi mente naufraga entre la Escila de la disrupción y la Caribdis de la digresión ociosa sobre algún punto del océano Pacífico, la simpática azafata me extiende un renovado whisky al tiempo que se dirige a mí con palabras que no alcanzo a escuchar hasta que me deshago de los auriculares con que la aerolínea ha provisto a sus pasajeros. Qué extraño —pienso al oírla—, esta señorita me recuerda a Virginia Woolf:
—Yo he pasado delante del espejo las horas que vosotros habéis consagrado a escribir, a hacer sumas. Frente al espejo, en el templo de mi dormitorio, he examinado mi nariz y mi mentón: mi boca grande que al sonreír descubre demasiado las encías. Me he contemplado. Me he juzgado. He cogido el matiz del blanco o del amarillo, el raso brillante de la seda opaca, la curva o la línea recta que mejor me sientan. Soy ligera para un hombre, rígida para otro, ya angulosa como una estalactita plateada o voluptuosa como la llama de un cirio de oro. Violentamente, como un látigo, me he lanzado hasta el vórtice de las cosas…
Envuelto aún por las hechizantes palabras de Jinny (tal es el nombre que exhibe la placa que luce sobre el pecho), la miro alejarse, caminando de espaldas mientras jala el carrito de las bebidas.
—¡He ahí a alguien verdaderamente afectado por lo que han dado en llamar complejo de ensayo! —me dice mi vecino de asiento, a quien no volteo a ver, aunque su voz me suene familiar.
—Fíjate en la elocuencia de sus palabras reflejada en el vigor de sus facciones —continúa, emocionado—. Observa la importancia de lo gingival para el hecho literario: ¿Has visto su capacidad discursiva, la fuerza de sus argumentos concentrada en esa sonrisa amenazante? Su alma es un molde cambiante, adaptable a las circunstancias. ¿La has escuchado?: brillante y a la vez opaca, ligera para uno y rígida para otro, igual que el pensamiento. Se nota que no la agobian sus propias conjeturas: toda ella es una enorme y bella conjetura. Definitivamente: esa mujer sufre el mal de Montaigne.
Al mirarlo de reojo reconozco al viajero entusiasmado que vuela a mi lado. ¿A qué hora abordó Carranza este aparato?, me pregunto sin alcanzar a responderme, porque una voz que viene de muy lejos me pide que guarde la mesita y enderece el respaldo de mi asiento. Al despertar de golpe entre las nubes de Quito, Jinny me sonríe mostrando sus encías alarmantes.
4. El vago de sus propias opiniones
En la absoluta libertad de sus asuntos, Las encías de la azafata refuta una concepción del ensayo sustentada en la confusión entre éste y lo que no lo es: el tratado, la tesis, el estudio, el paper académico, la crítica mal fundamentada y peor redactada, la teoría inflamada de netas: la gingivitis de la prosa. “Es de suponerse que uno escribe ensayo por la convicción razonada o por la mera sospecha de que puede escribirlo”, afirma José Israel Carranza, quien desde esa posibilidad vindica su soberano derecho a transitar entre una idea y su ulterior impresión por las vías que mejor le plazcan.
Al asumirse como un honesto explorador de sus pasiones y pulsiones, de sus manías y sus muinas, José Israel Carranza evade el fingimiento de la corrección política e intelectual y hace de sí mismo, de sus gustos y sus fobias, su propio tema. Sin falsos rubores ni golpes de pecho, el ensayista confiesa que: a) dejará de fumar cuando le dé la gana (si es que le da algún día); b) tiene sueños húmedos con Dolly Parton a ritmo de country music; c) descree de la moda y de las aberraciones del arte posmoderno; d) detesta a los perros; e) como el Tristram Shandy, Roberto Bolaño le resulta “impecablemente detestable” (como a mí).
Además del catálogo razonado de las aversiones de su autor, Las encías de la azafata es también un santoral laico de los héroes que le han dado patria y prosa: el estrambótico Arreola y el lacónico Rulfo, sus paisanos; el evanescente Francisco Tario; el sonriente Wodehouse y el insólito Georges Perec; el infalible Borges. Una patria tan vasta como la curiosidad y las devociones de Carranza. Una prosa que, venturosamente para quienes nos hemos convertido en sus lectores habituales,* ha hecho del género (el ensayístico, se entiende, no el humano) la profesión de una fe fincada en el afinado olfato de quien, persiguiendo las huellas de su intuición, llega siempre a un lugar insospechado entre el chispazo de una idea y su fijación. No es, pues, casual la afición de nuestro autor por el calculado azar del juego de billar: como las pulidas esferas de la carambola, las ideas de un ensayo “no pueden hacer el trayecto completo desde la sinapsis neuronal hasta la página sin sufrir alteraciones”. Y habría que señalar, en este punto, el tino de los editores de Tumbona al fundar con Las encías… una colección de ensayo mondo y lirondo llamada, oportuna y peripatéticamente, Derivas. Si, como propone una de las editoras del sello, el ensayo es una deriva, una constante desviación, un rodeo permanente, un paseo reservado a la sorpresa, qué mejor que inaugurar una serie de excursiones fortuitas con este notable flâneur de sus propias ideas.
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