[…] ¿oyes el acostumbrado tarareo de Nanaqui al ascender por la escalera curva de tapiz granate?, ¿los oyes?, ¿los oyes, Celedunio?, han llegado, ha subido mi familia y de seguro ya socarra los piñones en nuestro brasero, adivino a Próspero arrimado al ventanal que da hacia el río Insomnio, cosquilleándole en el acto una sonrisa bajo su nariz que ya se achata al apegarse contra los cristales para así empañarlos y trazar allí, sobre el cristal, el juego efímero con el que reirá junto a Ofelión, Ariel o el buen Maori, quién sabe, amigo de cerámicas cascadas, la única certeza que yo tengo ahora es que allá arriba pronto mi familia me echará de menos y que se alzará la voz de mi mamá llamándome a comer, Calibán, Calibán, esa palabra que se escuchará en esta covacha, te lo digo, tal como repica el eco duro del sonido al rebotar contra los sueños, Calibán, Calibán, Calibán, esa palabra igual que guillotina le rebanará el pescuezo a este relato, bien lo sabes, lo sabemos, tú y yo lo sabemos, y es por eso que me apuro y me atrevo a inhalar el aire de este búnker, mírame, inspiro a todo lo que da mi pecho, se hinchan mis pulmones, mírame, inspiro, inspiro, me trago el aire a bocanadas, busco que el olor de esa niñita blanca, tanto como el mármol, me anegue los mondongos, que me tiña su orina el alma con su dejo a yerba dulce, más allá de estas paredes sobre la ciudad cae nuevamente la tormenta tropical, lo sé, puedo ver en lo vidrioso de tus ojos araucarias chasconeadas por el viento, puelches recios que curcunchan sus columnas vertebrales casi hasta tocar el piso, rachas de lluvia cachucheando los pocos cristales vivos de Renueva Extremadura y antenitas por el viento arrebatadas de las azoteas como quien arranca de la tierra una maleza, se oyen además retumbos de un cielo huracanado aun aquí, debajo de la calle, las añejas cañerías ya crepitan remecidas por aquel bramido y todos los ladrillos de esta mole se apretujan, tiritando, asustados por el remezón que viene tras los truenos, yo no sé por qué, no me lo explico, Celedunio, pero aquí se escucha tanto o más intenso que allá afuera cómo chifla el puelche, cómo silba el huracán, y ese ruido, tú lo oyes, se jaspea con larguísimos aullidos de baguales y el chirriar de las bandurrias y un montón de búhos que ululan como adornando la tormenta con un chiste tétrico, groseras carcajadas de adictos recién nomás subidos por algún pinchazo se reparten por mi habitación, un zumbar de tábanos burlescos gira en esa esquina, entre el envión de las borrascas, mientras muchos gritos de mandril herido, cientos de ellos, rápidamente brotan como hormigas de una grieta que divide el techo, y es que tal vez tú, mi amigo, tal vez puedas decirme si el bullicio que escuchamos se ha filtrado desde afuera o si ese ruido estalla en mi cerebro, aunque es mejor que no respondas, es mejor que te calles, que te calles la boca y no me digas nada porque ya está claro, amigo mío, está bien claro que esto es fruto del olor de ella, fruto de esa niña que tú y yo vimos esta tarde, aherrojada en la aureola desastrosa, allí, en cuclillas y pilucha de los pies a la cabeza, esa niña de una piel lavada de cualquier color, librada de cualquier arruga, tersa, como antes yo no había visto sino en estatuas de mármol, esto es fruto, amigo, yo lo sé, de su orina, de su olor a heno que ahora baña y pule los contornos de mi corazón, de mis arterias, de mi savia roja, está claro que es su olor el que acelera la molienda del trapiche, el que me azuza en engranajes del magín, desvencijándolo para que así el molino me triture en la cabeza aquella imagen de la niña y que de ella nazcan otras, más pequeñas, mil lucecitas que como agujas cosen a mi labio las palabras mudas, esas burbujas llenas de silencio y humo, es cierto, ha invadido él tanto este escondrijo como cada alveolo del pulmón y ahora hace falta nada más que tú y yo miremos, que nos entreguemos a los desparramos de este carnaval aéreo, las discordias orquestadas por el numen de ese olor, de esa fragancia que hoy caló en mi médula por siempre, que nos entreguemos, Celedunio, al vaivén de las espumas revoleantes, albas como el cuarzo de su piel, y de las aguas mareosas del orine, que se ondulan en el aire apretado de este búnker como al viento sus mechones infantiles de topacio, cuarzos y topacios derretidos ahora danzan entre las enanas llamas de los cirios, invitándolas a unirse a sus chorreos enroscados, al retorcimiento de un amarillo líquido cuya oruga imanta los destellos, embobándonos, embaucándonos en su cortejo serpentino, mira los inquietos azulejos bailar, ese velo de las lerdas lentejuelas, todo oscila y se ondula seduciéndonos, todo es el forraje opalescente de la yarará celosa, sus conjuros voluptuosos y la bífida que vibra y deja oír entre las velas su siseo sibilino, salvajes silbos de áspid lúgubre, cascabeles crípticos de un crótalo al acecho parecieran resonar ocultos a la sombra de los cirios, mi payaso, mi amado payaso, y es que algo repta entre los candelabros, mira, míralo bucear livianamente sobre la esperma en un desliz de anguila, su silueta recortada ahora sobre el murallón, espiralada en una finta ambigua, proyectada ahí, en los ladrillos se arquea una sombra y es su sombra, Celedunio, mírala, ¿es que no la reconoces?, ¿no distingues gracias en su coleteo?, esos arabescos que arma en la muralla, ¿no te parecen conocidos?, ¿la esponjosa hélice de sombra?, ¿su compás de algún carasio negro en los acuarios apagados?, ¿lo reconoces?, ¿es que tú lo reconoces, Celedunio?, es él, ha vuelto a recibirnos el dragón que susurró esta mañana en mi oído, cuando aún temblábamos adentro del chasis, junto a él a este mareo ha descendido la bandada de los ángeles, aferrados cada uno a un arcabuz y sus flautines de carbunclo, se agazapan en las fumarolas de los cirios, en la nubecita que se aconcha apegada al cielorraso, allí se ocultan, algunos a horcajadas sobre ínclitos corceles y otros sobre osos en cuyos párpados se han pintado los milagros y la vida entera del jinete que los monta, ¿los ves allá arriba?, nos apuntan con sus escopetas, ¿los ves?, yo les sonrío y entonces, al toque de un flautín, los pequeños ángeles custodios del mutismo jalan el gatillo y de sus arcabuces brotan, como si los escupiera una boca enferma, miles de pétalos de fuego, lentísimos, rodantes, pétalos de flores mínimas pero encendidas como pavesas, que en su descenso trazan la estela de un jardín colgante hecho de brasas, enredaderas de brasas, ¿las ves?, los petalillos convertidos ya en ceniza alcanzan mis labios y los tiznan como un maquillaje funerario, pero esos tintes, Celedunio, bien sabes que son engañosos porque la ceniza es abono de otras flores, bien lo sabes, otras flores, te digo, otro enjundioso matorral de flores, mucho más gordas, grotescas y abiertas que las manzanillas abrasadas que tose el arcabuz de un ángel condenado al enanismo, éstas, las que se hinchan en mi boca, son corolas enormes que se abren como se abre un puño en el vértigo de un parpadeo, flores de pétalos gruesos, frescos, rebosantes de jugosa leche, esponjosos nenúfares, copihues dilatados, los hibiscos rojos como el sol nipón con sus lúbricos pistilos y anchos pétalos chorreantes, embriagadoras trompetas, capullos entreabiertos y mojados, selva súbita que se me enreda al canto, flores enredadas a este aliento sordo, flores rientes, flores borrachas, arrobadas por la carcajada salivosa en que se atoran, ahogadas en la espuma de su risa hasta la arcada, cuando sacan su pistilo y muestran dientes ya cariados por el tiempo, la locura y el dolor, flores de la pesadilla, el carnaval floreado de la noche entre las velas, estallidos de capullos, las risas, las risas, las grasientas risas de las flores en sus bocas de bufón suicida, oigo risas, oigo sus risas, sus burlas, llantos, frenesí que se abochorna entre los labios de una malvarrosa, comisuras de un copihue negro como un potro, mis mejillas, mis mejillas se afiebran con su trompeteo obsceno, cornetín morboso, los ángeles trabajan ávidos de hilar mi lengua al terciopelo de sus lenguas, zurcir allí un sayal cochino, dádivas jocosas, un telar donde se hamaquen los susurros del dragón, el machete de las ratas y el mosaico en la pezuña de un huemul, visión plebeya de panteras ribeteadas por el ácido candil del flúor, la visión, plebeyos espejismos, Celedunio, y su afán de hacer chillar los tintes de una guacamaya que lo abarca todo y se lo traga todo, los huemules ya descienden entre ese follaje reidor, algo cruje y es la risa de las flores al pasar de los huemules, pero algo más crepita en su descenso y no son ellos, el rumor aquel nos rumia un chisporroteo que se enarca en el oído, retorcido en torno al tímpano, frenético, fugaz, aunque descalabrado tenue, algo incierto, ¿lo escuchas?, algo ambiguo, un borroso musitaje que se deja adivinar detrás de las orejas, pabellón del vacío, caracol ahuecado, reverso del oído, ahí es que vibra, víbora sinuosa, desovada en ese nido que arma el lóbulo en su piel, ahí es que vibra, ahí, un cascabeleo que sólo roza lo audible, como se oyen los murmullos de una ola lejana en la memoria, esa playa donde aún yacen los baldes y juguetes que olvidaste cuando niño y que hoy sienten la nostalgia de tus manos frías, es ése el rumor rugoso, tan ladino que ya casi cae en el silencio, y su origen lo conoces tú mejor que yo, amigo mío, no necesito decirte una palabra y es tal vez por eso que te digo miles, y encima arracimadas, porque todo lo que te he dicho esta noche sin decirte nada ni romper mi voto, todo esto que he acumulado como trastos viejos entre tú y yo, todo esto es basura, amigo mío, todo esto no es otra cosa que la basura más nuestra, los basurales más íntimos, esto es nuestro propio vertedero, el verdadero vertedero, te digo, el vertedero de palabras, es cierto, lo sé, no tengo por qué decírtelo, ya me lo sugieres tú alumbrado por los cirios, acharolado por su luz y en contraste con las muescas que te adornan, enhiesto en mitad de aquella asimetría de pequeñas llamas, y estoy de acuerdo, Celedunio, has cogido el brote del arrullo, tus colmillos han hincado su botón, el capullo de estos cascabeles ínfimos, suspendidos ahora, flotantes en el aire turbio, se halla en esa boca que con elegancias de flamenco suspiró canciones semejantes a la quebrazón de diez vitrales, un bullicio brusco que se desembucha con requiebres de gacela, labios pálidos por los que pasó su trino como brisas que cepillan quilas bajo un sol de otoño, sus aullidos chuñuscos, sí, ese boche que ella armaba zumba aún aquí como abejeos enterrados, se oye el tam tam llegando desde lejos y son aquellos trinos percutidos los que abultan de pequeñas bullas a este búnker, los sonidos mínimos se arremolinan sobre mi cabeza, achoclonados se dejan arrastrar por la corriente ensortijada y es en su naufragio donde luce el alarido de las cacatúas, el rugido de los tigres rutilantes, las risas de las flores y el musgoso secreteo del huemul, es en ese alud donde escucho el lejano eco de su voz humosa, nuevamente, Calibán, me dice, tú verás abrir sus alas a este mundo, y esos ecos se me nublan como se aleja el brillo de la luna a un elefante que se ahoga en un océano precioso, yo también quisiera hundirme en esa música tan rara, Celedunio, la música de esa niña, la triste música a la que el silencio ha hurtado el ritmo, su averiado fuelle, inarmónica mecánica de orquesta al compás de un brío torpe, esa música vaciada casi de sonido, nomás ritmada por murmullos de bocas arrancadas a la noche, revoleantes bocas desgajadas de asteroides, bocas luminosas de una estrella viva en las constelaciones de la piel, esas bocas, te digo, bocas de luceros adheridos a la noche como búhos transparentes, colibríes de cristal trinando desde su silencio hacia un silencio aún mayor, bocas sueltas como mariposas, coleópteros auríferos, una miríada de ritmos acezantes y es que yo no sé, yo no sé, amigo mío, dime cómo se ahoga este chorreo de susurros, no, tú tampoco sabes, tus ojos no son más que dos rostros desesperados, te arañas la cara y muerdes tus puños, baboso león, ¿qué signo haces con tu cola arqueada? […]
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