Poética
Últimamente estoy secretamente convencido de que esto de escribir poesía —este teatrillo sin público— sólo ha de servirnos para ganar, de vez en cuando, un buen premio y conseguir con ello un retiro digno o, al menos, ponernos unas tetas bien bonitas. Mientras esto sucede, aceptamos becas, participamos en recitales, cenamos con el embajador de Burundi, creamos corrillos, preparamos conferencias, pagamos por un poco de sexo… Y si el premio se resiste, si no llega nunca, pues tenemos la envidia. Ella puede alimentar al poeta de sobra. Los que no leen poesía (segmento mayoritario de la población que se identifica básicamente porque no la escriben) saben que, hoy por hoy, la poesía y sus poetas vivimos (o pretendemos vivir) exclusivamente del cuento. Nuestra aspiración máxima es ésta y tenemos el deber de perpetrar todo tipo de felonías fiscales gracias a la poesía, a través de la poesía o, mejor, con tan sólo decir, en el momento adecuado y frente a las personas adecuadas, la aparentemente inocua frase: “Yo también escribo poesía”.
El cazador
Una noche sueño
con un difícil acertijo;
Soy el abalorio
que cuelga sobre el marfil
recién capturado.
También soy la presa sangre
del niño de ébano
y el único impacto de proyectil
sobre el titánico mamut posee mi rostro.
Desde entonces ya sé
que no lograré dormir del tirón
despertado por el incesante goteo
del sudor ambarino.
Y sólo el encontrarte
(arma debajo de la almohada)
conseguirá apaciguarme.
(De Fuego amigo, inédito)
El cazador (II)
Empiezo a lamentar no haberme hecho
con uno de esos rifles de asalto
con los que se cepilla a sedientos dromedarios.
Con mayor insistencia sueño
que en la pútrida selva
el hombre que soy
(y el arma que le cobija)
cargan con piezas cada vez mayores.
Anoche disparé sin motivo
a la joven desaparecida.
Supuraba una sangre hermosa
difícil de definir.
Mientras ensordecía
(por culpa de tu cañón humeante)
insistía en que la dejásemos morir a solas.
Yacía pues, en un desolado secarral
rodeada de insectos
perpetuamente a su acecho.
(De Fuego amigo, inédito)
Multisala
Fue en la sesión de tarde
(atestada de niños con síntomas de insolación)
donde conocí a una joven.
Su suave acento extranjero
me arrastró hacia un camastro
cuyas heridas vistas
reclamaban su ciudad.
La joven poseía un hermoso cuerpo de nube
que la hacía ligera entre los dedos.
Yo intentaba asirla
pero un sudor ambarino
la ayudaba en su particular huida.
Adoraba su sexo en constante vuelo.
(De Cambio climático, inédito)
Ridículo incidente nuclear
Como cuando atardece
así es como nos sentíamos
pesados como una nube
a punto de explotar
por la vejiga de algodón.
Habíamos dado una vuelta por el barrio
y nada nos satisfizo
todo tan aburrido y circular
como una peca a la altura del ombligo.
Hubiésemos comido tungsteno
tan sólo para distraernos un rato.
Esperamos a que muriera
el aburrimiento
como si de una vieja se tratase.
Hicimos malabares
y una tarta.
Al fin surgió de las negras nubes
un crujido de pan recién hecho.
Fantaseamos con un ridículo incidente nuclear
y sus siempre temibles consecuencias.
Nos quedamos dormidos
frente al televisor
con los platos de la cena desparramados
como soldados tristes en la hierba
(Inédito)
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Henry Pierrot. Nace —sin queja alguna— en la ciudad de Barcelona. A los seis años traslada sus juguetes y fobias al norte del país, a León, donde cursa sus estudios sin entusiasmo alguno y cagado de frío, al tiempo que fracasa alegremente en todos los demás ámbitos de la vida en provincias. Entre sus mayores logros como estafador poético se encuentra el poemario Poética para cosmonautas (Leteo, 2005) y su reedición bilingüe y ampliada (Riot Cinema Collective, 2009). En la actualidad y tras sobrevivir a la apocalíptica ciudad de Ho Chi Minh City (antigua Saigón) ha vuelto a León, a casa de su madre, en espera de que algún dios misericordioso se apiade de él y se lo lleve bien pronto.
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