I
Huelo el miedo en La Garita, ese habitáculo de flores y autobuses coronado por
los salmos
de la iglesia. Antes del paréntesis de acero, los gritos anunciaron que la efigie
negra del
terror asomaba el rostro por la ventanilla rectangular de la Suburban. Atento a lo
rojo
del camino, alguien puso sobre el asfalto la burbuja metálica de la explosión.
Fragmentar
la tarde pudorosa de enero es el tatuaje de la inocencia perdida del puerto. Pero
en la
búsqueda persistente de las municiones, el de azul fulminó con la mirada el
oblicuo escape
de los que cabalgaban en motores. Llovía casquillos sobre la presencia musical
de los
transeúntes. La florista ecuánime de la banqueta desordenó sus laureles y la
puntería errada
puso a bailar en un pie al de los cuernos en la mano. Las llamas consumieron la
manada
dispersa sobre Farallón. El cielo plomizo cubrió de oscuro el pulso del puerto.
II
Hay tanto silencio que oigo cómo se fragmenta el viento
al tocar los casquillos de las balas.
Tengo en las manos una concha en la que largamente
y con azoro
el deseo de un mar nocturno desenrolla por fin la espesura fresca que habita en
la calma.
¿Tocaré alguna vez este oleaje nuevo,
este cuerpo de agua que siento
pero no descubro entre las fisuras de la pared devastada por las balas?
III
También hay días luminosos.
Los escotes y las faldas se llenan de carne en la Costera;
pasean las ganas de vivir sin miedo las mujeres,
quitan sargas del humor y sacuden anécdotas avejentadas
de conquistas amorosas en la bahía.
Los aretes grandes fungen de campanas;
las morenas despiertan legiones seductoras de varones que ansían palpar
curvas rotundas de alta poesía.
Pero el simulacro de carnaval es limitado.
Ellas se alejan con el compás de la armonía rumbo a la iglesia
y al levantar la mirada llena de aquel sobresalto amable de lo hermoso,
vemos la estructura medieval de una certeza:
San Jorge aún no ha vencido al dragón.
IV
Todo este derrumbe sostenido en el paisaje abarcado por mis ojos
es tristeza arribando en desbandada,
pero todo el dolor que me apretuja hasta recrear la orfandad de la infancia
no lo siento en mí,
sino en los edificios,
en las calles,
en los barcos que sacuden su cansancio en la bóveda oscura del Pacífico.
Desde mi ventana grito.
Queda la esperanza de que el fuego ahogado de mi voz mueva la indiferencia de
un país
que sólo mira hacia el centro.
V
En el feroz panorama de una ciudad perturbada por la violencia, el ansia no
permite
atender la belleza de un ritual nocturno: las vecinas arrastran sus bolsas negras
de basura
por la calle. Hay una intención estética en limpiar la casa y acomodar en
recipientes
amorfos el contenido de nuestros días. Acumulan los desechos en la esquina; la
voz de los
detritus es acre, fuerte, adversa y golpea con furor las fosas nasales. Cuando
suena la
campana del camión recogedor, entiendo los cantos de buena voluntad leídos en
la Biblia.
Jesús Bartolo. Ha publicado las novelas Fisuras en el continente literario (FETA, 2006) y Apportezmoi Octavio Paz (Moisson Rouge, 2011); los libros de cuentos Entonces las bestias (Instituto de Cultura de Aguascalientes, 2003) y De oscuro latir (Universidad de Guanajuato, 2008); en poesía, su obra ha sido recogida en Un orbe más ancho. 40 poetas jóvenes (19711983) (ediciones de punto de partida, 2005), La luz que va dando nombre (Secretaría de Cultura de Puebla, 2007), Antología de poesía contemporánea (Cangrejo Ediciones Colombia, 2011) y Grabados a punta seca (La Tarántula Dormida, 2011).