La verdadera manera de representar la realidad
es no representarla en absoluto,
sino crear una porción de la realidad misma.
W. Steiner
Recuerda haber ido sólo una vez al cine, a los once años, poco antes de que pasara lo del cáncer de su padre. Un drama mediocre y trillado en donde el héroe fracasa pero es feliz a causa de una falsa ilusión interiorizada. Camino a casa iba en los asientos de atrás, recordando a los personajes de la película. Papá, quiero hacer películas cuando sea grande, dijo de pronto. La mamá iba a secar esos pensamientos con palabras que se escucharan más amigables que sensatas, el padre se dio cuenta y puso la mano sobre la pierna de su esposa, y sin dejar de mirarla le contestó a su hijo, harás la mejor película que el mundo jamás haya visto y todos hablarán de ti. Miró los ojos entornados de su padre que ahora le sonreía desde el espejo retrovisor. Él también sonrió, después miró a la calle a través de la ventana. Cerca de la parada del autobús, un niño caminaba alegre y distraído unos metros adelante de sus padres, que parecían estar discutiendo. Quiso tener una cámara para grabarlos.
Sintió que las luces iluminando la ciudad, al parecer más brillantes que de costumbre por haber llovido —y la noche mojada parecía irreal—, le devolvían la alegría en su interior, en el ensueño y en la memoria. Las bellas imágenes de la película se reproducían en su mente con la secuencia del espectador que siente las escenas de acuerdo a su vida en vez de verlas como lo que son en realidad, ficción. Conforme pasaran los años, la voz grave de su padre se escucharía cada vez más clara y con más sentido, atravesaría la infancia y envolvería su juventud para protegerlo del mundo.
Desde entonces la televisión permaneció todo el tiempo encendida en los canales donde pasaban películas. A la mamá le pareció una buena idea para que el niño no tuviera que vivir ningún duelo (como suelen llamarle) con lo de su padre, por eso permitió que estuviera encendida incluso el día del velorio, con los pocos asistentes vestidos de negro murmurando al respecto.
Esa escena (la familia conversando en el coche después del cine) se volvió la más frecuentada en los recuerdos del joven cuando al llegar de la escuela miraba la foto de su padre en el portarretrato de la sala. Después de un tiempo desaparecieron las fotografías, entonces las tomas le venían al pensamiento cuando miraba la cara de su mamá, llorando por ratos junto a la bocina del teléfono mientras hablaba con la abuela o con cualquier otro de la familia. Así fue hasta que un día murió la abuela o suspendieron el teléfono, quién sabe.
De a poco la casa empezó a derrumbarse por dentro, en su continuidad y su coherencia. El piso trapeado y las paredes blancas evidenciaban la podredumbre del aire. Lo visible era un simulacro, convenientes fotogramas cumpliendo su función de representar lo que se quiere ver. El ruido de las películas proyectadas en la televisión se expandió en rincones que antes no existían, y fue remplazando las voces.
Un invierno se dieron cuenta de que hacía tiempo que la pobreza se había instalado en la casa, dormía en las camas, hurgaba en la alacena y opacaba los colores de las cosas.
A veces la mamá recargaba la frente en el dorso de esa mano extraña. Era la vecina. Llegaba en un cochecito gris con algunas partes sin pintar —por donde asomaban manchas naranja de aluminio viejo—. Pasaban la tarde una frente a la otra, sentadas a la mesa de la cocina, esa que estaba pegada a la pared y tenía dos sillitas. La vecina llegaba ebria, sacaba dos vasos y llenaba la luz de olor a cigarros. Una vez él le dijo que su coche le recordaba uno que habían tenido. Cuando estuvieron solas, la mamá le dijo, no le creas nada, mi hijo miente todo el tiempo, nunca tuvimos un coche. A la vecina no le importaba, sólo buscaba un lugar donde poder beber sin reproches familiares. Se le vio una larga temporada y después desapareció, igual que las fotos. Su voz rancia se quedó en la casa, de vez en cuando se oía en los labios de la mamá.
Todo se esfumaba como si no fuese más que el artificio de asomos produciendo instantes y siendo dirigidos por el descompuesto imaginar de un artesano. La abstracción de mirar todo a través de ojos desconocidos. Espectaculares construcciones de una realidad plana e incierta, reflejada desde ninguna parte.
La mamá lloraba sola mientras cocinaba guisos para vender en el mercado de los viernes, el que se pone por el metro Niños Héroes. Al querer guardar la comida en el refrigerador los recipientes se le caían, la escena era penosa por el silencio que exhalaban los cuartos; la televisión ya había sido vendida. Las pocas cosas de valor se perdieron en una casa de empeño, desde los anillos de bodas hasta los gestos tiernos.
No se volvió a mencionar el nombre del padre ni nada relacionado con él.
El problema de la mamá fue que nunca creyó en la mentira. Se enraizó a la desdicha de su realidad hasta no poder concebir otra posibilidad, hasta sentir el perverso placer que origina tanta amargura y que no es más que otro tipo de ficción, una cobarde. La mamá jamás separó los pies del piso, ese donde habían sucedido sus pérdidas; su imaginación se transformó toda en recuerdos y se le clavó el espíritu a la realidad, hasta oxidarse.
Él pudo terminar la secundaria, después se buscó un restaurante para entrar de mesero. La mamá lo aprobó sin palabras, pensando que al fin había renunciado a sus sueños cinematográficos. Él no volvió a hablar de eso en casa, pero a quien conocía le preguntaba qué había en el cine últimamente. Si había más confianza y estaban solos, confesaba que él mismo haría una gran película pronto. Ella siempre supo que su hijo no haría ni la más ordinaria escena.
A los pocos meses, durante un par de días festivos que celebraban dos siglos de prosperidad nacional —de los cuales se había beneficiado con excelentes propinas—, se le ocurrió ir al cine. Con el mismo dinero mejor cómprate tres o cuatro películas pirata en el centro, le dijo otro de los meseros. Así lo hizo y durante muchos años fue en casi todo lo que gastó, iba tan seguido a los puestos de películas que se terminó haciendo amigo de los de ahí, donde años después montó su propio puesto.
Cada que una película le conmovía profundamente evocaba la sublime escena que vivió de niño, esa que fue editada en el pensamiento de forma ventajosa —como todos los humanos hacemos con nuestros recuerdos—. Fue mezclada con otros actos, coloreándose con tonalidades oscuras y húmedas, eternamente frescas y salpicadas de luces brillantes pasando de prisa frente al encuadre de un cristal mojado. Siguió construyéndose desde ángulos movibles, haciéndose visible por medio de alejamientos y enfoques transversales. Al final se logró algo sutil y trillado, de gusto mediocre, de tomas nostálgicas y secuencias desgastadas pero eficaces para la promoción postiza de los sueños, contextualizadas con música y diálogos exagerados, dramáticas. Sin darse cuenta escogió la simulada belleza de las películas. Se olvidó por completo de las escenas de su otra vida, de la joven voz de su madre muchos años atrás, en aquel día seco y pálido. Salían del cine y él iba unos pasos delante de sus padres para no escuchar. Reproducía en su mente las imágenes que le habían obsequiado un estado de ensoñación (las escenas aún estaban nítidas, intactas), en donde se le antojó vivir. Caminaban hacia donde tomarían el autobús —notó que un niño lo observaba tras el lente de una videocámara desde el interior de un auto—. Quiso diluir la rigidez en los rostros de sus padres, así que se lo dijo. Su papá intentó un gesto compasivo ante la inocente confesión, pero la madre se adelantó y escupió palabras más sensatas que amigables.
|