La noche acelera el paso de los transeúntes. El camino hacia la delegación Cuauhtémoc está plagado de vendedores ambulantes, oficinistas, desempleados, estudiantes, prostitutas, padrotes, invidentes y borrachines que zigzaguean sobre las calles. La gente se esquiva hasta encontrar un espacio de acera transitable.
Frente a la Procuraduría de Justicia del DF, “fiscalía desconcentrada en Cuauhtémoc”, se alza un puesto donde se reúnen policías y civiles a tomar café, iluminados por lámparas de halógeno. Luis, el encargado, despacha a sus clientes envolviendo el pan cuidadosamente. Comenta que hace unos días llegó una señora con un bebé que tenía un enorme chichón en la frente. “Era una bola grandísima —subraya Luis—, el esposo le dio un martillazo y ni es el padre del niño. Lo encerraron aquí, pero lo más gacho es que la señora vino a defenderlo, se peleó con los agentes del mp y pagó fianza para sacarlo.”
Al interior de la fiscalía, acodados en la barandilla, tres agentes reciben a denunciantes y acusados. Los policías desfilan con la pistola enfundada y el seguro bien puesto. Algunos lucen rifles automáticos, colgados al hombro. Un policía de baja estatura carga unas grandes esposas: da la impresión de que son su ancla. Cinco filas de asientos se despliegan frente a la barandilla. Las sillas traseras están ocupadas por dos señoras que duermen ahí todas las noches y se levantan a las 7:00 am para enfrentarse a la vida cotidiana. Son madres que dejaron sus hogares porque sus hijos las golpeaban. Luis entra y sale del recinto ofreciendo café, y afirma: “Son señoras que, por su edad avanzada, no pueden enfrentarse a los hijos y éstos les hacen la vida imposible con tal de meter a sus amigos o novias a la casa. Vete a la delegación Francisco Villa y verás cómo abundan estas señoras que llegan a dormir y al otro día salen a vender chicles o lo que pueden.”
Las butacas están al tope. Varias personas se arremolinan a la entrada. Al pie de la escalinata, el agente Vázquez pide fuego para encender su cigarro. Algo lo empuja a vaciarse, la confesión es su único desahogo: “Me arrestaron doce horas, por eso no estoy patrullando. La verdad es que nos traen juidos. Vigilan la trayectoria de las patrullas con gps, es excesivo: si te sales del cuadrante te arriesgas a una amonestación o a un arresto. Hay veces que llegas al final de tu ruta y, como es un solo sentido, no puedes echarte en reversa; te tienes que salir de tu zona para poder regresar, y cuando termina el turno luego luego te regañan. Exageran. También han cortado cabezas, no hay suficientes agentes. Se supone que son cien patrullas para Cuauhtémoc, y a veces nomás hay diez.”
El agente Vázquez lleva ocho años patrullando; la calle es su escuela. “Hace poco nos dieron un curso —continúa—; algunos compañeros pasados de peso y otros que no pudieron hacer los ejercicios fueron cesados. Hay policías con buena condición física que en la calle son una papa; en cambio, hay otros que no son grandes guerreros, pero tienen el olfato bien despierto: saben cómo identificar crímenes en proceso, saben cómo se mueven los malandros y pueden controlar una situación conflictiva utilizando el sentido común.” Vázquez se queja de que una vez les mostraron un mapa de la zona y pidieron que señalaran las tienditas de narcomenudeo. Al hacerlo se les reprendió: “Entonces, ¿por qué no los atrapan? No sirven para este trabajo.” Vázquez asegura que siguen despidiendo a los agentes por este tipo de situaciones, y reconoce que han recibido denuncias de los colonos, quienes han señalado a los traficantes. “Es cierto que algunos compañeros tienen maldad, voy de acuerdo, pero no se les puede juzgar a todos por igual, y cuando el ciudadano te dice dónde están los delincuentes, pues vas y los revisas de pies a cabeza, pero no les encuentras las drogas, por una sencilla razón: las venden en el interior de sus casas y, ¿cómo entras a su domicilio? ¿Cómo obtienes la orden?”
Continúa el desfile: un hombre de unos cuarenta años con gafas oscuras en plena noche; una prostituta con el maquillaje seco y resquebrajado; abogados que hablan constantemente por el celular; empleados del mp y familias que se reúnen a comentar los pormenores de su caso. Antes, las prostitutas ofrecían sus servicios en varias calles de la Buena Vista; ahora, en su mayoría, se concentran en las calles más cercanas a la delegación con el propósito de evitar robos y abusos; aunque hay ocasiones en que ellas, sobre todo las que se conocen como travestidas, son quienes bolsean a sus clientes.
El licenciado Rentería, de tez morena y complexión gruesa, viste una gabardina elegante y guantes de invierno. “Si vinieras todos los días podrías escribir una novela —comenta, como si fuera un personaje de csi—, es increíble lo que hace la gente, cómo se encubren unos a otros, sobre todo los padres que te dicen: sí, llevó una televisión a la casa, pero se la prestó una amiga; sí, trae tenis nuevos, pero se los prestó un amigo; sí, trae un automóvil, pero es prestado. Luego les preguntas en qué chambea su hijo, y te responden: se la pasa todo el día en la casa.”
Rentería cuenta la vez que al padre de un delincuente le mostraron el video de un atraco. Al verlo, éste declaró: “Sí, se parece mucho, pero ése no es mi hijo, no es él.” Hay infinidad de atrocidades que los ciudadanos cometen en el mp: los que compran testigos; las esposas de criminales que ofrecen favores sexuales a cambio de los honorarios del abogado; los padres que aseguran que sus hijos estaban en casa al momento de cometerse el ilícito; los que fingen lesiones de tercer grado para obtener mayor remuneración en casos de choque, riñas y atropellamientos; y los que se dicen familiares del procurador.
Un individuo se abre paso entre la gente, ansioso, en busca de un cigarro. El humo no lo tranquiliza: quiere desahogarse contando su bronca. Su nombre es Mario, de treinta y tres años, viste chamarra negra, tenis marca Adidas y una mochila Swiss Army. Es moreno, alto, con los pelos parados. Afirma que su esposa está detenida porque el acusado “le volteó la tortilla en el proceso”. Mario lo descubrió acosándola en un centro comercial, donde quedaron de verse. “Le canté un tiro al culero, le dije hasta de lo que se iba a morir, pero llegaron los policías y nos trajeron acá. Ese cabrón es bien chiva, se verbeó a los emepés y ahora dice que mi mujer le robó. Pero tengo testigos en Vianey, en la Pizza Hut y hasta en el Soriana. Me cae que si sale y mi esposa se queda adentro, lo mato, bien fácil, lo mato, y sin usar armas.” Mario está exaltado, habla de prisa y parece estar a punto de soltar chingadazos. “Ésta no es la primera vez que estoy aquí. La vez pasada fuimos a un bar. Iba con mi hermana y mi cuñado. Un chavo no dejaba de verle las piernas a mi hermana, y mi cuñado se enchiló. Le puso una putiza, imagínate, es boxeador. Llegaron los polis y les dijimos que el chavo quiso robarle la bolsa a mi hermana. Teníamos testigos: todos los del bar estaban con nosotros. Ese día nos la pasamos a toda madre, los polis nos pasearon y hasta nos invitaron a comer”, concluye Mario, con una risa mordaz que estalla en sus labios.
La noche comienza a cerrarse, inevitable fade out que lanza muros de negrura para cerrar el paso a sus transeúntes, poblando la colonia con “puntos rojos”, como se les conoce a las zonas de riesgo en el argot policiaco. La ironía se para el cuello: en la Buena Vista, las calles más peligrosas se encuentran a unos pasos de la delegación.
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