No cabe duda: gran parte de lo que creemos que es verdad se juega a nivel de la escritura. Desde la presunta objetividad de la crítica, pasando por los textos religiosos y demás ejercicios literarios, incluidos los más rigurosos tratados científicos, escribir ha sido una forma de atesorar la verdad. Pero por desgracia ninguna creación humana es expedita: donde el ingenio ha obrado sobre una cosa, la subjetividad no puede andar lejos. Nietzsche fue uno de los primeros pensadores modernos que estimó el costo de formular verdades absolutas, alegando que todo veredicto concierne más al lenguaje que a las cosas. Siglos atrás —me parece que— Aristóteles ya había previsto conclusiones similares. Por su parte, el autor de Así habló Zaratustra, sanguinario crítico del positivismo, consideraba impensable la existencia de hechos “en sí”, pues decía que es imposible constatar algo independientemente de nuestra subjetividad; en uno de sus chispeantes fragmentos póstumos se halla la manida sentencia “no hay hechos, sólo interpretaciones”, con la cual la noción de verdad perdió esa aura metafísica que tanto animó —y anima— a una larga cadena de especulaciones ontoteológicas, reduciéndola así a lo que más tarde alguien llamó Sprachspiel, es decir, meros juegos del lenguaje. Hubo quienes supieron catar las consecuencias teóricas del edicto nietzscheano con gran provecho; tal fue el caso de algunos estructuralistas franceses. Jacques Derrida, por ejemplo, cuestionó el motto de que el significado de un texto es único y permanece inalterable, destacando por tanto las virtudes de la interpretación. A la luz de sus ideas me pregunto: ¿cuánta verdad cabrá en un escrito? Para responder esta pregunta uno debe cuidarse de no desestimar el influjo que la historia, con todas sus tesituras espaciales, ejerce sobre los documentos bibliográficos y también reconocer los intereses que motivan al lector a tomar la escritura como fuente de enunciados verdaderos. Hay escritos donde la verdad parece más evidente que en otros; pienso en los diarios, cuyo tono inspira a consentir que el autor puso a prueba su sinceridad. Al igual que el diario, las confesiones pertenecen a ese género donde el contenido es sustancialmente memorístico, el cual, además de contar con magníficos exponentes, ha despertado la curiosidad y la fascinación de muchos lectores. Del tiempo que va de Anacreonte a Rousseau, Agustín de Hipona quizá sea el más emblemático entre los escritores cuya pluma se ha movido al trémulo de la honestidad y la memoria, no tanto para componer una obra de cariz literario como para menudear las historias de su vida. Así, el libro de este padre africano de la Iglesia católica narra las peripecias, o mejor dicho, la arrojadiza aventura cuyo destino final fue su rendición al cristianismo. Sin duda un volumen conmovedor que no exhibe el menor desperdicio, pues no sólo es inspirado y ejemplar, sino que también está impregnado de una intensa aura filosófica. Lo he leído un par de veces; en la última creí “hallar” esta verdad: uno no conoce su pasado, sólo lo interpreta.
El argumento del presente escrito surgió cuando leía simultáneamente las Confesiones y un libro del geógrafo David Lowenthal, del cual he extraído el título por parecerme espléndido en más de un sentido.1 Lowenthal, quien no goza de gran popularidad entre los historiadores hispanohablantes, es dueño de una prosa cuya estimulante viveza proviene de una enorme bibliografía. Influenciado por las ideas vertidas en su libro, mi lectura de san Agustín se vio afectada. Dicho esto, pasaré ahora al asunto, pero antes me gustaría comentar lo que creo un pequeño pero esencial detalle de la obra agustiniana.
Para quien decide leer Confesiones, es paso obligado considerar que opone cierta resistencia a los ojos del no creyente, pues si uno examina el modo en que el autor asocia sus experiencias de vida al descubrimiento de su definitiva vocación religiosa sin ningún tipo de instrucción católica, se vería tentado a lapidar el escrito arguyendo que se trata únicamente de un asombroso esfuerzo por combatir el horror al vacío. Por ello, quizá sea recomendable sobornar un poco al escepticismo. Además, Confesiones no es un libro para tipos cuya ineptitud metafísica les haga creer que es posible despojar a las palabras de su contenido moral.
Si, como creía Hobbes, memoria e imaginación son la misma cosa, recordar es recrear el pasado con cierto margen de libertad. Haré mía esta hipótesis. Pero siendo poco optimistas, la memoria sólo está en condiciones de ofrecer una imagen difusa del pasado; podrá abarcar un amplio espacio, pero su exactitud nunca será lo suficientemente confiable. Entonces, ¿dónde quedan las cosas que pasan y que la memoria ya no recuerda claramente? No obstante la imposibilidad de evocar a la perfección un hecho que ha quedado atrás en el tiempo, de revivirlo con todos sus ángulos y perfiles, el propósito de obtener una correcta imagen suya no puede tratarse de un mero capricho mnemotécnico, justo porque eso que ya pasó permanece anclado en nuestra existencia de tal manera que no podemos virar hacia ninguna dirección sin que nos vuelque el peso de nuestro propio pasado. Pero, ¿por qué la necesidad de recordar? ¿Por qué hay en lo ocurrido algo digno de salvarse? Si no podemos remembrar perfectamente, ¿cómo sobrevive el pasado en la memoria?
Hay cosas que se alojan en la memoria ya sea porque se han adherido a los pliegues de la personalidad o porque se volvieron un resorte para la sobrevivencia o para el correcto desempeño de actividades cotidianas. Sin embargo, no importa cuánto se intente comprenderlo, el pasado jamás abandonará su carácter paradójico: está ahí sin estarlo realmente; es aéreo: nunca toma la forma del recipiente que lo contiene, más bien se ajusta a él. Y esto es justo lo que ha conmocionado tanto a pensadores y poetas: apenas estalla como un relámpago, el fulgor del presente se apaga irremediablemente para convertirse en un espectro, es decir, en pasado. Pero a juzgar por la relación que mantenemos con él, el pasado parece quedarse con algo nuestro, y a veces ciertas cosas dificultan saber cuáles son los vestigios del ayer que troquelan nuestro presente; no obstante, ello no desfiguraría jamás la certeza de que nos concierne de un modo total, pues el pasado es una música necesaria que acompaña cada uno de nuestros pasos. Dependemos de esa creciente masa de recuerdos que se extravían, resurgen y se transforman entre las paredes del laberinto cerebral. Quizá nuestra afición por la historia provenga de ese afán por ver en el pasado un terso espejo. Pero además, siendo la línea recta la imagen reinante en nuestra conciencia habitual del tiempo, casi todas nuestras apreciaciones de la temporalidad se basan en la idea del efecto dominó. Piénsese en las anécdotas, en cómo las urde un fino hilo causal, y en cuánto nos fascinan los detalles. ¿Por qué las historias nos saben mejor cuando se nos cuentan de comienzo a fin, y no al revés? Recuerdo una película de cierto éxito, Irreversible (Francia, 2002), en la que el desenlace ocupa la primera escena y la historia retrocede hacia su eclosión. No obstante el ingenioso recurso cinematográfico, hay un aspecto que reafirma la idea de que el tiempo no se puede desentrañar tan fácilmente: el orden inverso de la narración es sólo en relación al desarrollo de la trama, es decir, al progreso dramático; sin embargo, hubo que seccionar las escenas de manera que cada una contara por separado un momento de la historia de manera lineal, de atrás hacia adelante, para que la intriga no se tornara incomprensible y el filme no acabara en un arriesgado y difícil experimento con el tiempo. Basta seguir la trama para reconocer que dicha técnica cae presa de nuestra percepción del tiempo y sigue reproduciendo la noción de que al futuro lo gobierna soberanamente el pasado.
El asunto con las Confesiones es que san Agustín me ha incitado a pensar que escribir es poner una verdad donde hace falta. Espero irme explicando. Interpretar es muy parecido a recrear, si no es que lo mismo. Yo no puedo mantener una relación con mi pasado a menos que él aparezca ante mí como un índice de interpretación, en tanto un ejercicio hermenéutico sólo es posible si existe un dato real, un seno fáctico cuya frecuencia atrae su aprehensión. Ex nihilo nihil fit. Si bien es lícito decir que el pasado es real, éste, al igual que el humo, adopta cataduras diversas, de modo que podemos dirigirnos hacia él con la actitud de un auténtico Crusoe: si durante la exploración nos acecha lo desconocido o lo abrumador, “nombrar” es la forma más eficaz de combatir la inquietante presencia de lo ignoto. Por ello, frente a su pasado, uno puede asumir el papel del pintor delante de un lienzo en blanco. Esta cuestión me llevó a creer que uno de los mayores aciertos de san Agustín fue haber usado la escritura como un poderoso fármaco, como un antídoto eficaz contra el advenimiento de un pasado que amenazó con resquebrajar la congruencia de su presente. En el entendido de que un ser humano no sobrevive demasiado en la superficie de un baldío semántico (para él el sentido es tan necesario como el alimento), toda relación con el tiempo es del orden de la significación; es más: el tiempo sólo es comprensible en virtud del lenguaje. Ya lo decía Lucrecio (De rerum natura, 459-482): no hay posibilidad alguna de que el tiempo sea por sí mismo (tempus item per se non est), pues su existencia depende de los accidentes que la materia reporta continuamente y acumula y valora en el pasado. Tal vez esto explique por qué la llave de acceso al pasado sea —por lo común— una pregunta, y la memoria el brazo que gira el cerrojo. Pero no basta con preguntar y esperar pacientemente a que la memoria responda, hace falta que el acto se acompañe de otra cosa; es ahí donde la interpretación y el impulso imaginativo se adueñan de la escena mental para trazar rutas entre las nebulosas del tiempo pretérito, amoldando el espesor del pasado y traerlo así hasta nosotros. Recordar no es tanto una antojadiza compulsión de invocar lo sucedido, como aspirar a que el pasado venga hacia nosotros a auxiliarnos en una empresa, aunque también sea como abrirle las puertas a un intruso que pone en riesgo la paz de nuestro presente. Ante una situación como esta última, uno no puede permanecer en una incólume indiferencia, esperando a que los malos recuerdos acaben impunemente con nuestra plácida actualidad. Es por esta razón que el caso de san Agustín me ha parecido ilustrativo, por testimoniar algo muy característico de todos: la tendencia a dibujar el pasado complaciendo nuestros propios intereses. ¿Habrá algo más reconfortante y lenitivo que tener la convicción de que el destino ya ha sido escrito y que uno sólo se limita a cumplir los designios de un ser omnipotente? En muchos aspectos de nuestras vidas, nunca dejamos de relamer la dulce inocencia de la infancia.
El intento de san Agustín de acercarse a su pasado acepta por lo menos un par de lecturas: una que prueba la gracia divina y otra que ve en su cometido una forma de prepararle una emboscada a la memoria para que las interpretaciones del pasado no luzcan descoloridas y la biografía no extravíe así su fundamento. Hablaré un poco sobre la segunda. Me había referido antes a la imposibilidad de recordarlo todo, pero ¿qué pasa con el olvido? ¿Será que hay un punto donde la imaginación haga las veces de la memoria? Sabemos de alguna forma lo que olvidamos; el problema es, digamos, el contenido, o dicho de otra manera: sabemos el qué del olvido, mas no cómo rescatarlo de entre las sombras; es como si entre lo olvidado y nosotros se levantara un muro difícil de franquear. Las cosas podrían dejarse así y esperar a que el olvido interrumpa por unos momentos la linealidad del tiempo, pero cuando éste —es decir: el olvido— se impone como una especie de agujero negro hambriento por devorar raciones importantes de identidad, quedarse sin hacer nada significaría empezar a negarle un sentido al pasado, lo cual es casi como arrojarse a la locura, ya que el hombre en su sano juicio no resiste mucho quedarse suspendido en la nada del instante, razón por la cual uno exige de sí un mayor esfuerzo para contrarrestar los efectos de una memoria disminuida.
Por ejemplo, ahí donde no encuentra más explicaciones, donde el pasado aparece traumático y aterrador, san Agustín invoca la presencia de Dios como una forma de compensar el pathos de la culpa, pues supongo que para él, una vez cobijado por la fe en Cristo, resultó penoso e insoportable que ciertas cosas hubieran sucedido por la única razón de no haberse resistido a las debilidades de la carne y a las seductoras creencias del paganismo. En ocasiones uno está indefenso ante la voz estridente de las inclinaciones, ya sea por carecer de un freno moral que detenga su ciega obediencia o por hallar en los arrebatos de placer un feliz modus vivendi; de la misma forma, cuando uno termina desencantado de un dogma y adopta otro antes de caer presa de un desarraigado y vertiginoso escepticismo, avergonzarse de las antiguas convicciones es el primer síntoma de querer modificar el pasado. He querido ver en san Agustín un caso ejemplar de dicho cuadro, pues ¿quién podría confesar no ser más que un títere de la historia, la sociedad y los instintos después de haber abrazado con tanto fervor el cristianismo? Pero no intento afirmar que el deseo urgente de cambiar el pasado, de sobreinterpretarlo, sea menos preferible a asumirlo tal cual es, más bien busco destacar la idea de que uno no se arroja a su pasado simplemente a ver qué encuentra: lo que determina esa inmersión en los intersticios de la memoria es el presente atravesado por todos los complejos e intereses de la persona, razón por la cual me resulta difícil pensar que la retrospección de san Agustín no esté guiada por su fe y por la necesidad de cimentarla en la voluntad de Dios. ¿Y acaso no es éste uno de nuestros hábitos más arraigados: hacer del propio pasado un paraíso para la imaginación?
Uno de los mayores escándalos metafísicos es la existencia de cosas cuya positividad no parece responder a las exigencias de la materia. Es el caso del pasado, que se aferra como ningún otro a esa área espectral del conocimiento. Obviamente, saber qué es el pasado concierne a un examen sobre la naturaleza del tiempo, tarea demasiado escabrosa como para pretender resolverla de unos cuantos plumazos. Por ello, tal vez convenga indicar sólo algunos puntos que creo que me acercarán mejor al asunto, esto es, ¿qué tipo de relación hay entre el pasado y nosotros?
El primer problema al que se enfrenta toda teoría sobre las formas de la temporalidad es la inestabilidad ontológica que comportan las tres dimensiones básicas del tiempo: el pasado no es ya; del futuro tampoco puede decirse que es, sino que está por venir, y el presente es demasiado fugaz como para cubrir satisfactoriamente los más elementales requisitos del ente. Entonces, ¿cómo es que todos poseemos la irrefutable convicción de tener un pasado? Podrá recurrirse aun al más exhaustivo examen fisiológico para saber cómo el cerebro trabaja durante los procesos mnemotécnicos, sin embargo es innegable que a dicho proceso le es inherente —como bien sostuvo Jean-Paul Sartre—2 un fenómeno estrictamente psíquico, por cuanto el organismo, lejos de exhibir una plena autonomía funcional, es propenso a incorporar los embates de la subjetividad. Ahora bien, mientras vive, el hombre es un ente que ha comprometido su ser tanto consigo mismo como con las cosas que le rodean. Cabe añadir que la naturaleza de este compromiso es de un sumo carácter tempóreo (zeitlich) y, por tanto, impide que el hombre sea per se una sustancia finiquitada, haciendo a su vez que el meollo de su esencia consista en modificar constantemente los términos en que se deslía dicho compromiso. Por ejemplo, yo puedo estar profundamente concentrado en resolver una ecuación matemática y de pronto ver interrumpida mi abstracción para ocuparme en otra cosa, ya sea porque me alcanzaron las ganas de ir al baño o porque alguien llamó a la puerta de mi alcoba. Hay ahí por lo menos tres modos de ser que en lugar de restringir u omitir el compromiso ontológico al que me he referido, reflejan bastante bien su naturaleza tempórea, pues al sucederse se infiere que estos ocurren durante intervalos de tiempo que quizá puedan discernirse si así lo deseara, o bien, no ser relevantes en lo absoluto, sin embargo, lo que sale a flote es —repito— el tiempo como ingrediente esencial del compromiso: ahora hago esto, luego ya no, quizá vuelva sobre lo mismo o tal vez me ocupe de algo completamente distinto después; he dejado de ser el que resolvía aquella ecuación para ser quien se dirige a la puerta, así el tiempo consigna el modo en que me comprometo con lo que soy y con la totalidad de lo ente que me rodea. Tal vez “compromiso” no sea la palabra correcta para describir el fenómeno, pero al no hallar una mejor, la he elegido por connotar el hecho de contraer una obligación, buscando así destacar que, una vez que somos arrojados al mundo, no podemos huirle a la existencia, es decir, estamos obligados a hacernos cargo de nosotros mismos, así como del aplastante cúmulo de cosas que nos mantienen cercados y nos mueven a ser. Y es aquí donde surgen las dificultades. La idea de que nuestra existencia no es sino una sucesiva modificación de ser, donde ciertos modos superan a otros en frecuencia, supone que el tiempo no marcha hacia adelante como dibujando una interminable línea recta, sino que serpea, o bien, se despliega en una espiral que se alarga y se contrae de arriba abajo y de un lado a otro sin cesura, como imitando ciertas animaciones tridimensionales que se usan como protectores de pantalla. El tiempo se acumula, de eso no cabe duda, pues tanto el compromiso como la modificación no son actos en cada caso inéditos, sino que encarnan el más vivo testimonio de que antes ya habíamos comprometido nuestro modo de ser de esta y aquella manera. Es parecido a como lo argumentaba Sartre: “yo mismo y las cosas sólo podemos ser habiendo sido ya, por cuanto es en el pasado donde se halla el núcleo duro de nuestra supuesta identidad”.3
Por lo visto, la mayor dificultad por la que atraviesa una investigación sobre el pasado viene dada por ese aspecto que deforma la imagen del tiempo como un río voraz que despoja a la realidad de su aparente y plácida permanencia; me refiero a esa especie de atemporalidad que ostentan las cosas que fuimos y que hemos conocido a lo largo de nuestra existencia, ¿o podrá acaso negarse que, después de despertar de una noche tranquila, uno pueda reconocerse el mismo del día anterior, y que el escritorio, la silla y la cama sigan igual, es decir, tal y como están y han sido? Lo que me queda claro en este asunto de la acumulación del tiempo, del haber-sido, etcétera, es que todo se funda en la memoria, cuyo funcionamiento seguirá siendo para mí un verdadero misterio, por mucho que un neurofisiólogo venga a tratar de elucidarme las más oscuras interrogantes en la materia, pues es asombroso observar cómo en la mayoría de las veces trabaja a la zaga de nuestra voluntad, haciendo que todo nos resulte siempre tan familiar y, por otro lado, cuán selectiva es al retener cosas que a lo mejor en una primera impresión no fueron lo suficientemente impactantes como para ser distinguidas con la medalla de lo memorable. Pero no es la cuestión funcional de la memoria lo que ahora me interesa; más bien he tratado de ir buscando una ontología del pasado, para lo cual creí necesario hablar un poco de lo que he tratado hasta aquí. Y con lo dicho en el párrafo anterior, quizá sea momento de indagar cómo actúan los elementos que intenté destacar para entrever el modo de relacionarnos con el pasado, a saber: imaginación o memoria e interpretación.
Tal vez deba volver a san Agustín.
En su oda a Meliso de Tebas, celebrado vencedor en las carreras de cuadrigas, Píndaro proclama que el hombre religioso viviría contento y en paz por largos años siempre y cuando no pecara de impiedad. Cosa obvia, ya que al vivirse como promesa, toda religión funda su gracia en el cumplimiento de ciertas reglas. Cuando san Agustín le cuenta al lector qué tan desdichado era antes de habérsele revelado los designios de la fe, es curioso notar cómo la sinergia de su arrepentimiento lo impele a invocar constantemente la presencia de Dios, como en un intento de esquivar la dolorosa punzada del pasado, lo que a su vez lo lleva a escribir intercalando el amargo recuerdo de sus años impíos con la íntegra dulzura del culto a Jesucristo. Es como si nosotros, ante un mal recuerdo, quisiéramos aminorar la aflicción que nos produce justificando lo sucedido en virtud de un estado actual, que por lo general es valorado mejor al anterior. ¿Quién no ha dicho alguna vez “si no fuera por lo que me sucedió, hoy no estaría aquí”? Esa tendencia a manipular el pasado revela una cuestión interesante: ¿uno tiene un pasado, o más bien lo es? Vuelvo así a un problema que atañe a la ontología, y a partir del cual uno puede entrever por qué acostumbramos a percibir caprichosamente el pasado. Pero antes de continuar por esa línea quiero hacer la siguiente aclaración: en este contexto, interpretar no implica tanto averiguar qué significa el contenido de determinada experiencia, como el simple hecho de volverlo explícito o de comunicarlo tal y como ha aparecido en la mente. Así, la interpretación no es un mero efecto discursivo de la conciencia cuya finalidad sea poner un sentido ahí donde se ha agotado o donde aparece difuminado y confuso, sino un acto mental que por sí solo es incapaz de gestar una verdad en el momento en que ésta se ha vuelto necesaria, de ahí que jamás se ejecute de un modo aislado, pues su misma realización está condicionada por la intervención de otros factores. Por tanto, aquí interpretar no quiere decir hallarle el sentido oculto a lo pasado, como sucede en ciertas prácticas psicoanalíticas, más bien refiere el hecho de que hasta el más ínfimo de nuestros recuerdos encierra un contenido susceptible de ser descompuesto en palabras y enunciados. Sin embargo, hay veces en que la reconstrucción del pasado resulta excepcionalmente difícil, como cuando la memoria se obstina en censurar ciertos recuerdos porque el pasado en sí se ha vuelto una amenaza para el presente (como sucede en el caso de san Agustín), de modo que la interpretación o de plano es impedida o se mueve tímidamente entre esos episodios oscurecidos por el olvido o la censura; entonces es cuando nuestra voluntad escucha el llamado de nuestra desesperación, pues al sufrir un pasaje de amnesia o al angustiarnos ante un recuerdo aterrador, aquella invade la escena no tanto para ayudar a descorrer el velo del pasado, como para reformular el exiguo recuerdo de lo sucedido con miras a poner a salvo la prosperidad de nuestro presente. Esto supone que el pasado es del orden de lo imaginario, porque sólo en él es donde podemos ejercer con mayor libertad nuestros caprichos. Para comprender las imágenes del pasado no son obligatorias las aclaraciones: uno comprende perfectamente lo que ve, y si es necesario lo interpreta. Pero cuando una de ellas no sólo adopta un cariz chocante, traumático o aterrador, sino que además tiende a originar síntomas aquí y allá, otros factores comienzan a interferir en la percepción del pasado si éste desafió la serenidad de la conciencia. Excede a mis anotaciones pretender explicarlo, pero también hay ocasiones en que uno padece las quimeras de una imaginación exuberante y excéntrica, como en el caso del rey Macbeth, a cuya figura Shakespeare recurrió, en uno de sus escalofriantes descensos a las simas del alma humana, para dramatizar ese complejo que a todos nos caracteriza: ser afectado por los propios deseos y fantasmas.
En esos casos donde nuestros fantasmas y deseos son los que abonan el terreno para que los recuerdos broten alimentándose así de ese sustancioso lecho nutricio, la imaginación llega a ser un caldo de cultivo para todo tipo de perversiones, o bien, una fuente espontánea de nuevos o remozados recuerdos, a partir de la cual uno equilibraría su memoria de acuerdo a su presente. Casi al principio de la obra (acto I, escena III), en uno de sus alucinantes soliloquios, Macbeth cavila en torno a las potencialidades de la imaginación, buscando de cierta manera desentrañar sus trampas y sus fueros, hay un pasaje interesante, y dice así: “¡Mi pensamiento, donde el asesinato no es aún más que vana sombra, conmueve hasta tal punto el pobre reino de mi alma, que toda facultad de obrar se ahoga en conjeturas, y nada existe para mí sino lo que no existe todavía!”4 Se trata sin duda de una siniestra meditación. Harold Bloom ve en este aparte un tributo absoluto a la fuerza de la imaginación, por cuanto “la fantasmagoría de asesinar a Duncan es tan vívida” que para Macbeth la única realidad que cuenta es la que emana de sus fantasías.5 Obviamente se trata de un caso extremo, pero ¿quién podría negar que ésta sea una actitud común a todos nosotros? Cuando uno decide internarse en su pasado, lo primero que busca es no provocar ese lado incómodo que la mayoría evitamos dar a conocer por temor a ser juzgados, pues las imágenes que moran en él son como lastres para un navío que marcha tímido hacia adelante. La otra opción, como ya lo he sugerido y es ejemplificada por san Agustín, es que pongamos la imaginación de nuestra parte, no tanto para suplantar un mal recuerdo como para integrarlo en virtud de un relato que abarque nuestro presente. Los escolásticos dividieron en tres las cavidades cerebrales, cuya faz anterior correspondía a la llamada cellula phantastica, que era responsable de la imaginación. Es curioso pensar que una posible traducción del término sea “pequeña despensa imaginaria” o “almacén de irrealidades”,6 con lo cual tal vez pueda advertirse que una imaginación exuberante y enferma propende a distanciarse considerablemente de la realidad, dando cabida a una intensa vorágine de fantasías que mezclan nuestras más íntimas debilidades con los abismales principios de nuestro ser social, fracturando así la facultad de discernir entre lo que es real y lo que no, entre lo que es producto de nuestro ingenio y lo que emerge del flujo natural del common sense, y entonces es relativamente fácil que la imaginación nos hunda y encierre en su mundo.
Hay quienes consideran un peligro querer adornar el pasado con nuestro ingenio, partiendo de la idea de que el pasado siempre retorna aun cuando ha sido condenado al rincón más oscuro de la memoria, o en todo caso, piensan como si se hubiese detenido en algún sitio. Yo no estoy muy seguro de ello. Admitirlo, es decir, reconocer una inminente peligrosidad del pasado implicaría subestimar los efectos subliminales de, por ejemplo, la justificación. Por ello, cada vez me convenzo más de que el pasado es dinámico, porque —como hemos visto— justificarlo es preferible a traerlo vivo y actuante, pues cuando el pasado viaja hasta nosotros y nos alcanza como una flecha venenosa, en realidad disponemos de pocos medios para defendernos, y uno de ellos es la justificación, que lo despoja de su carácter ominoso y lo transforma. Piénsese en san Agustín. Las justificaciones son giros subjetivos cuya función es blindar la imagen actual de la persona inhibiendo el contenido angustiante de una conducta pasada, lo que en este contexto supone algo que de alguna manera ya habíamos previsto: no hay ayer que no pase por el tamiz de la imaginación. Ahora bien, en cuanto imagen, un recuerdo motiva —si se quiere— la interpretación de ese pasado que nos alcanza. Pero respecto a este ejercicio lingüístico que lo explicita, es decir, que descompone en palabras la imagen-recuerdo, no queda claro en qué medida sea fiel a su propósito, ya que imágenes de este tipo se hallan rubricadas por factores psicológicos. Me refiero a que su matriz es harto subjetiva, y por lo tanto, están bastante impregnadas de sustancia psíquica: deseos, motivaciones, libido, etcétera. Según esto, al pertenecer al fabuloso reino de la imaginación, el pasado levantaría un muro que impediría conocerlo, pues conocer significa simplemente constatar que hay ser, y en tanto el hombre es una especie que respira en el puro presente, su incesante actualidad consigna que el pasado es ontológicamente inclasificable. Por lo tanto, esa plasticidad que exhibe el tiempo pretérito me conduce a pensar que estrictamente yo no soy mi pasado, más bien, éste me es, pero de una forma que no cancela la oportunidad de serlo a mi manera, siempre y cuando exista el suficiente vigor mental como para eludir las trampas de una imaginación desbocada; sólo un buen juicio puede gozar de semejante libertad, porque si así fuera, por muy aguzado que sea el despunte del pasado, éste sería inofensivo. Esto rompe con la tiranía del pasado, una idea añeja y esclavizante, que además de depositar todas sus fuerzas argumentativas en la suposición de un pasado rígido, despiadado y clandestino, ha impedido pensar con menos trabas el libre albedrío.
No puedo dejar de pensar que el caso de san Agustín es excepcional para comprender lo expuesto hasta aquí. Sobra decir que todos —unos con mayor ímpetu que otros— somos partícipes de esa tendencia en la que el yo-presente se rebela contra su pasado. Y hablo en un sentido radical de cómo arreglárselas con él, uno que involucra la entraña más íntima y vital de la existencia propia, y no tanto en el aspecto pragmático y testimonial de la memoria. Por ello, san Agustín quizá sea un héroe entre los “clíonautas” que han pretendido conquistar el pasado, pues en lugar de creerse el suyo sin cortapisas, evitó ser rehén de sus propias interpretaciones recomponiendo el íntimo imaginario de su historia en virtud de un sólido fundamento, que en su caso fue una entidad suprasensible, ese Dios venerable que halló en el cristianismo; si, como él, uno se dispone a descartar el más ínfimo barniz de accidentalidad en el pasado, será fácil reconocer que la historia —o la vida en sí— es un plan de salvación. Entonces, ¿cómo encarar una inconveniente oleada de imágenes-recuerdo? Oponiendo otra, pero alzada sobre la base de un amparo resistente, para a partir de ahí interpretarlo todo evitando que el hilo causal que teje nuestra biografía se contamine de fatalidad.
Me gustaría finalizar volviendo a la idea que originó todo esto: porque a veces acudimos a él como esos jactanciosos turistas que, tras haber regresado del viaje, y para alardear de haber tenido un tour ejemplar, mueven caprichosamente sus memorias, justo por eso: el pasado es un país extranjero.
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