NUEVA NARRATIVA/No. 166


 

El favor



Diego Velázquez Betancourt

 
Rosa vino a mi despacho, afligida como una mujer que ha perdido a su marido. Al menos eso parecía: según los rumores, Federico ya no le hacía el amor y andaba aflojándose las tuercas con una niña de 15 años. Aquellos chismorreos de lavadero hicieron que Rosa se acordara de mí, de su viejo y venerable compañero:

—Quiero que me hagas viuda —dijo, quitándose las gafas oscuras. Dios, sus ojos apenas habían cambiado: el mismo enloquecedor tono verde mar, aunque ahora un poco más triste.

—¿Por qué piensas que te haré ese favor? —pregunté.

—Porque todavía me amas —respondió. Lo dijo con tal seguridad que por un momento creí que podía ser cierto, que aún debía arrodillarme frente a ella, que aún debía abrazarle las piernas. Sin embargo, reaccioné: eso ya pertenecía al pasado. Había sepultado cualquier vestigio de amor hacia Rosa tiempo atrás, en los brazos largos de santas putas, y lo único que extrañaba de ella eran sus piernas, cuando las montaba sobre las mías para ver la televisión. Es más, todavía no le perdonaba que me hubiera dejado nomás porque yo no tenía futuro ni nada.

—Bueno —dije—, concedamos que te amo… Eso no te exime del pago de mis honorarios.

—Traigo suficiente para pagarte —dijo, como si me fuera a embarrar el dinero en las encías. Puso sobre la mesa, teatralmente, ocho billetes de 500 pesos. Me alcanzaba para pagar el alquiler del despacho apenas un mes.

—De veras que Federico merece morir —dije, agarrando el dinero y guardándolo en la bolsa interior del saco: Te trae rejodida.

Tomé prestado un coche rojo estacionado sobre un paso cebra. ¿Por qué ése y no otro menos llamativo? Bueno, era más lujoso y Rosa se vería excelente en él. Además, me molesta que los conductores no sean conscientes de los derechos del peatón. Nada de sirenas policiales, nada de aspavientos inútiles: el coche respondía perfectamente. Rosa preguntó si era necesario robar autos para realizar este tipo de trabajo.

—Lo pedí prestado —aclaré—. Mañana el dueño lo podrá recoger en el barranco. Y sí, es necesario.

Rosa me indicaba con cierta indiferencia nerviosa la dirección del trabajo del marido. Finalmente, me estacioné en la acera contraria a un edificio de puertas giratorias y policía enfrente. No nos quedaba sino aguardar. Encendí un cigarro, me cercioré de que el revólver girara bien, examiné en la Guía Roji las posibles rutas de escape, encendí y apagué la radio, consulté mi reloj de pulsera: las 12:50 de la tarde.

—Oye —dije, interrumpiendo el silencio—. ¿No te parece un poco feo matarlo por una infidelidad?

Rosa se quitó las gafas y me miró de frente. Dios, sus ojos eran hermosos, a pesar de la fiereza con la que desgarraban el aire que nos separaba:

—No perdono la traición —espetó. Yo jamás había sospechado que Rosa tuviera ideología de narcotraficante.

Guardamos silencio otro rato; Rosa se entretenía en desmenuzar en minúsculos trozos una servilleta. Yo trataba, sin mucho éxito, de sintonizar en la radio algún programa deportivo, mientras tejía y destejía en el aire el humo del cigarro.

—Oye —volví a decir—, ¿pero no te causa un poco de desazón esto?

—¿Qué?

—Matarlo así, tan a sangre fría. Después de todo, si se tratara de eliminar gente por infidelidades, tú ya estarías muerta.

Rosa recibió el golpe con entereza, apenas apretó un poco los labios, le dio una larga chupada a su cigarro mentolado y trató de permanecer en silencio, mirando la entrada del edificio, al aburrido guardia que hojeaba el periódico sentado en una silla.

—Oye —dije—. ¿Y ya no lo quieres?

—No.

La respuesta fue tan apabullante que casi llegué a creerle. Entonces ocurrió: Federico salió del edificio, saludó al policía y echó a andar hacia la avenida. Apreté la culata del revólver y comencé a alzarlo.

—¡No! —gritó Rosa—, no lo mates. Tienes razón.

Claro que siempre tengo razón, pensé. Siempre he tenido razón, el mundo es el que se equivoca.

—¿Qué pasa? No me digas que ya te arrepentiste.

Ella destrozaba la servilleta con los dedos atados a un pavoroso temblor.

—No me digas que lo quieres…

—Eso no tiene nada que ver.

A través del parabrisas, vi cómo Federico se detenía para revisarse los bolsillos, con el rostro preocupado. Debió encontrar su billetera, porque se tranquilizó y siguió caminando.

—Dime si lo quieres…

—No sé.

Rosa comenzaba a exasperarme.

—Nada de medias tintas. ¿Lo quieres? ¡Sí o no!

Rosa comenzó a llorar, a convulsionarse en berridos. Finalmente tartamudeó:

—Sí, sí lo quiero.

La abracé, volví a sentir, luego de tantos años de alejamiento, el calor de su espalda, la tibieza perfumada de sus brazos, el calor de sus lágrimas tristes en mi hombro.

—No te preocupes —dije—, eso se cura con el tiempo, ya verás.

Rosa se calmó rápidamente, colocó sobre la nariz las gafas oscuras y me pidió que nos fuéramos. ¿Me iría a pedir la devolución del dinero por el encargo incumplido? Arranqué el coche, me emparejé a Federico, saqué el revólver por la ventanilla y, con una detonación, le dibujé una flor roja en la cabeza. Rosa se puso a gritar. El policía disparaba escondido detrás de un automóvil estacionado.

—¿Desde cuándo los policías son valientes? —grité, soltando tiros al aire para cubrir mi huida.

Dejé a Rosa en el metro. Lloraba. No la he vuelto a ver. Por suerte ya no la amo, aunque extrañé sus piernas sobre las mías mientras veía el noticiero de las once. El conductor decía que la violencia de esta ciudad era incontrolable. A mí me parecía que la ciudad no tenía futuro.



Diego Velázquez Betancourt (Puebla, 1978). Cursó estudios de Lengua y Literatura en la UNAM. Ha colaborado en diversas publicaciones de la Ciudad de México y del interior de la República. De 2003 a 2004 fue integrante del consejo editorial de la revista Matardragones. Formó parte de la antología Moscas, niñas y otros muertos (Ediciones de Punto de partida, 2004). Es autor del libro de cuentos Mi vida como payaso salvaje (Publidisa, 2007). Actualmente trabaja como traductor y editor.