I. Un viaje, cuatro cabezas
El viaje escapa de sí mismo y huye para alcanzarse. Deja de ser pura autopista, puro trayecto punto-a-punto, para personificar el encontronazo de dos fuerzas antitéticas, casi enemigas, que a vuelta de llanta se reconcilian: la voluntad y la contingencia. Presa de curvas que no bien terminan cuando ya han resurgido, se erige como un viaje-persona, compañero y no designio de las cuatro almas que lo emprenden, los cuatro días que transcurren. Es desde que la casa queda atrás —allá en Santiago— y hasta el relieve último que supone regreso, vuelta atrás, desarticulación acaso.
De jueves a domingo (2012), título y lapso de este intrincado recorrido, parece ser el homónimo de un tiempo específico, soberano propio, donde el todo se condensa a través de la mirada itinerante depositada en el acontecer de dos ellos y dos ellas: una madre, un padre, un hijo, una hija que visitan brechas y carreteras chilenas a la espera, quizás, de arribar a distintos destinos (que no lugares) bifurcados en la mente de cada una, de cada uno, o bien, en el disenso silencioso.
Porque sin el viaje-persona, sin la unidad que deriva de los ojos fílmicos con que Dominga Sotomayor (Chile, 1985) selló este
road movie, sólo quedaría paisaje y movimiento. Personas. Naturaleza. Lo contrario al argumento que la película enarbola, a manera de
shots poéticos, para afirmar que la vida familiar —en ese caso— se (des)equilibra gracias a las fuerzas geométricas que subyacen a la identidad de cada miembro.
El viaje mismo resulta ser eso: el ir y venir de caprichos asociados con ser padre, madre, hijo, hija, esposos o hermanos. Atestiguamos, en ese tenor, la idea de vacacionar que los niños defienden. El ansia pronunciada de papá por revisitar un terreno heredado, en desuso. La caducidad del matrimonio desde los ojos de la esposa (y luego de los de Lucía, la hija, que comienza a ver, a inquietarse). El viaje que estaba planeado y, pese a las tensiones de pareja, sigue en pie. Todo eso en un mismo devenir. En un cuadrado del que cada quien ha tomado (tensamente) una arista que ora jala, ora afloja.
II. Un auto, cuatro ruedas
Sucede entonces que el cuadrado familiar se resignifica en cuanto uno de sus cruces gana o pierde grados angulares de entusiasmo, de egoísmo, de ingenuidad. Las asimetrías descomponen equilibrios: lo que podría llamarse ilusión. Precisamente así se materializa
De jueves a domingo: como el proceso homeostático que reajusta —o mejor dicho: deja para después— las luxaciones de un hogar en callada bancarrota. Bancarrota que, vale decir, mamá y papá fraguaron, y, al parecer, no ha cobrado sus intereses a los niños todavía. Y que, sin embargo, muy galileanamente dicho, no impide que la familia se mueva.
Ahí, justo ahí, es donde el largometraje (ópera prima, por cierto) garantiza su novedad. En tanto que ofrece al espectador una paleta de rutas visuales que se concatenan al transcurrir el viaje, muy al ritmo
road, por otra parte este transcurrir rivaliza con la familia que lo emprende. La metáfora es paradójica: en el avanzar (mecánico e incesante) de la familia yace intrínseco su retroceso (retroceso de otra naturaleza, pero retroceso al final).
Todavía la metáfora resulta más intensa, más evidente, en esa cápsula de cuatro llantas que el equipo de Sotomayor hizo pasar por habitable: el Mazda 929 grisáceo, de pintura desgastada, pero, con todo, resistente al galope. Es ése el atuendo —por no decir que el cuerpo— del viaje-persona. Justamente ahí, dentro y fuera de sus fronteras, se esculpe tanto la gracia como el bochorno, tanto la paciencia como el ocio. El (des)encuentro.
Ese carro-arquitectura, retratado con minucia por Bárbara Álvarez, resulta símil de lo que a un hogar son las recámaras. Un mundo estratificado. Un mundo reformado por la vida humana que la película explora desde latitudes insospechadas. Un mundo que (plus del lenguaje cinematográfico) la cámara empata con casi todos sus cristales. ¿Qué supone esto? En muchos sentidos, la meticulosa antología que visita centros y provincias insertos en los relieves sensibles del automóvil.
Con una atinada fineza para enarbolar planos que ven del parabrisas hacia dentro o hacia afuera, del vidrio de la cajuela hacia el frente, desde los cristales laterales derechos o izquierdos —comparable quizás con el minimalismo que no empaña la fortuna visual de la cinta argentina
Las acacias (2011)—, es de reconocer que el trabajo de filmación resulta prolífico tanto en la pulcritud de sus abundantes tomas como en la diversidad de sus formas visuales.
Para la memoria, por ejemplo, queda la proyección de la sombra del Mazda en movimiento (vista desde su interior), que se achica, se agranda y se deforma en su jugueteo con los contornos de la carretera. Queda, también, la vista que se posa en los niños durante el tiempo en que viajan sobre el techo del auto, a ras de viento, mientras, de paso, una ojeada de Lucía desde fuera del parabrisas se empareja con la cámara: he ahí unos padres discutiendo.
Tanta es la intimidad concebida en la arquitectura del Mazda que al poder residente en él, y dentro la lógica del equilibrio de la película, sólo puede trastocarlo otro auto, con geometrías propias, con desajustes propios: una Combi que mucho tiene que ver con mamá: viejas historias. Pero eso quizás, sin restar su importancia,
viene tan sólo a reforzar los síntomas de un cuadrado de antemano enfermo, de antemano deformado.
III. Cuatro días, un atardecer
Los cuatro días que transcurren De jueves a domingo se visten de continuidades. Casi nada (eventualidades leves, descansos) vulnera el rumbo constante que la carretera sugiere. Árboles, sombras, un túnel acompañan lo que se pinta para ser un monótono acontecimiento.
Las noches, por el contrario, tocan la puerta a modo de rupturas: caduca la luz y, sin ella, la marcha cesa. En algún sentido, son ellas las que, precisamente, y de manera más tajante que los días, van pautando el desencuentro del cuadrado familiar. Me explico: mientras que el jueves se toman las previsiones para dormir en un hostal, el viernes se descansa en un campamento que, entre otras cosas, segrega a las dos ellas y a los dos ellos entre más viajeros ahí aposentados. Finalmente, el sábado, de la mano con el hartazgo de tres días de viaje, las estrellas caen sobre el Mazda que hace las veces de residencia.
El punto medio, el del equilibrio, no obstante, ¿cuál es? ¿Existe? Dominga Sotomayor propone que sí, y su respuesta es el atardecer (o bien, tres atardeceres resumidos en uno): el atardecer de la familia, el atardecer del viaje y el atardecer natural de cada día. Es decir, tiempos y contextos duales que abren las puertas a la oscuridad pero que, con todo, no son la oscuridad misma. Tiempos que ocupan la antesala de lo que pronto será irreversible, opuesto, presente. O quién sabe.
En este sentido, a partir de la toma final de la cinta, bella oda a las posibilidades de la luz, merece ser reconocido el cuerpo audiovisual en su conjunto: cuando vemos caer ese baño de atardecer sobre el cuadrado familiar, si bien no tenemos certeza del después que corresponderá al viaje-persona y a la zozobra incómoda, estamos en condiciones de haber compilado un universo de significados, lo mismo que de estimulaciones sensitivas.
Se comprende así que la flexibilidad narrativa del largometraje, atenta a capturar los presentes sin mayor adorno que el punto de vista, se acerca más a la situación local que a la gran trama. Y, en esa flexibilidad, atina en presentar anécdotas sin subtítulos (léase efectos especiales) de cualquier tipo para hacer más evidente lo que ya es evidente de por sí. Los lenguajes del cine, al final de cuentas, cohabitan el territorio de las sensibilidades, donde, de paso, cabe el caos emocional que la familia consigue desatender (con viajes, por ejemplo). De ahí, el viaje-persona y el desencuentro involuntario.
Bajo tales consideraciones, si los espectadores del filme estamos de acuerdo, De jueves a domingo no tendría por qué reducirse a la etiqueta de “cine latinoamericano”. Claro, tampoco habría por qué desconocer el hemisferio desde el que fue hecho. Pero, si jugamos a las comparaciones, justo sería reconocer sus parentescos con otros acervos acaso menos connotados por su lugar de origen y más por su estructura cinematográfica (lo que, al final de cuentas, abona más al lenguaje fílmico), como el cine independiente o el cine contemplativo, lo que cada uno signifique.
Entonces, el atardecer es impostergable. Arriba. Se posa sobre el persistente cuadrado familiar. Lo cobija y lo oscurece. Está siendo, justo ahora. Podría especularse, de tal suerte, que ha llegado el pre-fin, que se vive el cuasi momento “antes de”. Pero, con todo lo que la sombra implica, con toda su profecía, el Mazda grisáceo, el incansable 929, todavía avanza: se mueve.