Fritangas cinturones ricos tacos de suadero polainas bolígrafos y lapiceros ¡pásele! ¡pásele! pilas AA correas y pernos camisa $20 El Sol de Mediodía fajas cacahuates super éxitos fundas celulares alegrías pepitorias ..."la botellaaaaaa que no ves que estoy pensando en ellaaaaaaa..." cigarros sueltos ¡qué va a llevar! El caos no comienza afuera del metro, sólo continúa, es un hilo proveniente de las profundidades que en la superficie se hace grueso...
-¡Está atascadísimo! Pero sí alcanzamos -exclama un rubio regordete al ver el puesto de tacos en la entrada de la estación Salto del Agua.
Los mercenarios del ambulantaje se apoderaron de las avenidas, incluidas banquetas; no existe una en la que no tengan cierto dominio. El centro de esta ciudad es una selva donde cohabitan esos mercaderes a quienes sólo les importa la vendimia; como todos, su único deseo es sobrevivir. En esta esquina, formada por el Eje Central Lázaro Cárdenas y la avenida Arcos de Belén, nada queda libre, no hay descanso ni para la mirada. Voltear al cielo no es una opción, pues en contraesquina está un edificio de más de veinte pisos semi derruido; enfrente, en el camellón central, la otrora fuente Salto del Agua. Ésta -refiere la historia- remataba la arquería del Acueducto de Belén proveniente de los manantiales de Chapultepec; hoy los cuerpos que la componen no son competencia para sus inquilinos, niños y hombres desposeídos, seres invisibles a quienes nadie dedica una mirada.
Todos esos vendedores, gritando y agitándose, volteando de izquierda a derecha en busca de sórdidos compradores, absorben los sentidos, no se dan cuenta de la conversión de la vía pública en tierra sin ley, en donde los más fuertes aplican su máxima. Caminar libremente está prohibido, los transeúntes deben acoplarse al ritmo de quienes van adelante, ritmo que nadie sabe quién instauró pero que todos adoptan sin queja. ¡Bárbaros humanos! Sin embargo, aún quedan algunos incautos que buscan el amor en el caos, como si no fuera suficiente desbarajuste el amor como para encontrarlo ahí.
-¿Cuánto la Saga de Hades? -inquiere un chico, adolescente por su aspecto, al señalar una caja con Los Caballeros del Zodiaco en la carátula.
Para Diego, uno de tantos caminantes, ese lugar es fácilmente evitable en su ruta hacia el Palacio de Bellas Artes, pero transitar por el Eje Central, entre la estación del metro Salto del Agua y la Torre Latinoamericana, le produce una fascinación hipnótica. Ahí se quedó prendado de una vendedora de bolígrafos. Su pequeño top ajustado de espalda al aire y su mirada buscadora de compradores, enmarcada en un puesto de lona rosa, fueron un hechizo del cual no pudo sustraerse. Al verla se detuvo para curiosear entre su mercancía, en algún momento pensó en la ilusión de un beso. En su rostro blanco sólo resaltaban, brillantes, sus labios, ..."la dulzura soñada de un contacto, el sabido sabor de la saliva...", ese "Nocturno" de Villaurrutia.
Así, con alguna de las playeras y máscaras de luchadores expuestas en una tarima a punto de caerse, Diego podría batirse en un duelo a dos de tres caídas y sin límite de tiempo con cualquier malandrín disfrazado de cliente, que deseara propasarse con su vendedora de bolígrafos. Pero el claxon de un Audi deportivo, manejado por un tipo con gafas oscuras y frac, lo obliga a abandonar la imaginación justo cuando aplicaba la hurracarra después de un tope en reversa fallido.
Diego explica al conductor del Audi cómo llegar a Reforma y continúa su camino, dejándose llevar por la marabunta. Atrás queda la vendedora. ¡Su vendedora! El olor a drenaje se mezcla con los aromas provenientes de la perfumería de la esquina -lavanda, jazmín, los clásicos-. Más adelante, el sonido mal ecualizado del ritmo duranguense, "procuro olvidarteee... aaaalejarme de aquellos lugares dondeeee nos quisiiiimos...", aceleran su paso hasta detenerse en un centenar de películas -piratas por supuesto- regadas en el piso. Una mano toma La vida secreta de las palabras y una voz pregunta si tiene Soñadoras; el vendedor se revuelca entre su mercancía en busca del pedido, pero nada; el cliente, desilusionado, abandona el puesto para irse al contiguo. Éste sí tiene lo nuevo, incluso las cintas que aún no se estrenan en los cines.
El espacio siguiente es de teléfonos celulares. "Se activan Telcel." Ahí, tres chicas -por su aspecto parece que se les perdieron las Lomas y una que otra palmera- negocian con el activador: novecientos por dos teléfonos es una oferta que no pueden rechazar. Pagan y se dan media vuelta con todo y sus falditas floreadas.
El camino continúa, pero Diego no puede olvidarse de la chica bolígrafo. Cuando analiza la posibilidad de regresar -para obtener su nombre y quizá su teléfono-, una señora entrada en años, gordinflona, con mandil con estampado de flores y sucio, se abalanza sobre el puesto de corbatas, escoge varias como desesperada para después posarse bobalicona en los aparadores de la camisería Montagne.
La misma hipnosis absorbe a una niña delante de una canasta de donas y churros, sólo los jalones de su madre la hacen reaccionar y a la voz de "no te voy a comprar nada", la niña decide no llorar, tragándose lágrimas y berrinches.
-¿Por aquí está el Museo del Sexo? -pregunta una chica rubia al momento de voltear hacia su acompañante, novio seguramente. Al verla, Diego recuerda una vieja dubitación. ¿Por qué en México las rubias se pintan las raíces de negro? ¿Será una moda?
De improviso llega un extraño olor, carne en aceite quizás. Sí, entre un puesto de playeras y uno de cachuchas se levanta estoico uno de barbacoa. Con una cabeza de borrego como carta de presentación, el dueño logra atraer a los comensales, lo mismo tipos de corbata, saco y portafolios, que albañiles con metro, nivel y cuchara en una bolsa de asa. Al acecho no hay perros huesudos como sucede en la periferia de la ciudad; aquí, en el centro, están en peligro de extinción.
El tramo de avenida recorrido parece no tener espacio libre; todo está abarrotado, pero frente al cine Teresa nada saben respetar. "Hoy función de adultos. Amor Ardiente. La garganta profunda de Baby". La mayoría de las personas pactan, sin intención, pasar lo más rápido posible, no voltear y agachar la mirada. Un volantero considera ese lugar ideal para lo que reparte: "Erótika, el Sexshop con los mejores precios de la zona". Un hombre, después de tomar uno de esos volantes, se dirige a la taquilla, adquiere su boleto y sin voltear entra al cine; pone el ejemplo a los merodeadores y a quienes se creen expertos en el arte del disimulo.
Enseguida, el ambiente se llena de un olor a canela, gorditas de canela, como en las afueras de la Villa. El aroma se extiende hasta el vendedor de libros cuyas máximas atracciones son México ante Dios, El perfume y El código Da Vinci. Los libros en esa zona parecen fuera de sitio, habitando una galaxia donde abunda la piratería. ¿Libros pirata acaso? A pesar de eso, se pueden encontrar aún algunas joyas como Las armas secretas, de Cortázar...
-¿No tiene la de El padrino? -le grita un joven de anteojos al encargado de un tenderete más de películas.
Las cavilaciones de Diego no se alejan de los textos. Por qué los hombres aman a las cabronas -libro de superación tal vez-. Él desea amar a cualquier mujer, aunque no sea una cabrona, mínimo a la chica bolígrafo, pero el tiempo... "rrrrrrrriiiiiiiiiii iiiiiiing", ese despertador y esos relojes de pared con imágenes de caricaturas le recuerdan... "rrrrrrrriiiiiiiiiiiiiiing", esa anciana los vende... "rrrrrrrrriiiiiiiiiiiiiiiiiiiing", es tardísimo...
En ese letargo, un tipo engreído choca con un señor que reparte volantes de la Academia Americana de Prótesis Dentales y de la Clínica de Especialidades Dentales. Los marchantes, envueltos por el ritmo de la masa, toman el volante para tirarlo un instante después sin importarles dónde. Convierten esas hojas en basura junto con latas de refresco, bolsas de frituras, vasos y desechos de elotes. Así, inundan las banquetas. ¿De dónde provienen las decenas de olotes de elote tiradas en la calle? Porque desde la salida del metro no hay un solo puesto de eso...
Un tumulto aparece frente a sus ojos; seguramente regalan algo, pero no. En la entrada de una sexshop está una joven de cuerpo bien proporcionado, con una diminuta falda blanca y un escote rojo provocativo, regalando folletos. Hombres y una que otra mujer se detienen un momento para apreciar el espectáculo libidinoso. Sus caras de lujuria son un cliché que no merece la pena describir. Un albañil, a quien delata su gorra llena de mezcla, grita uno de los clásicos: "¡Mamaciiiiiiiiiita!"
La chica no tan chica, un poco sonrojada, no hace más que continuar con su trabajo... fuuit fiiiiiiiiiu..., pues el tipo musculoso y mal encarado a su lado le da seguridad. Fuuuuuuuit fiiiiiiiiiiiiiu.
Después, esos mismos admiradores, igual que Diego, continúan su camino. La siguiente parada es el primer puesto de pornografía encontrado a su paso. Se entretienen con las portadas de las películas y se sorprenden con los títulos: Strip Tease then Fuck, Panty Hose 4, Ballerina Bang, Los temas candentes de Candi, Apprentass 4, Cock Happy, Black in Ass, Rompiendo todas las reglas, Silvia Saint: Mi deseo prohibido, Anostalgía...
Parece que algunos sólo van para comprar pornografía, pues su siguiente parada es más de lo mismo: un cálculo dicta que por cada cinco tenderetes de películas comerciales hay tres de porno. Si hasta el momento van veintidós, eso quiere decir...
-¡En Meave, del otro lado! -son las instrucciones que le dan a un señor en busca de programas de computación.
La marabunta sigue su curso rumbo al norte, pero algo detiene a Diego: otro puesto de pornografía. Éste no es uno más; quien lo atiende es una niña de escasos nueve años. Con su voz dulce invita a comprar los títulos de moda: Hoteles de Tacubaya, Cómo cogen los mexicanos, Video de Britney Spears, Hoteles de Sullivan, Colegialas ardientes, etcétera. Tan delicada se ve la niña entre las imágenes grotescas que cuelgan de las supuestas paredes de lona. Ella, por supuesto, no les presta atención. Tiene por único objetivo vender. Así, toma con su pequeña mano una película y la ofrece a los paseantes, que no se detienen pues la presencia de la niña los incomoda. Dos señoras descansan con sus pesadas bolsas de ropa y admiran sin recelo a la niña vendedora de pornografía.
El asombro termina sólo para aparecer más adelante. Una cuadra de banqueta, enterita, sin ambulantaje. En su centro está la entrada a un lote de locales establecidos, La Plaza Central; pocos se internan aunque su aspecto desolado engaña. Pero es sencillo descubrir la razón de esa libertad. La banqueta no es de cemento, la mayor parte es de piso enrejado por donde sale la ventilación subterránea de los vagones del metro. Al pasar por encima todo se vuela: ropa, cabello, papeles, basura... Cómo quisiera Diego encontrarse ahí con una copia barata de Marilyn Monroe, y aún más, con su vestido blanco para que al pasar el viento proveniente del subsuelo se lo levante mientras ella intenta, por todos los medios, mantenerlo abajo, tal como en La comezón del séptimo año, esas piernas rubicundas...
La cuadra aún no termina, falta una escena. En la covacha formada por las cortinas cerradas de una sastrería -Aldo Conti, en cuyo banner se aprecia: "Trajes de 1, 600 a 799"- está un vagabundo de aspecto juvenil. Un pequeño haz de luz se posa directamente sobre él, como si el sol mismo quisiera resaltarlo de entre todos. Este vagabundo, a diferencia de los clásicos, no lleva puesto un abrigo maltrecho, sino un vestido verde que hace juego con la botella en su mano izquierda. Algunas palomas se acercan con la intención de marcarlo como territorio propio, pero una mujer tiene la compasión de espantarlas para que no logren su cometido.
Diego no parece cansado, sólo llegó hasta la entrada del metro San Juan de Letrán. Tanta es su obsesión con la chica bolígrafo que decide regresar al punto de partida -la estación Salto del Agua- para hablar con ella. Va a paso presuroso, sin respetar el ritmo impuesto por la muchedumbre. Mantiene fija la mirada al frente; ve las cabezas de quienes van delante, espaldas, dorsos, hombros, traseros -los de algunas mujeres: elocuentes, mordisqueables, apachurrables, nalgeables-, pero las cinco cuadras se le hacen eternas. El hastío del viernes a las tres de la tarde no le importa porque tiene un objetivo trazado...
Con la respiración entrecortada llega al fin. Después de comprar tres lapiceros y titubear un instante, le pregunta a la chica su nombre. Ella dice "Linda" con una voz de hombre imposible de disimular.
Ilustraciones de Paula Ivette Ávila Rodríguez,
ENAP-UNAM
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